Gustavo Martín Garzo
La pregunta por la realidad
Literatura fantástica es ese espacio escondido en los intersticios de lo real
Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años”, dice Julio Cortázar en una entrevista que Juan Cruz ha rescatado hace poco en este mismo periódico. “Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mí—, en fin, la gente que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mí. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas, si puedo usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura fantástica”.
Ese espacio escondido en los intersticios de lo real es el que explora el mundo de la literatura y del juego. En Las crónicas de Narnia, ese mundo escondido vive en el interior de un armario; en Alicia en el país de las Maravillas,en el hueco de un árbol. El mundo de los cuentos está lleno de huecos así, fisuras en el tejido de lo existente que abren al niño a zonas de lo real donde viven sus verdaderos deseos.
Por eso Blancanieves escapa del palacio de la realidad. Ve ese hueco, y se hace pequeña para entrar por él. Eso es lo que simbolizan esos hombres diminutos con los que se encuentra. Ha entrado en el reino de lo pequeño, que es el reino de los cuentos y los juegos. Las casas de muñecas, los soldaditos, los trenes eléctricos, todos esos objetos que tanto gustan a los niños y de los que se sirven para jugar son el acceso a la habitación de los deseos. También los amantes buscan esa habitación y esa es la razón de que haya tantas historias de parejas que huyen al enamorarse, como pasa con Tristán e Iseo cuando se internan en el bosque para vivir su amor. El amor reclama burlar a los guardianes de lo real, como lo hacen los protagonistas de Sueño de amor eterno, la hermosa película de Henry Hathaway con sus carceleros. Todos los niños burlan a esos guardianes cuando juegan. Todos buscan un lugar indefinible que solo a ellos pertenece, un lugar muy semejante al que luego accederán a través de su sexualidad, pues el sexo como el juego sólo puede tener lugar lejos de la mirada de los padres.
Recuerdo una película sobre Simbad, el Marino. Su prometida ha sido transformada en una criatura diminuta y Simbad tiene que correr todo tipo de peligros en busca de una flor cuyo elixir posee el poder de devolverle su tamaño original. Simbad lleva a la princesita consigo y de vez en cuando la saca de su cofrecillo y la deja correr por la mesa, lo que ella aprovecha para provocarle con sus palabras y sus movimientos. Como si le dijera: para amarme tienes que hacerte tan pequeño como yo. Esas escenas son una metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego de los niños, es el reino de lo pequeño. Es justo eso lo que significa el anillo que se entregan los amantes. Tienes que caber por este hueco, se dicen el uno al otro cuando se lo ponen. El reino de lo pequeño es el reino del amor y del juego, de ahí el gusto de los que se aman por los diminutivos, su tendencia a tratarse como si fueran dos niños que nunca abandonan del todo el territorio del sueño. El anillo también es una metáfora del acto sexual. Al fin y al cabo, el falo erecto es un cuerpo diminuto. Es hacerse pequeño para poder entrar en un reino escondido. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral, a punto de escabullirse, lo abierto a otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos.
Pero entonces, ¿por qué llamamos realidad a lo que pasa en el palacio del rey y no a lo que sucede en el bosque? ¿Es el bosque el sueño de los que viven en el palacio, el territorio de sus pesadillas y sus ensoñaciones? No queremos renunciar al espacio del sueño, eso es lo que pasa. No queremos hacerlo porque es allí donde viven nuestros deseos. En el museo de Cluny, en París, hay unos hermosos tapices flamencos que narran el encuentro de una dama con el unicornio. Son seis escenas llenas de símbolos en que ese encuentro es narrado desde la perspectiva de cada uno de los cinco sentidos: el gusto, el tacto, el oído, el olfato y la vista. En el sexto tapiz se ve a la dama a la puerta de su tienda recibiendo al unicornio. En el dintel hay un lema que dice: “A mi único deseo”. Los tapices proceden de finales del siglo XV y han sido amados por multitud de poetas, entre ellos Rilke que, en Sonetos a Orfeo, dedicó uno de los sonetos a esta misteriosa criatura que empieza así: “He aquí el animal que no existe”. Para añadir enseguida: “Y no existe es verdad, pero al amarle, le hicieron un lugar en este mundo”. Es decir, es el amor el que crea un lugar donde poder encontrarle. Es muy poco lo que se sabe del unicornio. Solo que si una doncella se interna en el bosque y se queda dormida en uno de sus claros, acude silencioso a su encuentro. Recuesta entonces la cabeza sobre su falda y se queda dormido sobre su regazo. Entonces se encuentran en sus sueños y tienen una vida secreta que la doncella olvidará al despertar.
También nosotros tenemos una vida así. Una vida a la que debemos renunciar para tener la vida que tenemos cada día. Esa vida secreta, sin embargo, siempre regresa. Lo hace en ciertos instantes, los más reveladores e íntimos. Entonces todo eso que somos y tratamos de olvidar nos llama desde ese otro lado de lo real. Los niños son expertos en esas llamadas. Eso es jugar, crear un espacio para que tales voces puedan escucharse. Los cuentos guardan la memoria de todas ellas, por eso le resultan incómodos a los adultos y no suelen gustarles, porque no hablan de lo que son sino de lo que han olvidado. No se dan cuenta de que al hacerlo les ofrecen una segunda vida. Tal es el milagro de los cuentos, entregarnos la vida que la Bella Durmiente no pudo vivir.
Una leyenda victoriana habla de los otros hijos de Eva. Eva estaba en el paraíso con sus hijos y Dios los quiso conocer. Pero ella no se los enseñó todos, sino que eligió los más guapos, limpios y educados, para no tener que avergonzarse de los demás, que escondió en el bosque. Mas cuando lo hubo hecho, comprendió que, para que Dios no descubriera su engaño, los hijos que había sustraído a su mirada tendrían que permanecer ocultos para siempre. Y fue de esa estirpe de donde surgieron hadas, elfos, duendes y las otras criaturas ocultas del bosque. El mundo de los cuentos habla de todas esas criaturas. Habla de los niños que mató Herodes, de los niños perdidos de Peter Pan, de los hijos que Eva apartó de la mirada de Dios. En ellos está todo aquello a lo que debemos renunciar al crecer, ese mundo de azoteas y ventanas iluminadas que solo vive en el interior de los sueños. Pero esos niños siempre se las arreglan para regresar. Regresan cuando leemos un libro o escuchamos una canción. Regresan cuando amamos a alguien, cuando jugamos con nuestros hijos, cuando buscamos la compañía de los animales. Regresan en nuestros sueños. Representan todo lo que vive más allá de las fronteras de nuestra razón, todo eso que somos y que no cabe en lo real. Jugar es mirar por los ojos de esos niños perdidos, reunirse en secreto con ellos, hacer lo que nos piden. “Cuánto durará un niño”, se pregunta Julio Cortázar. Y enseguida responde: “Un niño durará todo lo que duren sus juegos”.
Gustavo Martín Garzoes escritor.
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