Salvador Gutiérrez Solís
Y Andy se hizo mayor
Salvador Gutiérrez Solís
Actualizado 13.09.2010
Mi hijo me golpeaba el hombro al mismo tiempo que me preguntaba: ¿papá, por qué no nos vamos? Me inventé una excusa, le dije que los títulos de crédito escondían una nueva sorpresa. No le podía decir la verdad, que las lágrimas me llegaban a la barbilla y que me daba cierto -por no decir mucho- pudor que lo descubrieran los cientos de niños y padres que abarrotaban la sala de cine. Creo que basta este detalle para explicar las emociones, las sensaciones, que despertó en mi interior Toy Story 3. Estoy absolutamente de acuerdo con todos aquellos críticos que están encumbrando esta película, en primera posición no sólo en taquilla, de la misma manera que me adhiero, con los brazos abiertos, a la afirmación de que el mejor cine de los últimos años no ha sido protagonizado por seres humanos.
La animación cinematográfica vive una auténtica edad dorada, su gran momento, y no creo que este auge se pueda explicar, única y exclusivamente, por el desarrollo y avance de las nuevas tecnologías. Las tecnologías son el soporte, el medio, pero no son el talento, la emoción, la sensibilidad, el guión con la brillante sencillez y perfección de un artesanal reloj suizo. La animación actual juega con una gran ventaja, que no deja de ser una de sus grandes virtudes: la universalidad. Es decir, como el arte abstracto, que posibilitó que contara con admiradores de cualquier condición, admiradores que alcanzaban a descubrir diferentes planos o estratos de comprensión, según la sensibilidad y percepción de cada cual, la animación ha logrado atrapar no sólo a mayores y niños, también a eruditos del cine, a público generalista, a curiosos, exigentes, selectivos, etc.
Igualmente, la animación cinematográfica ha sabido adaptarse magníficamente a los cambios, aliarse con los tiempos y circunstancias que nos han tocado vivir, infinitamente mejor que cualquier otro género. Pixar tiene buena culpa de esto, ya que su propuesta ha marcado el camino de las restantes productoras. De los últimos años, dentro del género, destacaría Bichos y Hormigas, deliciosas ambas hasta en sus tomas falsas, Los Increíbles, Wall E o la deslumbrante Up, que cuenta con uno de los mejores arranques que he contemplado en la pantalla de un cine. La animación también ha llegado a nuestro país y ya somos capaces de crear productos de muy buena calidad que estamos exportando al resto del mundo. La andaluza El lince perdido o Planet 51 son dos magníficos ejemplos que nos demuestran que, definitivamente, la animación española ha alcanzado la mayoría de edad.
Y si cito títulos que me han sorprendido por diferentes motivos, no me puedo olvidar de Toy Story en cualquiera de sus entregas, pero muy especialmente de la tercera, última momentáneamente, y que podemos disfrutar en la sala de cine más cercana. Desde las creaciones más célebres y deslumbrantes de los hermanos Coen, no había asistido a tal despliegue imaginativo, a tan alucinante demostración de cómo un guión puede ser el perfecto andamiaje sobre el que se construye una película. Cada detalle, cada comentario, cada personaje forma parte de una sólida y compleja maquinaria que funciona a la perfección, sin estridencias, cuidando cada secuencia con esmero y arquitectura.
Toy Story es una obra divertida, a ratos desternillante, pero eso no es obvio para que, a la vez, aborde temas cruciales y profundos que a todos nos afectan. Regreso a mis palabras iniciales: emociona. La descripción, más aún, la fotografía/radiografía más intensa y nítida que he podido contemplar en la pantalla del fin del infancia, algo que todos nosotros vivimos y que, en determinadas ocasiones, puede llegar a ser muy traumático, me la ha mostrado Toy Story.
Porque en esta tercera entrega Andy se hace mayor, todo un universitario, y se ve en la obligación de renunciar al mundo que le ha rodeado durante la infancia. Un mundo que vemos reflejado en el propio físico de Andy, en una fotografía, en la decoración de su dormitorio, en las nuevas aficiones o en sus juguetes. Sin embargo, a pesar de la despedida de Andy, Toy Story es la gran metáfora de la infancia, de esa magia que consigue que los juguetes cobren vida y que los pasillos de nuestras casas se conviertan en exóticas selvas o en laberínticos palacios.
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