Marcos Ordóñez
En "El País":Literatura por cable
MARCOS ORDÓÑEZ 6 JUN 2012
Pongamos que los protagonistas de este episodio se llaman Delaney, McFly y Patterson. Delaney y Patterson trabajan en el mismo despacho, que está a punto de cerrar un importantísimo acuerdo con la todopoderosa empresa de McFly. Pero McFly exige, para sellar el trato, que Patterson lleve a cabo un acto tremendamente humillante. Delaney y sus socios debaten, a espaldas de Patterson, la posibilidad de dicho acto. Delaney, asqueado, abandona la reunión. Los restantes socios hablan con Patterson y le hacen creer que todos, incluido Delaney, verían con muy buenos ojos que accediera a lo que pide McFly. Delaney tarda en enterarse de la maniobra, y cuando lo hace monta en cólera: visita a Patterson en su domicilio, por la noche, y le dice que no tiene ninguna obligación de sacrificarse de ese modo, y que la empresa podrá subsistir sin el acuerdo. Patterson le escucha en silencio, con los ojos humedecidos.
A la mañana siguiente tiene lugar la firma del contrato, y en secuencias alternas asistimos al humillante encuentro entre Patterson y McFly. Acostumbrados a los montajes paralelos en tiempos simultáneos (el bautizo y la vendetta que cerraban la primera entrega de El Padrino, por ejemplo) nos cuesta un poco advertir que el acuerdo y el encuentro no suceden al mismo tiempo, pero basta con fijarse en que McFly está presente en la reunión, de modo que no puede estar a la vez humillando a Patterson. Sin embargo, esa alternancia de tiempos corre el riesgo de desorientar un poco al espectador y provocar que cambie de cadena. Pero lo más singular (por desacostumbrado) viene a continuación. Patterson llega a su casa y se dirige a su habitación. Llaman a la puerta. Es Delaney, que se presenta con frases conocidas: el diálogo entre ambos se repite de nuevo. ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué estamos viendo otra vez la misma secuencia? Porque hay un tercer salto de tiempo: volvemos a la noche anterior, pero ahora tenemos nuevos datos, y con la repetición vamos a encajar todas las piezas. Ahora los guionistas nos hacen comprender plenamente las verdaderas causas del silencio de Patterson y de sus ojos humedecidos: Delaney llegó tarde, cuando el acto humillante ya había tenido lugar.
Los guionistas no complicaron el relato por gusto o para hacerse los listos. Era un reto. Sabían lo que podían perder y lo que podían ganar: perder audiencia, ganar complejidad y potencia emocional. Era un acto de gozosa libertad creativa. Los guionistas estaban diciéndonos: “Somos profesionales, y muy buenos. No pretendemos hacer experimentalismos. Solo queremos contar las cosas a nuestra manera. Tened confianza”.
Viendo ese episodio sentí orgullo. Exhalaba riesgo. Exhalaba libertad. Y un poderío antiguo: el mismo que debió sentir Flaubert al armar el episodio de los comicios agrícolas en Madame Bovary o Vargas Llosa cuando estructuraba Conversación en la Catedral, para citar tan solo dos clásicos. Lo diré de otra manera: estamos más o menos acostumbrados a ver procedimientos similares en las grandes series actuales pero ¿cuántas veces hemos sentido últimamente esa maravillosa sensación (de orgullo, de riesgo, de libertad) leyendo una novela contemporánea? Pocas. Muy pocas veces. Es más que posible que un novelista de hoy eche el freno a la hora de narrar de esa manera (sí, como los clásicos). Van a decirle que “con la que está cayendo” el público quiere historias “sencillitas”, y que los experimentos, con gaseosa. O le acusarán de lo peor, lo más terrible, lo más vergonzoso: su libro es “demasiado literario”. Después de ver el episodio soñé que a alguien se le ocurría montar un equivalente editorial de HBO, con lectores pagando una cuota a cambio de que no les considerasen niños de teta. Al despertar, una de mis voces interiores se partió de risa, pero la otra me susurró: “Todo se andará”.
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