La democracia según Alexis de Tocqueville
Publicado por Pablo Simón
El retroceso de lo político frente a formas blandas de tiranía ha sido una obsesión para los intelectuales y académicos desde que existen regímenes democráticos. En ese sentido una de las reflexiones más recientes es la que nos dejó Peter Mair en su libro póstumo Gobernar en el vacío. La idea general es que en las democracias occidentales la participación electoral está en caída libre, igual que la afiliación a los partidos o sindicatos. Esto es el síntoma de una inevitable erosión de todo tejido de solidaridad grupal, una inevitable crisis de los cuerpos intermedios. Estaríamos avanzando hacia unas élites políticas cada vez más profesionalizadas las cuales quedan siempre al albur de un votante cada vez más caprichoso y alejado de este sistema. Un sistema en el que el poder está en otra parte. Un sistema privado de poder de autogobierno, pero que garantiza al ciudadano su seguridad y capacidad para consumir.
Aunque parezca muy contemporánea, esta obsesión tiene un nítido precedente en uno de los padres del republicanismo liberal, Alexis de Tocqueville. Este académico y político de origen francés estableció en una de sus obras más influyentes, La democracia en América, uno de los pilares fundamentales del pensamiento político de su época. En su obra se mezcla la resignación ante la llegada de un mundo nuevo con un análisis concienzudo del espíritu que lleva la emergencia de la joven democracia de Estados Unidos. Para él hay una inevitable tendencia hacia un mundo en el que la pasión por la igualdad estará para siempre en el centro de todas las cosas. A caballo entre filosofía y sociología, su pregunta central es si esa pasión nos arrastra inevitablemente a un tiránico egoísmo individualista o la democracia podrá tener redención que nos haga ser a todos ciudadanos libres.
La igualdad y el individualismo
Entre las muchas acepciones del término democracia, en la obra de Tocqueville pueden destacarse dos sentidos: la democracia como régimen político, que conforma la primera parte de La democracia en América, y la democracia como estado social analizada en la segunda. Según la primera acepción, la democracia sería un conjunto de determinadas formas políticas, entre las cuales cabe destacar el principio de la soberanía popular. Pero la noción tocquevilliana de democracia apunta sobre todo a un estado social cuyo hecho generador, cuyo principio único, es la igualdad de condiciones tras la destrucción del Antiguo Régimen. Esta última implica que no existen ya diferencias hereditarias de condición y que todas las ocupaciones, honores y dignidades son accesibles a todos. La igualdad de condiciones trae consigo la movilidad social.
Mientras que con la aristocracia las relaciones estaban regidas por la obediencia voluntaria, en la democracia las relaciones son meramente contractuales. Se han roto los nexos sociales y políticos que unían a los seres humanos. Ahora todos nos enfrentamos entre nosotros como iguales, independientes pero también impotentes. Este hecho lleva de manera inevitable la difusión del individualismo. Cada quien se vuelve el centro de un minúsculo universo privado, con su círculo inmediato de parientes y amigos, y pierde de vista la sociedad en general. La pasión por el bienestar y las comodidades materiales, una preocupación por el bien privado, con exclusión de toda consideración de los asuntos públicos, y una inevitable mediocridad. Se podría decir que cuando se escuchan ecos sobre la pérdida de identidades (de clase, nacional…) o sobre la crisis de valores —la constante crítica a los jóvenes— parece que llevamos doscientos años dando vueltas en círculos.
Tocqueville dice que el individualismo es un estado natural, pero cuando va unido a la igualdad de condiciones despierta una sed insaciable de comodidades materiales. Se han abierto todos los caminos hacia la satisfacción del deseo de bienestar en una competencia abrumadora —el self-made man, el (cof cof) emprendedor—. Sin embargo, la principal tesis de Tocqueville consiste en definir la igualdad de condiciones como base de la estructura de deseos del humano democrático. Pero cuidado, porque esa igualdad no es un estado real de las cosas, es una percepción. Lo nuevo no es tanto la movilidad social como que las personas que viven en condiciones desigualitarias se sientan iguales. Ello genera la tensión; la inquietud derivada de las expectativas sociales creadas por la democracia y las posibilidades reales de cumplirlas. Como llega a decir Alexis de Tocqueville con rotundidad, en América hay muchas personas ambiciosas y ninguna gran ambición.
La vanidad que descubre Tocqueville en América, la necesidad de halago, es inquieta, ambiciosa y siempre ligada al deseo material. En diferentes pasajes Tocqueville se pregunta con cierta amargura la causa por la cual en los pueblos democráticos el amor por la igualdad es más ardiente que el gusto por la libertad. A su juicio tal inclinación se debe al hecho de que, mientras que la igualdad aparece como un don gratuito, la libertad es un bien por el que es preciso luchar. Asimismo los encantos de la libertad se descubren a largo plazo, mientras que la igualdad ofrece bienes que pueden disfrutarse rápidamente. He ahí la conocida como «enfermedad infantil de la democracia». Lo cómodo es enemigo de lo libre.
El abandono del ámbito público desata un fuerte sentimiento de independencia entre las personas por el que creen bastarse a sí mismas cuando, en realidad, se hacen más dependientes de instancias como el Estado. El repliegue en la intimidad doméstica conlleva una progresiva obsesión por su mero interés material. El individualismo engendra, según Tocqueville, un tipo humano débil, caracterizado por ser moderado pero sin virtud ni coraje. Como telón de fondo, una tranquilidad pública que da pie al desinterés por todo lo político y el abono de la tiranía inevitable engendrada por ese egoísmo.
La tiranía de la comodidad, la tiranía de las mayorías
La paradoja fundamental de la democracia, tal como la interpreta Tocqueville, es que la igualdad de condiciones sea tan compatible con la tiranía como con la libertad. La libertad exige esfuerzo y vigilancia; es difícil de alcanzar, y fácil de perder. Sus excesos son evidentes a todos, mientras sus beneficios fácilmente pueden escapar a nuestra atención. Por otra parte, las ventajas y los placeres de la igualdad se sienten al momento, sin requerir ningún esfuerzo.
Según su concepción de la igualdad como «estado de ánimo», las personas son empujadas a desear bienes que no pueden obtener pero la competencia es tal que cada cual tiene pocas probabilidades de realizar sus ambiciones. Además, la pugna por satisfacer estos deseos no es equitativa; la victoria es inevitablemente de quienes poseen habilidades superiores. De este modo la democracia despierta una conciencia del derecho de todos a todas las ventajas de este mundo, pero frustra a los hombres que tratan de alcanzarlas. Esta frustración causa envidia. Por ello el hombre busca una solución que satisfaga su deseo más intenso, liberándolo de la angustia que eso le causa. De este modo, la igualdad prepara al hombre a prescindir de su libertad para salvaguardar la igualdad misma.
En una sociedad en que todos son iguales, independientes e impotentes, solo hay un medio, el Estado, especialmente capacitado para aceptar y para supervisar la rendición de la libertad. Tocqueville llama nuestra atención hacia la creciente centralización de los gobiernos: el desarrollo de inmensos poderes tutelares que, de buena gana, aceptan la carga de dar comodidad y bienestar a sus ciudadanos. Los hombres democráticos abandonarán su libertad a estas poderosas autoridades a cambio de un despotismo blando, que provea de seguridad a sus necesidades y facilite sus placeres. Es decir, el vaciado de la política democrática a favor de un Estado benevolente que nos lo da todo para consumir pero que inevitablemente nos priva de libertad. De nuevo, ecos muy modernos.
Tocqueville argumentaba que semejante gobierno no era incompatible con las formas de la soberanía popular. El pueblo en conjunto muy bien puede consolarse sabiendo que él mismo eligió a sus amos. De ahí que la democracia origine una nueva forma de despotismo: la sociedad se tiraniza a sí misma.
Para el autor francés la aparente homogeneidad de la sociedad democrática oculta que los talentos son fuentes inagotables de heterogeneidad ya que la capacidad intelectual está desigualmente distribuida. Los muchos, si reconocen estos hechos, tratan de anularlos. Por ello sustituyen la superioridad intelectual de los pocos por una superioridad debida a consideraciones de cantidad. Esto, observa Tocqueville, señala un nuevo fenómeno en la historia de la humanidad que obsesionaría a todo el liberalismo de la época. La tiranía de la mayoría exige una conducta conformista. Sostener en un asunto importante una opinión contraria a la establecida no solo es imprudente o inútil, es casi deshumanizador. La tiranía mayoritaria sobre los espíritus de quienes sostienen una opinión contraria y mejor fundamentada hace que la disposición de la democracia a la mediocridad sea absoluta.
En América, refiere Tocqueville, la mayoría ejercía una omnipotencia legislativa, situándose por encima del poder ejecutivo (por la importancia que cobraban las asambleas en la vida diaria) y del judicial (puesto que también los jueces eran elegidos por el pueblo). Pero la mayoría ejerce su tiranía principalmente a través de la conformidad social. Así, actúa sobre la libertad de prensa e impone una sutil censura debilitando la independencia de juicio y la capacidad de crítica hasta influir en el carácter nacional —de nuevo, suena familiar—. Quebrada la opinión disconforme, ejerce una violencia intelectual que engendra un estado generalizado de pasividad y apatía que abre las puertas a esa nueva forma de despotismo.
Los hombres que se rinden a esta blanda y cómoda tiranía son los hombres de la nueva mayoría materialista. Dado que sus deseos han sido superiores a sus oportunidades y están atemorizados por la perspectiva de perder lo que tienen, los de la mayoría se vuelven hacia el Gobierno como único poder capaz de proteger sus derechos y sus bienes. El nuevo despotismo es una forma que puede adquirir la tiranía mayoritaria. Parece pues que el espíritu de la democracia, de la igualdad de condición, haría inevitable la tiranía de la comodidad, la renuncia a la libertad y la autonomía política como un bien preciado. Sin embargo, Tocqueville señala que en la propia democracia puede estar su redención.
Reparando la democracia
Si se quiere resolver el problema de la democracia, la solución debe encontrarse en sí misma, es decir, la solución debe estar en armonía con su principio fundamental, la igualdad. Todo intento por moderar la democracia con principios o prácticas tomados de un régimen ajeno a ella estará condenado al fracaso. Al fin y al cabo, ni siquiera un déspota puede gobernar de acuerdo con el principio democrático sin inclinarse ante la igualdad. De este modo, Tocqueville advierte a sus contemporáneos que la tarea no consiste en reconstruir la sociedad aristocrática, sino en hacer que la libertad proceda a partir del estado democrático de la sociedad.
Por consiguiente, razona el autor francés, la natural pasión por la libertad debe ser complementada por un arte político que se ha practicado de manera ejemplar en los Estados Unidos. La experiencia norteamericana sugiere que, para la solución del problema democrático, hay que recurrir a ciertos «recursos democráticos». En primer lugar, un cuerpo de legistas o jueces independientes. En segundo lugar, la institución del jurado, que enseña la práctica de la responsabilidad cívica y combate el egoísmo particular (aun siendo, simultáneamente, una de las vías de la tiranía popular, contradicción que Tocqueville no llega a despejar) y un prominente rol de la religión, que actúa como freno de las pasiones humanas.
Sin embargo, dejando de lado estas cuestiones formales y espirituales, Tocqueville insiste en que de todos los recursos democráticos, el principal es la libertad de asociación. Tocqueville consideró las asociaciones como sustitutas artificiales de la nobleza de épocas anteriores que, en virtud de su riqueza y de su posición, servía de baluarte contra las intromisiones del soberano en las libertades del pueblo. En una democracia las asociaciones protegen los derechos de la minoría contra la tiranía mayoritaria. Dado que en una democracia cada quien es independiente, pero también es impotente, sólo asociándose con otros podrá oponer sus opiniones a las de la mayoría. Esta es una función política del derecho de asociación. Este es el Tocqueville republicano, el que ve en la participación de los asuntos públicos la única manera de defender la democracia.
Mientras que autores previos habían considerado que fomentar los partidos, las facciones o las asociaciones era una medida divisoria en la sociedad, Tocqueville las consideró absolutamente esenciales para el bienestar de la sociedad democrática. Lejos de contribuir a la destrucción de la unidad de la sociedad, las asociaciones superan las propensiones divisorias de la democracia. En los actos que acompañan a la organización y la operación de una asociación, los individuos aprenden el arte de adaptarse a un propósito común. Hay que asociarse. Hay que participar. Por supuesto, esto lo hemos escuchado muchas veces (a izquierda y derecha) y en esa línea va Tocqueville, que vio en las asociaciones un medio no solo de suavizar la tiranía mayoritaria sino también de superar esa mediocridad a la que era propensa la democracia.
La evolución de un sentido de moral pública, a partir del espíritu de individualismo extremo que caracteriza a las épocas democráticas, es la obsesión de casi toda la obra de Tocqueville. Y para el autor francés el antídoto más efectivo contra el individualismo es, sin duda, la participación en los asuntos colectivos. Si no se quiere que los hombres se retiren por completo a sus propios círculos domésticos, si no se quiere que se desvanezca por completo el espíritu público, habrá que enseñar a los hombres que por un ilustrado interés en sí mismos necesitarán ayudarse constantemente unos a otro, sacrificando una parte de su tiempo y riqueza al bienestar de la comunidad.
El deber del ciudadano
Quizá la contribución más interesante de Tocqueville es que superó el liberalismo clásico intentando conciliar la herencia de Constant y Rousseau. Es decir, por un lado, la libertad de los modernos, la soberanía limitada, el valor de la independencia privada. Por el otro, la libertad de los antiguos, la soberanía popular, el imperativo de la participación pública. En este sentido predijo que el amor a la igualdad podía convertirse en su contrario, en la entrega al despotismo. Este temor es algo que recorre a no pocos autores tras él.
Tocqueville también advierte con vehemencia de los peligros inherentes a un individualismo excesivo. Para él en este fenómeno hay una noción errónea de libertad, entendida como derecho y no como deber. Su problema fundamental es cómo convertir al individuo en ciudadano. El obstáculo principal para realizar tal empresa, el individualismo que seca las virtudes públicas y deja al individuo solo frente al Estado, produciéndose un vacío social y político que la burocracia se apresta a llenar. En las sociedades contemporáneas, de lejos mucho más individualizadas que las que Tocqueville vivió, donde los cuerpos intermedios van a menos, donde como decía Robert Putnam jugamos a los bolos a solas, estos temores parecen bien ciertos. La pérdida de valor de asociarnos y hacer cosas en común, ese vehículo artificial para superar nuestros intereses egoístas, son señales de alarma. Sin embargo, siempre ayuda la reflexión tocquevilleana de que hay tiempos pasados que no volverán y que, sea como sea el nuevo tiempo, deberá hacerse de otra manera.
Es verdad que, como buen republicano, en Tocqueville predomina una perspectiva moral exigente; es fundamental la participación en los asuntos públicos. Eso sí, el presupuesto básico de Tocqueville es que los hombres tienen un poder real de aleación en política. Su optimismo a este respecto no se extinguió jamás. Por esa fe en la condición humana ataca en sus obras cualquier determinismo que menosprecie nuestra responsabilidad individual como ciudadanos. El ejercicio de la libertad es una tensión continua entre distintas fuerzas: es una lucha contra el Estado, contra una mayoría tiránica —moderno Leviatán con disfraz democrático— y contra el hombre mismo, escindido entre su pasión por la igualdad cómoda y el ejercicio racional de su ciudadanía.
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