Cuando Ortega y Gasset vio por primera vez a aquel mozo alto, rubio, de tez blanca y ojos azules, le dijo: “Usted es celta. ¿Dónde nació?”. “En Boal, junto al río Navia”, contestó Carlos. “¿Ve? No me equivoco nunca”. En la vieja casa familiar había descubierto muy niño las obras de Zorrilla y de Campoamor, su paisano, y rompió a escribir miméticamente cual si fuera un muchacho de la época de la Restauración.
Pasó después, en los años del bachillerato ovetense, a la admiración por Rubén y el Modernismo. Y, al fin, Madrid: Dámaso Alonso, maestro cercano en la Universidad, y la casa y la amistad íntima de Vicente Aleixandre abiertas de par en par. En su cenáculo poético iba a encontrarse con Valverde, Gaos, Nora, Blas de Otero...
Entre las ruinas de la guerra civil la poesía se había refugiado mayoritariamente en el garcilasismo: formas clásicas, un simbolismo desleído y una religiosidad sentida o soñada. Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, y Sombra del Paraíso, de su amigo Aleixandre, fueron en 1944 “un viento huracanado capaz de barrer de un golpe el amanerado mundo de exquisiteces” (Eugenio de Nora).
Comenzaron a aparecer, audaces, los poetas sociales; junto a ellos quienes, atentos al hombre en su circunstancia concreta, producían una escritura realista, y, en fin, los que, como Bousoño, enraizados en una preocupación ética, se esforzaban en crear una poesía existencialista, buscando una salida para la angustia del vivir.
Creyó Bousoño encontrarla en una dimensión religiosa acentuada en sus dos primeros libros, Subida al amor y Primavera de la muerte. De manera sucesiva cantó en Noche del sentido la realidad contemplada desde la nada o desde la muerte y, al mismo tiempo, la realidad captada en un instante fijo, lo que producía la Invasión de la realidad. El verdadero protagonista de los versos era entonces el tiempo, y los poemas se movían entre la oda o el himno y la elegía. Su ética cívica le hacía escribir: “Tú, España, eres de cosa / rota en el aire de una vida quieta. / Cómo no amarte. Cómo no quererte”.
Entretanto, el Bousoño profesor reflexionaba sobre la teoría poética y publicaba obras absolutamente pioneras en el panorama español, como Teoría de le expresión poética o La poesía de Vicente Aleixandre. Al hilo de esas reflexiones cambió su estilo de escritura y la poesía misma. Del estrofismo lineal que encauzaba la emoción en el ritmo a una complejidad expresiva que nos sorprendía en Oda a la ceniza o Las monedas contra la losa. El análisis se hacía contemplación.
Era Bousoño el académico más antiguo de la Real Española. Todos los jueves formaba grupo invariable con Nieva, Brines y Claudio Rodríguez. Todos ellos siguieron de cerca durante un tiempo la ilusión de Claudio por escribir un largo Poema de senectute que, tras varios intentos, abandonó para adelantarse en la despedida. Carlos fue adentrándose poco a poco en la niebla. Se nos ha ido dejando aquí una obra poética y de magisterio teórico y crítico de primer orden.
Víctor García de la Concha es director del Instituto Cervantes.
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