Siri Hustvedt, el destino de las mujeres en el arte
Por Emma Rodríguez © 2014 /
“Siento mi casa como una trampa”, llegó a decir Louise Bourgeois, quien en un dibujo de su serie Femme Maison, convierte la cabeza de una mujer en una casa por una de cuyas estancias asoma un pequeño brazo. Ese gesto, más que un saludo, parece estar pidiendo ayuda o haciéndonos partícipes de una situación de encierro, de opresión. Ese gesto podemos interpretarlo como una denuncia del sometimiento de tantas mujeres obligadas a cumplir con reglas, con códigos de conducta impuestos, sin tener en cuenta sus deseos, de tantas mujeres silenciadas a lo largo de la Historia.
No he podido dejar de pensar en la creadora francesa y en su obra desde que descubrí a Harriet Burden, la artista que protagoniza El mundo deslumbrante, la última novela de Siri Hustvedt. La autora cita más de una vez a Bourgeois y en la obra de Burden también aparecen muchas casas y ventanas a través de las que mirar hogares en miniatura, perturbadores fragmentos de cotidianidad, así como esculturas hechas con telas. Ha sido inevitable pensar en ella, pero también en la fotógrafa Diane Arbus, que comparte con el personaje inventado la fascinación por los seres monstruosos, o en las extrañas metamorfosis y búsquedas de Francesca Woodman. Cada cual encontrará sus propias referencias, más o menos acertadas, porque Burden remite a muchas otras mujeres, mujeres artistas, exploradoras de sus territorios interiores, capaces de tomar la temperatura a sus pulsiones escondidas, a sus emociones, a sus carencias, con los pinceles, con la cámara fotográfica, con todas esas herramientas capaces de construir paisajes paralelos.
Sin duda Hustvedt tomó retazos de unas y otras, de aquí y de allá, para perfilar el retrato de un ser complejo, contradictorio, fuerte y vulnerable a la vez. Ella es el centro en torno al que todo gira en esta novela original, apabullante en ocasiones por todas sus aperturas y vertientes, por todos los campos, géneros y conocimientos que despliega. A través de Burden, Hustvedt nos habla del mundo del arte y de sus prejuicios antifemeninos, de la distinta percepción y valoración de la obra dependiendo del rostro, del género, de quien esté detrás.
“Todas las creaciones intelectuales y artísticas, incluso las bromas, las ironías o las parodias, tienen mejor recepción en la mente de las masas cuando éstas saben que en algún lugar detrás de una gran obra o de un gran engaño se encuentra una polla y un par de pelotas”, leemos ya en el primer párrafo de la novela. No puede quedar más claro cuál es el punto de partida. La manera de expresarlo es, sin duda, provocadora, contundente, feroz, pero no se nos está diciendo nada que no sepamos. ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? es el célebre interrogante planteado por la teórica y crítica de arte Linda Nochlin, un interrogante que marcó un antes y un después en el devenir del arte hecho por mujeres, al poner de manifiesto, sin ambigüedades, hasta qué punto se ha dado a lo largo de la Historia una ocultación intencionada, una infravaloración consentida, por parte del discurso masculino del poder, de los códigos y estereotipos establecidos.
Sin duda Siri Hustvedt tomó retazos de unas y otras artistas, de aquí y de allá, para perfilar el retrato de Harriet Burden, un ser complejo, contradictorio, fuerte y vulnerable a la vez. Ella es el centro en torno al que todo gira en esta novela original, apabullante en ocasiones por todas sus aperturas y vertientes, por todos los campos, géneros y conocimientos que despliega. A través de Burden Hustvedt nos habla del mundo del arte y de sus prejuicios antifemeninos.
Ahí es donde se ha situado Siri Hustvedt para plantear el discurso de fondo de El mundo deslumbrante, título que toma de quien es la heroína de Harriet Burden, Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle, que vivió en el siglo XVII, fue autora de obras de poesía, narrativa y filosofía natural, pero no obtuvo más que la ignorancia de la sociedad de su tiempo, una sociedad que la consideraba una extravagante. Con ella, con su deseo de ser comprendida por la posteridad, se identifica la protagonista, que en un momento dado, se pone a citar con disgusto los nombres de otras creadoras que “el mundo había despreciado, suprimido u olvidado”. Así: Artemisia Gentileschi, “cuya mejor obra le fue atribuida a su padre”; Judith Leyster, “admirada en su día para luego ser borrada del mapa y atribuir sus cuadros a Frans Hals”; Camille Claudel, cuya reputación fue “devorada totalmente por la de Rodin” y Dora Maar, de la que Burden dice que su gran error fue “follarse a Picasso”, lo cual “eclipsó sus brillantes fotografías surrealistas”.
Aquí, un inciso para apuntar lo mal parado que sale en la novela el pintor malagueño, un genio que “se desayunaba a la gente cruda” y que disfrutaba torturando a las mujeres. “El “Rey de la Confianza en Sí Mismo, un talento monumental, henchido de arrogancia, cuyos garabatos en las servilletas de un bar hoy valen más de lo que puedas ganar en toda la vida...”, escuchamos de boca del personaje del periodista Oswald Case, quien sostiene que el artista que no sea capaz de seducir a la gente no tiene la más mínima posibilidad”.
En otro pasaje, se hace referencia a creadoras contemporáneas como “la extraordinaria Alice Neel”, que “estuvo trabajando sin parar y nadie le prestó demasiada atención hasta que cumplió los setenta años”, al igual que la ya citada Louise Bourgeois. Se alude a los casos de Eva Hesse, cuyo prestigio fue creciendo con el paso de los años, pero que en vida “siempre se quejó de que su obra no recibía la misma atención y seriedad que la de sus colegas masculinos”, o de Lee Krasner, eclipsada por su marido, Jackson Pollock.
Consciente de los indudables logros del movimiento feminista, la escritora nos remite al pasado, pero también nos habla de un presente que no ha acabado de desprenderse de todas esas rémoras pese a la cada vez mayor presencia femenina en el panorama artístico, un presente en el que las presiones a las que se ven sometidas las mujeres siguen siendo llamativas. Y podemos hablar del ninguneo, de la condescendencia, de la catalogación de la obra como excesivamente sensible o sentimental. La prolongación de ese tan manido “los hombres no lloran”.
“El mercado del arte”, pone en boca de uno de sus personajes, la crítica Rosemary Lerner, “ha estado ocupado en su mayor parte por hombres. Y cuando se les ha hecho un hueco a las mujeres ha sido para corregir olvidos pasados. Es interesante notar cómo no todas, pero muchas mujeres, recibieron un merecido reconocimiento sólo cuando ya habían dejado de ser objetos sexuales deseables”.
Consciente de los indudables logros del movimiento feminista, la escritora nos remite al pasado, pero también nos habla de un presente que no ha acabado de desprenderse de todas esas rémoras pese a la cada vez mayor presencia femenina en el panorama artístico, un presente en el que las presiones a las que se ven sometidas las mujeres siguen siendo llamativas. Y podemos hablar del ninguneo, de la condescendencia, de la catalogación de la obra como excesivamente sensible o sentimental.
Lerner constata que “aunque el número de mujeres artistas se ha disparado, no es ningún secreto que las galerías neoyorquinas exponen bastantes menos obras de mujeres que de hombres”, pese a que la mitad de galerías de arte están dirigidas por mujeres. Indica que el panorama no mejora en los museos ni en las revistas especializadas en el tema. “Cada mujer artista se enfrenta a la insidiosa propagación de un statu quo masculino. Casi sin excepción, el arte realizado por hombres es mucho más caro que el realizado por mujeres. Los dólares lo dicen todo…”.
Aunque parezca que hablamos de un ensayo, y aunque a ratos se aproxime bastante al género, estamos inmersos en una novela, en una poderosa “novela feminista”, como la ha definido recientemente la escritora Marta Sanz, que tiene como protagonista a una artista. Una artista que representa todo lo expuesto anteriormente y que consigue, a través de la fuerza de la ficción, acercarnos a la situación de una manera más eficaz que cualquier análisis o estudio, desde la complicidad y la empatía con Harriet Burden, esa mujer casada con un poderoso coleccionista, que, pese a su talento, pasa totalmente desapercibida como artista. Nadie valora su trabajo, ni siquiera su propio marido, y a la muerte de éste, en plena madurez, decide llevar a cabo el experimento de esconderse como creadora tras la fachada de tres artistas masculinos que se prestan al juego.
Bajo el título de Enmascaramientos, la protagonista idea tres series: La historia del arte occidental, bajo el nombre de Anton Tish; Las habitaciones de la asfixia, de Phineas Q. Eldridge, y Debajo, firmada por el ya famoso Rune, un personaje post-Warhol, ambiguo, lleno de aristas, malévolo, que es quien introduce el elemento dramático en la historia y tuerce el objetivo final del experimento: la venganza que Burden quiere llevar a cabo al revelar su identidad y poner de manifiesto los prejuicios existentes contra las mujeres, a lo que se añade su demostración del funcionamiento y la falta de objetividad de las percepciones, haciendo hincapié en la importancia que se concede a elementos externos, que nada tienen que ver con la calidad de la obra de arte; por ejemplo, la juventud, valor en alza, o la adscripción a determinadas corrientes o discursos de moda.
La historia que nos cuenta Siri Hustvedt resulta interesantísima, pero si a ello sumamos el modo en que esa historia es contada, la novela resulta apasionante. La escritora se inventa a una artista y reconstruye una biografía a la manera en que cualquier biógrafo se adentra en su objeto de estudio. ¿Existió realmente?, llegamos a preguntarnos para pronto llegar a la conclusión de que eso es lo de menos. Nuestra investigadora-narradora se llama I. V. Hess y es quien va tirando de todos los hilos cuando descubre la personalidad y el experimento de Harriet Burden. Atraída por la artista, ya fallecida, decide escribir un libro sobre ella.
Esta novela es un campo absolutamente abierto, una pieza múltiple que adquiere, por momentos, la forma de una biografía, de un ensayo, con notas a pie de página incluidas, o de una crónica periodística. A través de su personaje principal, una mujer inteligente, inquieta y muy culta, la escritora nos habla de arte, de literatura, de filosofía, de Historia, de psicología, de neurociencia… Imposible dar cuenta de todo lo que abarca, de todas las puertas que nos va abriendo este trayecto que a veces nos obliga a parar la lectura para recobrar el aliento por su densidad, por su acopio de ideas, de conocimientos.
Siri Hustvedt despliega con acierto el juego de los puntos de vista, los distintos planos desde los que se interpretan la vida y las acciones de Harriet Burden. Hay múltiples identidades de la artista, algo que está en la base de su personalidad y que define su obra; pero, al mismo tiempo, su retrato se modifica según quien la mire: el hijo, la hija, la amiga, el amante… Entre todos la reinventan y todos van reinterpretando su relación con ella través de lo que revelan los diarios que dejó escritos y que, sin duda, son los que dotan de más peso e intensidad a una obra que es, finalmente, un soberbio diálogo a varias voces sobre la vida. La propia narradora nos dice: “El relato que emerge de esta antología de voces es íntimo, contradictorio y debo admitir algo extraño”.
Esta novela es un campo absolutamente abierto, una pieza múltiple que adquiere, por momentos, la forma de una biografía, de un ensayo, con notas a pie de página incluidas, o de una crónica periodística. A través de su personaje principal, una mujer inteligente, inquieta y muy culta, la escritora nos habla de arte, de literatura, de filosofía, de Historia, de psicología, de neurociencia… Imposible dar cuenta de todo lo que abarca.
Tras estas palabras vemos agazapada a la escritora, que incluso llega a incluir su nombre en un listado de referencias de Harriet. Son muchos los momentos en los que creemos encontrar pistas sobre su propio proceso creativo, sobre sus curiosidades intelectuales, sobre esas lecturas favoritas que pasa a su protagonista. Hay ocasiones en las que nos preguntamos hasta qué punto ella misma no ha tenido que luchar con ahínco para no verse eclipsada por su compañero de vida y de vocación, el escritor Paul Auster.
El retrato del mundo del arte no puede ser más demoledor. “Esa pústula ambulante, adinerada y endogámica, compuesta de personas que compran y venden objetos estéticos”, dice la protagonista, quien, a través de su marido, ha conocido esos ambientes de primera mano, sin sentirse nunca del todo integrada. Las mentiras y montajes en torno al arte, la celebridad, el éxito, el dinero como prioridad, el artista como producto…
De todo esto habla una novela que, en el fondo, critica mordazmente las sociedades materialistas en las que vivimos (“este mundo en el que debes participar en el juego de ganadores y perdedores es tan agotador, tan desquiciante, tan humillante...”, dice Maisie, la hija de Burden). La sociedad neoyorquina en concreto, el modo en el que los atentados del 11 S influyeron en la población, también adquieren un significado especial en una narración que habla todo el rato de transformaciones y dibuja un presente en permanente cambio, donde las tragedias que remueven las conciencias en el momento en que se producen son utilizadas después para manipular a las poblaciones y se olvidan sin dejar ninguna huella, ningún aprendizaje, cuando se recupera el vacío y las mezquindades del día a día.
Recaba todo tipo de informaciones; habla con los hijos de la artista, con su último y gran amor, Bruno Kleinfeld, con sus amigos cercanos, con críticos y coleccionistas… Analiza el trabajo, los distintos disfraces y “alter egos” de Burden y lee los reveladores y perturbadores diarios que dejó escritos, diarios que, según confiesa, le producen “fascinación, provocación y frustración”. Cada descubrimiento le va llevando a otros que le permiten ahondar en los anhelos, los temores y secretos de su biografiada. Quiere saber más de los artistas que le sirvieron de máscaras y que, de un modo u otro, se vieron afectados por la relación, por el experimento. Así, de ese modo, se van armando los fragmentos de un puzzle en el que se siente atrapada y con el que consigue atraparnos sin remedio.
La sociedad neoyorquina, el modo en el que los atentados del 11 S influyeron en la población, adquieren un significado especial en una narración que habla todo el rato de transformaciones y dibuja un presente en permanente cambio, donde las tragedias que remueven las conciencias en el momento en que se producen, son utilizadas después para manipular a las poblaciones y se olvidan sin dejar ninguna huella, ningún aprendizaje, cuando se recupera el vacío y las mezquindades del día a día.
Es, en todos los sentidos, El mundo deslumbrante una novela ambiciosa que nos retrata como individuos, como colectividad. Siri Hustvedt nos habla de la identidad, de las múltiples personalidades que albergamos, de los secretos y las traiciones, de la violencia contenida, del sexo y sus perversiones. En este texto os he contado aspectos, sin duda, sustanciales de la obra, pero sin desvelar sus grandes tesoros, porque tenéis que descubrirlos en vuestras particulares lecturas. Sólo os diré que a mí me han cautivado personajes como el de Ethan Lord, el hijo de Burden, un niño diferente, distante, que gracias a los cuentos que le contaba su madre de pequeño se convierte en un escritor que arremete contra los privilegios de su clase. Me ha conmovido la relación entre la artista y Bruno, un gran amor en el ocaso de sus vidas. Y me han atraído especialmente los cuadernos, esos diarios encabezados con las letras del abecedario en los que la protagonista se confiesa, se explora, desnuda sus sentimientos y emociones. Ahí están los deseos ocultos, reprimidos, el germen de los miedos, las heridas al descubierto, los sentimientos reprimidos, las culpas, las carencias, la soledad, la necesidad de afecto. Avanza muy hacia adentro esta novela; muy atrás, hacia la infancia, cómplice de los recursos del psicoanálisis.
Ahí está la necesidad de crear, la elevación, ese grado sublime que ciertos artistas alcanzan. Nada que ver con la mentira, con el cinismo. La verdad y la belleza que iluminan. La verdad y el consuelo que ciertas obras nos siguen proporcionando. Ahí está la energía furiosa de Harriet Burden, su tejido emocional hilado a través de sus laberintos, de sus espacios claustrofóbicos, de sus personajes gigantescos, de su última “criatura materna del Mundo Deslumbrante”, de nombre Margaret, en honor a su heroína, la duquesa de Newcastle, con una cabeza en la que caben todo tipo de figuras diminutas. La energía de un artista ficticia en representación de la energía de tantas otras mujeres reales, que existieron, que siguen existiendo y creando.
Y al fondo, el discurrir de la vida, su simplicidad y su grandeza, “la completa indiferencia ante el hecho de estar vivos” cuando nada altera la normalidad. La denuncia, la reivindicación feminista, es el motor que mueve la historia. Pero más allá de lo concreto, de los nombres, de los hechos individuales, Hustvedt nos habla de algo mucho más sutil, del legado de las mujeres, de esa herencia de la sumisión y de la aceptación del poder masculino que se ha dado generación tras generación. Una herencia que cuesta sacudirse, pese a los avances y las cuotas de igualdad en instituciones y trabajos. Sólo a través de la educación, sólo a través de la superación de los prejuicios y roles sexistas en la sociedad, será posible. “Pelea por ti misma. No permitas que nadie te mangonee. ¿Me oyes?”, le dice Harriet Burden a su nieta. Imposible mejor final.
El mundo deslumbrante ha sido publicada por Anagrama. La traducción ha corrido a cargo de Cecilia Ceriani.
- Fotografía 1: © Marion Ettlinger / Fotografías 2 y 4: 2011 © Maria Teresa Slanzi / Fotografía 3: Suministrada por editorial.
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