¿Cuál es tu pintura favorita del Romanticismo?
Publicado por Javier Bilbao
Intimidad, espiritualidad, color y tendencia al infinito, esas son las cualidades que Baudelaire atribuyó a las pinturas del Romanticismo. Ante una descripción tan certera poco más podemos añadir, salvo que algunas de ellas parecen encerrar toda una película en una sola imagen, resultando dignas de ser escrutadas durante horas. Aquí va una breve selección y quien lo desee puede añadir algún otro ejemplo.
(La caja de voto se encuentra al final del artículo)
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La dama de Shallot, de John William Waterhouse
El cine de animación de Hayao Miyazaki se caracteriza por una sensibilidad y una imaginación desbordantes y un buen ejemplo de ello lo tenemos en la encantadora Ponyo en el acantilado. Pues bien, tal como explicaba en esta entrevista, la inspiración la encontró en el cuadro que ven sobre estas líneas. Una pintura que a su vez se basa en el poeta Alfred Tennyson, que escribió en torno a la leyenda del rey Arturo. La hermosa y lánguida dama es en realidad una bruja que estaba encerrada en un castillo, bajo pena de caer en un hechizo si se asomaba por la ventana. Allí todo el santo día no hacía más que tejer y mirar el espejo, que al menos le servía de televisión. Por él conoce a Lancelot y queda enamorada hasta el punto de asomarse en su busca, el hechizo se cumple y entonces ella escapa en barca dirección a Camelot. Para cuando llega a la orilla la muerte ya la ha alcanzado y encuentran un lirio en una mano y una carta de amor en la otra. Forma parte de una trilogía junto a La dama de Shallot en busca de Camelot y Estoy cansada de las sombras, dijo la dama de Shalott.
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La destrucción de Pompeya, de John Martin
Si Waterhouse inspiró a Miyazaki, este otro inglés nacido en 1789 parece que directamente pintó pensando en las superproducciones de Hollywood. Su cuadro Fiesta de Belsasar influyó notablemente en los decorados de Babilonia que empleó D.W. Griffith en Intolerancia y el legendario creador de efectos especiales Ray Harryhausen hablaba en esta entrevista de cómo le influyeron sus cuadros e incluso cataloga a Martin nada menos que como el padre del cine moderno. ¿No recuerda esto al mismísimo Senado Galáctico? Además de la destrucción de Pompeya que ven sobre estas líneas pintó magníficas escenas como La destrucción de Sodoma y Gomorra, La séptima plaga de Egipto, Pandemonium e incluso dibujó dinosaurios en feroz combate. Puro espectáculo.
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Crimen de Castillo II, de Francisco de Goya
Cualquiera de sus pinturas negras merecería estar aquí, pero ya les dedicamos una encuesta, así que por elegir una algo menos conocida —aunque estrechamente vinculada a ellas en estilo y tema— aquí traemos esta. Se centra en el caso real de María Vicenta Mendieta, una madrileña que en complicidad con su amante y primo asesinó a su marido. En una primera obra retrató el momento del crimen, con el amante disfrazado de fraile y en esta, también llamada Interior de prisión, vemos a la protagonista abatida en su celda, esperando que se ejecute la sentencia. Una escena desoladora a la que Goya también le dedicó un capricho muy parecido.
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El Temerario remolcado a dique seco, de J. M. W. Turner
No podía faltar un atardecer, con sus tonos cálidos, sus largas sombras y su melancolía por otro día que ya se nos escapa, a la que se añade la de contemplar arrastrado hacia el desguace al buque de guerra orgullo de la marina británica, que participó en Trafalgar dando por saco a las tropas españolas. Bien mirado en realidad ya no da tanta pena… aunque para los ingleses, de acuerdo a una encuesta de la BBC, es su mejor pintura nacional. El autor acompañó la pintura con la leyenda «la bandera que desafió la batalla y la brisa ya no le pertenece».
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Pescadores en el mar, de J. M. W. Turner
Aquí tenemos de nuevo a Turner en una escena marítima en la que la luz juega un papel fundamental, esta vez con unos pescadores navegando iluminados por la luna.
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El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar David Friedrich
Si tuviéramos que anunciar en televisión la obra de este pintor el título podría ser «Los paisajes que emocionaron a Hitler», pero un artista no merece ser condenado por sus admiradores. Nacido en Dresde en 1774, por la época, temperamento y estilo es inequívocamente romántico. Sus pinturas son extraordinariamente evocadoras e incluso han sido descritas como metafísicas. De hecho esta imagen ha sido empleada como portada en algunos libros de Friedrich Nietzsche y la asociación resulta todo un acierto, pues como es sabido encontraba la inspiración dando largos paseos por el monte y la pintura en sí misma parece evocar su filosofía. Pero en realidad el personaje del centro es el propio pintor, contemplando suponemos que extasiado un grandioso paisaje a sus pies.
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Mar de hielo, de Caspar David Friedrich
Aquí tenemos otra pintura del mismo autor, que en un primer vistazo recuerda inevitablemente a la Fortaleza de la Soledad. Los paisajes helados suelen transmitir armonía y paz, pero aquí las formas afiladas del hielo resultan hostiles y su amontonamiento sugiere un violento choque, al que el barco (el HMS Griper, famoso en su tiempo por una expedición a Groenlandia, pero que no naufragó) ha sido incapaz de resistir y está a punto de hundirse, asomando levemente su popa a la derecha. Tal vez el aspecto amenazador de la obra esté relacionado con el episodio que el autor vivió en su infancia, cuando se hundió en el hielo y su hermano murió ahogado al rescatarlo. El cuadro está muy relacionado con una pintura encargada por la zarina de Rusia, El naufragio de El Esperanza, hoy perdida y se inspira en un esbozo del deshielo del río Elba que pintó el autor unos años antes.
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Experimento con un pájaro en una bomba de aire, de Joseph Wright
Este cuadro de excepcional realismo formalmente es etiquetado como neoclasicismo y su autor era un ilustrado que quería dar a la ciencia el protagonismo y la seriedad que hasta entonces había tenido la religión. Vale, de acuerdo. Pero fíjense bien… ¡Todo en él es puro Frankenstein! Los aquelarres que pintaba Goya eran menos tenebrosos que este experimento científico que nos tememos que acabará invocando a fuerzas ignotas del más allá.
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La libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix
Una obra que no necesita presentación, y menos en estos días.
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El beso, de Francesco Hayez
El romanticismo sentía predilección entre otras cosas por la época medieval, por el amor apasionado y por los movimientos nacionalistas. Esta pintura encarna las tres cosas, pues según han interpretado algunos sería una representación simbólica del Risorgimento, que desembocaría en la reunificación de Italia.
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La catedral de Salisbury vista a través de los campos, de John Constable
Este cuadro de 1831 tan recargado nos muestra el turbulento estado de ánimo de su autor, que había quedado viudo poco antes. El hecho de que añada un arcoíris podría indicar que no le sentó mal del todo… aunque al representar a la catedral debajo probablemente quería expresar su esperanza en que algún día, de alguna manera, uno podrá reencontrarse con los seres queridos que perdió.
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La pesadilla, de Johann Heinrich Füssli
Fue pintada en 1781, en plena Ilustración, pero ya adelanta los temas del romanticismo: su gusto por lo irracional, misterioso y sensual. La joven yace en una postura de entrega muy sugerente y vulnerable, pero en un fuerte contraste un extraño demonio está sentado sobre ella dando a la escena un aire opresivo, que para rematar incluye un caballo fantasmal metiendo la cabeza. El autor creó una segunda versión bastante menos lograda una década después.
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