Un grupo de afganas hace cola para votar en las elecciones legislativas de 2005, en la ciudad de Herat. / CAREN FIROUZ (REUTERS) ("El país")
“Tomaré pastillas para matarme”
El abandono del hogar o el sexo fuera del matrimonio son algunos de los ‘delitos morales’ que mantienen recluidas a unas 400 mujeres en las cárceles afganas
LOLA GARCÍA-AJOFRÍN Kabul 25 AGO 2012
Yasmín ya sabe lo que hará cuando salga de la cárcel de mujeres Badam Bagh, en Kabul (Afganistán): “Iré a casa de mis padres, cogeré un bote de pastillas y me mataré”. Es una de las cerca de 70 reclusas condenadas en esta cárcel por los denominados “delitos morales”, que incluyen la huida del domicilio —en muchos casos, huyendo del maltrato— y el delito de zina, o sexo fuera del matrimonio.
Su historia suena casi con las mismas palabras que la de la mayoría de condenadas por estos delitos: matrimonio forzado, maltrato, abusos, huida y condena. En algunas ocasiones, también hay un novio de por medio. Es la historia de unas 400 jóvenes y niñas en todo el país, según Human Rights Watch. Solo cambian la cara y el nombre.
Mamem Bahara, de 18 años, atraviesa con parsimonia el patio de la cárcel, en el que gotean unas camisolas de manga larga y unos cuantos niños descalzos que lloran al unísono se esconden tras sus madres.
Es la mayor cárcel de mujeres de Afganistán, pero por las edades de las reclusas parece un instituto. “Y es la mejor equipada”, explica Tariq Sonnan, de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito(UNODC, en sus siglas inglesas), que trabaja con mujeres reclusas desde 2008. “La mayoría de las presas están en la cárcel por ‘delitos morales’, y algunas de ellas son víctimas de abusos”, añade. Badam Bagh significa “jardín de almendras”. Amargas.
A Mamem la sacaron del colegio para casarla con un hombre de 40 años. Dice que quería estudiar Periodismo y que era buena en la escuela. Cuando se comprometieron, no sabía que su marido tenía hijos. Fue un matrimonio forzado, en el que aguantó dos meses.
—¿Por qué estás en prisión, Mamem?
—Por huir.
—¿De tu casa?
—De mi marido.
—¿Cómo era?
Pone cara de asco.
—Viejo, feo... horrible —se ríe.
—¿Te pegaba?
Duda un momento y responde.
—Me pegaba siempre.
Mamem está en contacto con su madre, no con sus hermanos, que creen que sigue casada. “Si se enteran de que estoy en la cárcel me matarán”, asegura. El rechazo social es la segunda parte de la condena.
“Ni sus propias familias aceptan a una mujer que ha pasado por prisión”, afirma Huma Safi, de Women for Afghan Women, una ONG que en colaboración con el Gobierno afgano y UNODC gestiona viviendas para las mujeres que tras salir de la cárcel no tienen adónde ir. Se las conoce como “casas de la esperanza”. En Afganistán tienen dos, en Kabul y en Mazar-i-Sharif.
Lalsat es una de las 14 chicas que viven en la casa de Kabul. Todas, excepto dos, fueron condenadas por “delitos morales”. Se arremanga la camiseta con mal gesto y enseña una cicatriz larga y fea que atraviesa la mano hasta casi el antebrazo. “Ves, por esto me escapé”, masculla. Tenía 15 años cuando sus padres la casaron con un hombre de 50, con dos esposas y 12 hijos. “Me pegaba por todo. Decía que le quitaba dinero. Un día me hizo esto con el cuchillo”, admite. Ese día se escapó.
Los casos se repiten en todo el país hasta el absurdo. En febrero de 2012, Human Rights Watch publicó el informe I had to run away (Tuve que huir), con 58 entrevistas a condenadas por “delitos morales” en 24 cárceles y centros de rehabilitación de menores de Afganistán. Su autora, Heather Barr, explica en un café de Kabul que más de la mitad de las mujeres (52%) que entrevistó reconoció sufrir violencia física en casa, el 39% en el último año. Y que, pese a algunos cambios aparentes —en el Parlamento afgano hay un 29% de mujeres, gracias a una cuota aprobada en 2005—, casi 11 años después de la caída del régimen talibán, Afganistán es uno de los peores países del mundo para las mujeres.
Ha pasado más de una década de la invasión estadounidense del país y desde que 30 representantes de los cuatro grupos mayoritarios del país —pastunes, tayikos, uzbekos y hazaras— firmaran el llamado Acuerdo de Bonn, con el que nacía un nuevo Afganistán, en teoría también para las mujeres.
En teoría han mejorado algunas cosas: la creación de un Ministerio de Asuntos de la Mujer, en 2004; una nueva Constitución, que garantiza la igualdad de derechos, y la adopción, en 2009, de la Ley para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Pero ni un millar de mujeres policías ni el 20% de funcionarias con las que cuenta hoy el país disimulan la general amputación de los derechos de las afganas.
Desde 2008, entre el 70% y el 80% de los matrimonios en Afganistán fueron forzados, según la ONU, en muchos casos con contrayentes menores; pese a la apertura de escuelas de niñas, menos del 15% de las afganas sabe leer y escribir; la esperanza de vida femenina no alcanza los 45 años (la de las españolas es de más de 84); el maltrato sigue estando generalizado, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y las cárceles están llenas de víctimas de maltrato que huyen de sus verdugos.
El abandono del hogar es una figura recurrente en la historia de estas mujeres. “En el código penal de Afganistán, huir no es un delito como tal”, asegura Heather Barr. Sin embargo, en respuesta a las numerosas condenas por este motivo, en 2010 el Tribunal Supremo afgano alegó la vulnerabilidad de las mujeres que al abandonar el hogar “podrían cometer delitos como el adulterio y la prostitución, en contra de los principios de la sharía (ley islámica)”.
El mulá Abdul Hadi Hemat, de 30 años, se esmera en explicar que la sharía no permite a una mujer el abandono del hogar sin el permiso del marido, “en ninguno de los casos”. “En los casos de huida, el sagrado Corán sugiere tres opciones: los consejos del marido a su mujer para que no se escape; que interceda la familia para solucionarlo o, en último caso, el divorcio”. ¿Y si le pega? “El islam dice que seamos pacientes”, responde.
Mientras, en la cárcel, la reclusa Yasmín sigue determinada a rematar su condena.
—Yasmín, ¿has dicho que te matarás?
—Sí, me mataré. He defraudado a mi familia y para ellos he perdido el honor. No merezco vivir.
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