Cuando la ciencia es la historia: The Martian y kerbales
Publicado por Roger Senserrich
Andy Weir no tenía un plan.
El escritor de The Martian, novela convertida ahora en taquillazo de Ridley Scott y Matt Damon, empezó a escribir la historia sin saber cómo iba a acabarla. La idea de Weir era explicar una historia sobre las desventuras de Mark Watney, un astronauta varado en Marte después de que sus compañeros de expedición lo dejen atrás accidentalmente huyendo de una tormenta. Watney se enfrenta a la enorme tarea de sobrevivir en un planeta totalmente hostil utilizando solo los recursos a mano, ciencia y su enorme creatividad. Los responsables de la NASA mientras tanto, a millones de kilómetros de distancia, deben ingeniárselas para rescatar a su náufrago de la superficie de Marte.
La premisa de la historia es, por lo tanto, simple. Es una novela sin antagonistas, sin batallas, sin enemigos malvados ni tierras que conquistar, ni siquiera conflictos interpersonales. El conflicto es el de un hombre contra la naturaleza, y las únicas reglas son las leyes de la física.
La belleza de The Martian es que el autor toma un punto de partida y deja que la ciencia sea quien guíe la historia. Ambientada en un futuro cercano, la misión que ha llevado a Watney a Marte está cuidadosamente diseñada utilizando tecnologías cercanas o plausibles. Los recursos al alcance del protagonista son escasos, limitados y sin ningún tipo de cachivache mágico o superciencia. Nada de reactores de fusión, hiperespacio, radios hiperlumínicas o motores con empuje imposible. En el mundo de Watney la energía disponible depende de lo que pueda sacar de sus paneles solares, los viajes interplanetarios se miden en meses, los mensajes a la tierra llegan con veintidós minutos de retraso y las naves necesitan cada gota de carburante que tienen a mano para poder entrar y salir de órbita sin estrellarse o perderse en el espacio. Es un universo sin atajos, esclavo de los recursos escasos y la férrea lógica de gravedad, inercia, vectores y trayectorias orbitales. La restricción malthusiana hecha novela de ciencia ficción.
Watney, para empezar, tiene que ingeniárselas para conseguir comida. En su refugio en las desoladas planicies de Marte el náufrago tiene suministros para alimentar a seis personas durante un par de meses. Haciendo números, los alimentos pueden durar casi un año, racionando bien y conservando energía. El problema es que la siguiente misión no estará lista hasta dos años después, y cualquier envío de suministros desde la Tierra necesita al menos cuatrocientos días entre preparación y viaje. Watney está también incomunicado con el resto del mundo tras el temporal, así que debe encontrar una manera de contactar con una NASA que le cree muerto. Necesitará también agua y energía, mantener los generadores, purificadores de aire y demás equipo en marcha, y hacerlo todo solo, sin ayuda, con la esperanza de que alguien venga a buscarle antes de que algo falle de forma catastrófica.
Como toda historia sobre ingeniería, por supuesto, las cosas no acostumbran a salir bien de forma automática. Tanto Watney como la NASA están intentando hacer cosas fuera de los parámetros habituales de diseño de la tecnología empleada, y la novela, para su crédito, no duda en hacer que las cosas salgan mal. Murphy, al fin y al cabo, era un ingeniero aeroespacial, así que hay cosas que explotan, se doblan, rompen o cuelgan precisamente cuando no deberían hacerlo, siempre por buenos motivos. En todo momento son la ciencia y la ingeniería las que dictan la historia, no deus ex machina salidos de ninguna parte. Toda acción y proyecto requiere una base empírica sólida, cada decisión es un riesgo calculado, y toda nueva crisis se deriva de algo que podría salir mal.
The Martian es además una de esas inusuales ocasiones en que un libro y una película se complementan. La novela es entretenida, mordaz y con un ritmo excelente. Cada paso, cada decisión, viene acompañada de la cantidad exacta de explicaciones científicas para ser comprensible y preocupadas conversaciones entre ingenieros para entender los riesgos.
La película no elimina la exposición científica, pero la reduce considerablemente. Ridley Scott sabe que su fuerte no es poner a actores explicando ecuaciones sobre dinámicas orbitales en pantalla, sino dar un espectáculo visual. Todo lo que en el libro falta de grandeza expositiva y panorámicas de Marte a escala, el film lo tiene a espuertas. La historia se basta y se sobra para ser emocionante por sí sola, así que el director, sabiamente, deja que sea la épica visual y las caras de tensión del (estupendo) reparto los que apoyen la trama, no complicados diagramas científicos. Sigue siendo comprensible y los frikis podrán salir del cine señalando con devoción cómo (casi) todo lo que sale en pantalla es científicamente correcto, no como en Gravity.
Cuando leí la novela, hace un par de años, no pude evitar compararla con otro producto de entretenimiento publicado casi a la vez que The Martian, y que parte de unos principios casi idénticos: Kerbal Space Program (KSP). La idea detrás de KSP es poner al jugador al mando del programa espacial del planeta Kerbin, intentando llevar a los kerbales a conquistar su sistema solar.
Para aquellos que llevan jugando a simuladores en PC desde hace tiempo, la idea de KSP no les parecerá especialmente novedosa. Allá en los años noventa, Microsoft publicó un glorioso (y desalmadamente difícil) simulador de vuelo espacial llamado Microsoft Space Simulator. KSP es, en cierto modo, la reencarnación del viejo programa de Microsoft (y otro, aún más antiguo, de Interplay), pero adaptado a sensibilidades modernas: es mucho más rápido, vistoso, directo y fácil de entender, y a la vez otorga una enorme cantidad de opciones al jugador para diseñar naves, planificar misiones y enviar kerbales al espacio.
Vaya por delante: en KSP hay explosiones. De hecho, hay muchas explosiones. Todos los cohetes, motores, depósitos, cápsulas, estabilizadores, generadores, paneles solares, válvulas, soportes, toberas, reactores y lucecitas a disposición de los heroicos kerbales tienen valores de peso, resistencia y empuje, y todos interactúan entre ellos siguiendo las normas de la física. Como en The Martian, en KSP no hay tecnología mágica; las naves que construimos deben tener una estructura medianamente sensata, y los planes de vuelo, maniobras y demás siguen estrictamente la misma lógica que una misión en el espacio real.
A efectos prácticos, esto quiere decir que la primera vez que intentemos poner una nave en órbita es posible que no llegue. De hecho, es muy probable que el cachivache acabe explotando cerca de la plataforma de lanzamiento, tras que descubramos con horror la necesidad de crear cohetes con algo parecido a simetría y equilibrio estructural. El segundo intento seguramente acabará con el cohete haciendo una bonita trayectoria balística suborbital antes de estrellarse contra el suelo. El tercero quizás acabe en algo parecido a una nave en el espacio, aunque demasiado cerca de la atmósfera para orbitar. Tras una hora de intentos, quizás hayamos sido capaces de colocar un satélite de diez kilos dando vueltas a Kerbin en un ángulo más o menos aleatorio, pero sin combustible suficiente para conseguir que vuelva. La sensación de éxito tras conseguir que tu primer cachivache espacial vuelva a casa sin dejar un cráter humeante es enorme, y es solo el primer paso en una epopeya espacial personal.
Pongamos, por ejemplo, la épica historia de Jeb y mi primera misión tripulada a Mun, la luna de Kerbin. Tras varios intentos con sondas robóticas, mi lanzador Poldavia Mk.IV finalmente era capaz de llevar dos toneladas de carga a la órbita de Mun y devolverla, una vez eliminados los pequeños problemas del menos estable Mk.III y su tendencia a desintegrarse al separar la segunda etapa. Jeb, junto a otros dos aguerridos kerbales, iban a llevar a cabo mi primer amunizaje, utilizando un sistema de dos naves parecido al programa Apolo.
La misión empezó bien. El despegue fue limpio, utilizando la cantidad mínima de combustible para ponerme en órbita. El ángulo fue casi perfecto, así que el escape de la órbita de Kerbin hacia Mun fue sencillo y me dejó en un ángulo en el que apenas tuve que utilizar carburante para frenar y orbitar en el satélite. Los problemas empezaron cuando Jeb se metió en el módulo munar Politikon Mk.I y descubrió con horror que los ingenieros quizás habían ahorrado demasiado peso en combustible. La nave tenía suficiente hidrógeno para aterrizar en Mun sin dejar un cráter humeante, pero no para volver a la órbita munar sin sudar tinta en el proceso.
Fue entonces cuando todo empezó a salir mal. El amunizaje resultó ser un poco más duro de lo esperado, con Jeb cargándose una de las patas de aterrizaje al ser demasiado tacaño en el frenado. Enderezar la nave costó precioso combustible y una trayectoria oblicua que imposibilitó una órbita decente. El Politikon Mk.I acabó cerca de una órbita polar, lejos del módulo de mando, y sin combustible para volver a la Tierra por sí solo. La Poldavia, sin suficiente combustible para ir a buscar a Jeb, tuvo que volver a casa, mientras en Kerbin los ingenieros se apresuraban a preparar una misión de rescate.
En KSP las naves tienen un suministro de oxígeno ilimitado, afortunadamente, ya que la misión de rescate resultó ser más complicada de lo que era de esperar. Para empezar, lo de viajar a Mun requiere habilidad, pero solo hasta cierto punto. Lo que es realmente difícil es hacerlo entrando en una órbita determinada, no en una línea aleatoria salida de tirar naves al espacio al tuntún. Tras varias misiones de rescate fallidas en que nadie consiguió acercarse a Jeb, finalmente conseguí poner a un Poldavia Mk.VI (la HMS Escorbuto) a tiro de mi astronauta a la deriva. El segundo problema es que acoplar naves en el espacio es muchísimo más difícil de lo que me había imaginado, especialmente cuando una de las dos está seca de carburante. La Politikon sufrió algo más de abolladuras en este primer encuentro, dejando a Jeb flotando en la inmensidad del espacio y sus rescatadores volviendo a la tierra derrotados. Fue en el quinto intento cuando el HMS Pequeño Nicolás consiguió rescatar a Jeb y devolverlo a Kerbin, amerizando de mala manera en medio del Ártico.
En cierto sentido, KSP es una especie de generador de películas de The Martian interactivo, solo que con alienígenas adorables. Es un videojuego abierto, sin más trama que los proyectos que uno se autoimponga o los contratos que uno acepte. Las historias salidas de cada misión son pequeños clásicos de la ciencia ficción cotidiana, una especie de The Right Stuff interactivo. Como todo juego difícil basado en reglas complicadas, duras y firmes, cada paso adelante es un éxito, y cada rescate arriesgado, misión a otro planeta o descubrimiento representa un triunfo. Hay muy pocos juegos, poquísimos, que dejen una sensación de victoria más completa que el KSP. Es la sensación de cumplir un reto, de superar un obstáculo complejo a base de ciencia, esfuerzo y una tolerancia considerable a perder astronautas en horribles explosiones de vez en cuando.
The Martian, tanto la película como la novela, y KSP funcionan como historias, como narrativas, porque nos recuerdan un instinto que todos tenemos, aunque sea casi olvidado. Es ese instinto de ver una colina, a lo lejos, y decidir que queremos ir a la cima por el simple hecho de que está ahí, esperándonos. Es ese instinto de querer sobrevivir a toda costa, contra cualquier adversidad. Y es ese instinto de que nunca vamos a dejar nadie atrás, no importa lo difícil que sea el rescate.
Si echáis de menos un programa espacial, conquistar tierras desconocidas o construir naves con Tente/Lego, no sé a qué estáis esperando.
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