Elvira Lindo
Por mi culpa
Nuestros mayores nos dijeron que la vida era un valle de lágrimas. Nosotros, como venganza, quisimos educar a nuestros hijos haciéndoles creer que la vida era un parque de atracciones. Lo bueno que tenía el partir de una expectativa tan baja, el célebre valle de lágrimas, era que las criaturas nos lanzábamos al mundo con la idea de que todo sería cuesta arriba, de tal manera que la vida, finalmente, resultaba ser una grata sorpresa y nosotros podíamos reservarnos una dosis de rencor, que siempre gusta, hacia quien nos había inoculado la idea de que la alegría siempre es un sentimiento que ha de ser castigado. El influjo del valle de lágrimas perdura. La felicidad carece de prestigio intelectual. No verán ustedes un escritor que declare su alegría abiertamente: unos dicen sufrir por el mundo desde que se levantan; otros, más sinceros en el fondo, sufren sin descanso por su obra, y los terceros, entre los que reconozco que me encuentro, jamás confesaremos nuestra dicha por terror a perderla. Soy de las que no declaran su felicidad por no ofender a los infelices y no manifiesto mi tristeza porque siempre encuentro personas con más derecho a quejarse que yo. Miedos, supersticiones, inseguridad. De cualquier manera, hay momentos en que me parece mucho más peligroso hacer creer a un niño que la vida, esa incógnita, será un parque de atracciones. Nuestros padres desconocían que existiera una "psicología infantil"; nosotros, en cambio, hemos querido darle un cuerpo teórico a la educación de nuestros hijos y nos está fallando la práctica. A menudo, escucho a los padres de ahora que lo importante es reforzar la autoestima del niño. Hay, en el mismo instante en que usted lee este artículo, cientos de miles de padres españoles reforzándoles la autoestima a sus niños; es decir, haciéndoles ver que son guapos cuando no lo son tanto; que son listos, cuando está por ver; que se lo merecen todo, cuando no han demostrado nada. El problema es que una vez que las criaturas hayan de convivir con otros niños se enfrentarán al hecho de que nadie les alaba tanto como sus padres y, a menudo, sus desproporcionadas expectativas se verán frustradas. Los padres, angustiados con la decepción de un niño que encuentra que la vida no es un permanente parque en el que se tiene derecho a ticket para todas las atracciones, reaccionarán reforzando más si cabe la dichosa autoestima. Como resultado, no es infrecuente encontrarse con chavales rebosantes de autoestima e infelices por no encontrar un mundo a su altura. Hace tiempo que vengo dándole vueltas a esto. La psicología barata ha hecho mucho daño poniendo el acento en el yo: hay que aprender a quererse a uno mismo, librarse de la culpa. Parece que se busca un tipo de persona que sólo se preocupe por satisfacer sus deseos. Por fortuna, hay otras corrientes que entienden que lo que el individuo necesita es hurgar menos en su interior y estar más atento a lo que ocurre en el mundo. Pensé en todo esto al ver esta semana la bronca agresiva y desproporcionada que los estudiantes de la Complutense le organizaron al rector Berzosa. ¿Cuáles eran las reivindicaciones que con tanta furia reclamaban? Por lo que leí, una de las cuestiones que más alteraron los ánimos era el hecho de que los colegios mayores pasaran a ser mixtos. Que conste que lo leí varias veces porque no daba crédito que semejante reivindicación provocara tan enconada protesta. Por un lado, yo, personalmente, jamás le hubiera puesto una sola pega a compartir mi estancia universitaria con personas de otro sexo (¡al contrario!); por otro, ¿es eso de verdad tan importante? ¿Han mirado esos estudiantes lo que ocurre más allá del campus? Ellos que, supuestamente, serán los encargados de sacar a España de su laberinto, ¿saben a cuánto asciende la cifra del paro o han sopesado cuál es la relevancia de su problema en comparación con los que sufren aquellos que están en el lado sombrío de la calle? Detesto a la masa enardecida, me da miedo, me hace sentir pequeña como una hormiga y como carezco de agresividad y soy cobarde sé que siempre llevaré las de perder; pero más miedo aún me da la masa que grita por reclamar algo que no merece un grito. Por unas causas o por otras, en España se está imponiendo la costumbre de que una masa organizada vocifere para impedir que un individuo se exprese; para colmo, la vanguardia de este numerito que ya empieza a convertirse en una tradición española se está cociendo en la universidad. Se trata de negarle la palabra a quien no piensa como nosotros. Lo confieso, me declaro un bicho raro. No me importa escuchar a mi adversario, quiero sentirme culpable cuando tenga razones para ello, deseo tener la valentía de arrepentirme si hago daño, y cuando mi neurosis no me deje dormir por un asunto en realidad banal intentar no perder de vista el valor de lo que poseo. Hay un momento en Broadway Danny Rose, de Woody Allen, que me pareció una reflexión valiosa e infrecuente sobre esta época de avasalladoras autoestimas que vivimos. El representante de actores que interpreta Allen en esa película dice (más o menos): "¿Cómo no vamos a tener sentimiento de culpa? ¡Claro que hay que tenerlo! ¿Qué ocurriría entonces con todas las atrocidades que el hombre ha cometido?".
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