Las mutaciones contemporáneas de la técnica y la cultura han hecho que aquellas grandes máquinas, que en otro tiempo constituyeron temibles y reales amenazas, hayan llegado a ser para nosotros hoy casi un anacronismo.- HULTON-DEUTSCH COLLECTION / CORBIS ("El País")
En Babelia, suplemento cultural de "El País":
La vida y la máquina
JOSÉ LUIS PARDO 18/06/2011
La relación entre técnica y cultura, necesaria para la evolución del ser humano, reclama más que nunca otro orden social: más natural. La obra clásica de Lewis Mumford, editada ahora en España, alerta de los peligros de la "megatécnica" e invita a la reflexión.
Como enseñaba Claude Lévi-Strauss, técnica y cultura son las dos dimensiones irreductibles de toda sociedad humana. Gracias a la primera, centrada en la fabricación de instrumentos, los hombres ganan penosa y paulatinamente terreno a la naturaleza, transformando un medio hostil en utilidad y adaptándose a él para poder habitarlo y sobrevivir a su inhospitalidad; gracias a la segunda, cuyo núcleo es el lenguaje, erigen un mundo propio, un orden simbólico de significaciones en el que emergen esas "inutilidades" específicas que son los ritos funerarios, la moral o las obras de arte. Y seguramente forma también parte de esta enseñanza el hecho de que no estamos en condiciones de elegir una de esas dos dimensiones en detrimento de la otra. Se ha dicho muchas veces que vivimos en una civilización dominada por la tecnología, y es cierto que la tecnología es algo diferente de la técnica; lo es aún más cuando toda una época histórica la convierte en su principio directivo, puesto que se trata de una lógica que mira únicamente a la eficacia de los resultados, que entiende sólo de medios y es ciega para los fines, y que al volverse hegemónica se independiza de la esfera discursiva de los asuntos humanos y se vuelve cálculo contable, poniendo en marcha un proceso destructivo que esclaviza y mecaniza a los hombres, convirtiéndolos en simples engranajes sometidos a una racionalidad "superior", cruel e incomprensible, autodefinida por las necesidades inmanentes del sistema. Conocemos las encarnaciones de esta Megamáquina (por decirlo con las palabras de Lewis Mumford), desde la erección de pirámides y zigurats en los imperios despóticos arcaicos hasta los refinamientos modernos y positivistas de la "racionalización burocrática" (Max Weber), de la "sociedad disciplinaria" (Michel Foucault) o de la "administración total" (Adorno), ferozmente caricaturizadas por los doctores Mabuse y Caligari, por el Hermano Mayor de Orwell, por el "control mental" del William Burroughs y, rayando en lo genial, por los Tiempos modernos de Chaplin.
Pero no es menos cierto que también sabemos hasta qué punto la defensa romántica de lo "natural", de lo "orgánico" y hasta de lo "humano" frente a la máquina, y el enaltecimiento de la "cultura", de la "identidad" o de la "lengua", lejos de servir de freno a las cadenas de la Megamáquina, encajaron perfectamente en esos monumentos siniestros de la racionalidad instrumental que fueron los totalitarismos del siglo XX, cuya sombra se extendió sobre el "mundo libre" en la época de disuasión termonuclear hasta tal punto que no siempre resultaba fácil distinguirlo de ellos. Y, como nos muestran aún con una ingenuidad descarada las metáforas recurrentes de Marinetti y sus contemporáneos, en las cuales las fronteras entre lo vivo y lo mecánico se difuminan constantemente, el mundo nacido de aquellas catástrofes parece caracterizarse más bien por una oscura y escurridiza continuidad entre lo biológico y lo tecnológico, entre lo cultural y lo técnico, que define algunos de los híbridos que mejor caracterizan nuestros tiempos, como la biotecnología, la biopolítica o la bioética. Las mutaciones contemporáneas de la técnica y la cultura han hecho que aquellas grandes máquinas, que en otro tiempo constituyeron temibles y reales amenazas, hayan llegado a ser para nosotros hoy casi un anacronismo, pues es como si tanto la gran pirámide burocrática como la cadena de montaje de Henry Ford y la sala de montaje de su tocayo John, tanto el coro de bailarinas de Broadway como los rascacielos de Manhattan, tanto la cadena de mandos de los grandes ejércitos como la torre Eiffel, se hubieran desintegrado en una red desjerarquizada, dispersa, deslocalizada y descentralizada -a la cual sirven de soporte imaginario tanto Internet y sus redes sociales como Al Qaeda y su fantasmal antiorganización- que ha fomentado la obsolescencia de aquellos macroordenadores que llenaban las pantallas cinematográficas de las películas de ciencia-ficción de la década de 1960 al mismo tiempo que la hipertrofia de la nanotecnología, no solamente en la proliferación de dispositivos portátiles o manuales de comunicación, sino también en la de microprocesadores implantados en los organismos vivos que desafían los límites entre lo nacido y lo prefabricado. De tal manera que el ocaso de lo humano ya no reviste para nosotros la forma de la conversión de los cuerpos civiles en piezas de una hipermáquina gigantesca, sino la de su desnaturalización por la invasión de esos microorganismos colonizadores que reorganizan localmente y desde el interior sus funciones y redefinen su estructura de forma puntual y variable según las circunstancias.
Hemos aprendido por tanto un nuevo miedo: el de la disolución de las estructuras piramidales por efecto de la desregulación, la centrifugación y la destrucción de todos aquellos seres titánicos que, como las Torres Gemelas (que Mumford consideraba con razón como un vacuo "homenaje al gigantismo"), han sido derribados por los nuevos amos del mundo dejando una zona cero entregada a las "micromáquinas" de los salteadores de caminos y en la que ya nadie se atreve a edificar. En las últimas páginas de La ciudad en la historia, Mumford atisbaba la posibilidad de un "final de las ciudades" como esos lugares de acogida para los extranjeros exiliados de su cultura y de sus técnicas. Un final que no venía de la mano de una "gran máquina" sino, al contrario, de lo que Patrick Geddes llamó la conurbación, un "tejido urbano relativamente indiferenciado, sin relación alguna con un núcleo interiormente coherente o con un límite exterior de cualquier clase", como un ejército derrotado y desorganizado, sin jefes, que huye en todas direcciones al grito de "Sálvese quien pueda". Y, si Geddes estaba en lo cierto al suponer que existe una estrecha conexión entre la disposición espacial del hábitat y los modos de vida de los habitantes, puede que el crecimiento de esta periferia descualificada defina también unas circunstancias culturales y técnicas inquietantes, no solamente para el porvenir de las ciudades, sino de la ciudadanía que conformaba su razón de fondo. Pues así como la conurbación no parece una alternativa a la polis (ese sitio en donde los hombres se reúnen, no ya para sobrevivir, sino para intentar llevar una vida digna, libre y feliz), tampoco la tecnocultura parece una alternativa creíble a la política.
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