El cuarteto de Alejandría y El quinteto de Aviñón no estarían completos sin la trilogía de las islas. Efectivamente, el mapa de la creación de Lawrence Durrell (1912-1990) se extiende más allá de los límites de sus dos mayores obras de ficción y tiene en el conjunto que componen sus tres grandes libros literarios sobre islas —consagrados respectivamente a Corfú, Rodas y Chipre— un maravilloso archipiélago, al que ahora se puede arribar en un solo viaje al haberlos reunido en un único volumen la editorial Edhasa bajo el título de Trilogía mediterránea (2012). Una estupenda opción de lectura para los felices mortales que aún estén de vacaciones y una cita de indudable melancolía para los que ya hayan (hayamos) regresado de alguna isla similar. Es cierto que en puridad deberíamos añadir al lote insular de Larry Carrusel siciliano (Noguer, 1990) y Las islas griegas (Folio, 2004), aunque el primero escapa al ámbito griego y el segundo, publicado originalmente en 1978, es una obra mucho más tardía que las otras tres y utiliza parte del material de las anteriores.
La celda de Próspero (Corfú), Reflexiones sobre una Venus marina (Rodas) y Limones amargos (Chipre) son mucho más que libros de viajes, aunque compartan algunos elementos de ese género literario. El escritor y amigo de Durrell, Richard Aldington, al que, por cierto, debemos la primera (1955) biografía desmitificadora de otro Lawrence, el de Arabia, decía muy acertadamente que había que considerar más bien esas tres obras insulares como “foreign-residence books”, libros de extranjero residente. Durrell, hombre que pasó su vida abroad —en outremer, que diría él—, hizo mucho más que viajar allí: pasó una larga temporada en cada una de las islas, periodos muy importantes de su vida personal —con diferentes mujeres, amistades y circunstancias— y creativa, y adquirió viviendas en todas ellas, como la vieja y encantadora casa de pescadores (Casa Blanca) en Kalamai, al norte de Corfú; la pequeña Villa Cleóbulo, junto a un cementerio turco en Rodas, oculta por adelfas y rododendros, o la gran casa hecha una ruina, pero de tan indescriptibles vistas en el pueblo de Bellpais, bajo el castillo de Buffavento, en Chipre, y cuya rocambolesca compra es motivo de algunas páginas divertidísimas antes de que el libro derive hacia la tragedia.
La trilogía reivindica una cierta “islomanía”, como la define encantadoramente uno de los personajes de Reflexiones sobre una Venus marina, una “dolencia del espíritu” que afecta a las personas para las que las islas resultan irresistibles. “El simple conocimiento de que se encuentran en una isla, un pequeño mundo rodeado por el mar, las llena de una indescriptible embriaguez”. Los islómanos natos serían (seríamos) descendientes directos de los atlantes, “y durante toda su vida isleña su subconsciente tiende hacia la perdida Atlántida”…
En conjunto, estos libros de islas, llenos de caiques, pescadores de esponjas, baños en aguas frescas y transparentes de un mar “que enreda y desenreda sus mallas de plata”, veladas con gentes inolvidables fumando cigarrillos Papastratos, y una vida en general frugal, pero bien regada de vinos, licores y amistades, componen una mezcla bastante completa de los intereses de Durrell. Hay historia, atravesada de mito, leyenda y folclore (destruye nidos de golondrinas y te saldrán pecas, advierten en Rodas); hay formidables descripciones de paisajes, llenas de un lirismo arrebatador que entra a menudo en el campo de la poesía (y algunos de los poemas de Durrell brotan directamente de ahí); hay una riquísima galería de personajes y sucesos, en cuyo dibujo puede verse cómo el autor tiende a ficcionalizarlos (incluso a sí mismo), como si fueran embriones de sujetos y episodios de sus novelas; hay política (la ocupación aliada en Rodas al final de la II Guerra Mundial, el conflicto de la enosis, la aspirada unión con Grecia de la comunidad grecochipriota, en Chipre, que nos muestran a Durrell en su avatar de funcionario del Foreign Office), y hay aventura (de la que le gustaba a Larry, de película de espías), incluso pistola en mano…
La deriva continúa hacia lo narrativo, la metaliteratura, la atracción por los elementos oscuros, heterodoxos, sexuales y morbosos; la experimentación con el lenguaje, incluidas metáforas audaces hasta la torsión, y la fijación con la amistad y la recurrente pérdida de los amigos, la despedida, la desbandada y el recuerdo (“qué lejano viaje podemos desear a los amigos / para mimar su ausencia con nuestro recuerdo”, decía en unos versos), son otros aspectos comunes a este apasionante abanico durrelliano.
Por encima de todo está la obsesión característica de Durrell por definir el sprit of the place, el alma del lugar, algo que siempre consigue tan magistralmente, sea en Alejandría o la Provenza. Y está Grecia, por supuesto, el gran amor del escritor (que en cambio —nadie es perfecto— difícilmente soportaba Egipto).
La celda de Próspero, que arranca con una frase memorable —“En algún sitio entre Calabria y Corfú comienza realmente el azul” (con perdón de Formentera)—, describe la estancia de Durrell y su mujer entonces, Nancy Myers, en la isla jónica, a la que la familia Durrell, la madre viuda, Louisa, y sus cuatro hijos (Larry, obsesionado con la literatura, Leslie, obsesionado con las armas, Margo, obsesionada con los chicos y Gerald, obsesionado con los bichos, como sintetiza simpáticamente el biógrafo de Lawrence Durrell, Gordon Bowker —Trough the dark labyrinth, Pimlico, 1996—), habían llegado en 1935 desde una Inglaterra que les parecía gris y opresiva. Lo era especialmente en comparación con la India que había sido su hogar (el padre era ingeniero de los ferrocarriles del Raj) y donde Larry había nacido (Jalunda —actual Jalandhar—, 1912). El libro, en el que encontramos a Larry y “N.” en su propia casa, apartados de la encantadora, pero ruidosa familia y de la afición de Gerald a la fauna más indeseable, es delicioso aunque inevitablemente elegiaco, pues está escrito desde una “abrumadora distancia”: desde Alejandría, donde Durrell se instaló tras huir por los pelos de Grecia a raíz de la invasión alemana en 1941 y cuando pensaba que jamás regresaría a la brillante y diminuta motita de aquella Arcadia jónica. La añoranza es contagiosa y más cuando Durrell recuerda los baños desnudo en el mar del verano o el hallazgo en la playa de una tortuga muerta de pesados párpados amarillos. De la vecina Léucade, otra de las jónicas, yo conservo la imagen muy durrelliana de una mantarraya gigante extendida sobre la parte trasera de la baqueteada camioneta del capitán Spyros (un saludo desde aquí, ¡yasas kapitanos!), rezumando mar y misterio a partes iguales.
Los enamorados de las islas, irredentos islómanos, serían para el escritor los nostálgicos descendientes de los atlantes
Hay muchas otras cosas maravillosas en el libro: la pesca de una anguila fiera como Satanás y de pulpos con tridente, las historias de náyades y del dios Pan, o la de san Espiridón, a cuya momia le puedes besar las zapatillas; la búsqueda del lugar de encuentro entre Ulises y Nausica, las conversaciones con el conde D. (al tío del cual, acreditado vampiro —vrikolakas—, hubo que exhumarlo y clavarle una estaca para acallar habladurías). El conde sostiene que Shakespeare pensaba en Corfú al describir la isla de La tempestad. En los silencios de las veladas se oyen las naranjas que caen de los árboles en el huerto, y a los búhos. Aprenderemos que es peligroso echar la siesta bajo un ciprés o que la cama es lo único que no te pueden embargar por deudas en Corfú. Entre los personajes, Mateo, el dinamitero de peces que, como un Stauffenberg de la pesca, ha perdido un ojo y media mano; Zarian, el poeta armenio, y Theodore Stephanides, el médico erudito que introdujo a Larry en la poesía de Palamas y Kavafis y al que Durrell consideraba uno de sus “tíos” espirituales.
Encontramos en este y los otros dos libros un interés por la anécdota histórica culta y las etimologías similar al de los hermosos libros griegos de Patrick Leigh Fermor, buen amigo de Durrell. Paddy, al que Larry conoció durante la guerra en El Cairo, aparece, retratado con cariño y admiración (Durrell al cabo no fue soldado, ni héroe), en diferentes episodios en Rodas y Chipre, acompañado por su camarada de armas Xan Fielding y por la que el escritor denomina La Diosa del Trigo (Joan Eyres-Monsell, la futura esposa de Paddy). Juntos, Larry, Paddy y Xan, exploran los conductos subterráneos de agua infestados de murciélagos de la antigua Cameirus, en Rodas, aventura origen del poema de DurrellThe lost cities.
Hay momentos de una poesía sublime, y de indecible tristeza en Corfú; otros jocosos. Como cuando al mostrársele a un viejo campesino el cuarto de baño del conde —con sus elementos tan insólitos en la isla, carente de retretes—, el hombre se persigna y dice: “Ruego a Dios, mi Señor, que nunca lo necesite”. O cuando un pastor, al interrogársele por la costumbre local de tener una oveja favorita, a la que se engalana, responde: “Desde cualquier punto de vista son superiores a nuestras esposas. Pero sobre todo no hablan”.
Rodas es una isla que conozco bien y por eso he de confesar una debilidad especial por Reflexiones sobre una Venus marina, aunque, claro, la Rodas de la inmediata posguerra, sin gatos, con prisioneros alemanes, alambradas, el aeródromo con sus aviones chamuscados y aún con playas minadas está muy lejos de mi experiencia turística. Por supuesto no debe haber nada mejor, históricamente hablando, que ver Rodas después de un asedio. Durrell llega desde Egipto (“hervidero de sabandijas”) como oficial de información de las fuerzas de ocupación británicas tras cuatro años de exilio de su querida Grecia. Inmediatamente entra en un éxtasis Egeo con el reencuentro y se pone bajo la advocación de la Venus de Rodas, la bellísima estatua de la diosa pescada en el mar y genius loci de la isla (que tiene su alter ego en Afrodita, la pobre puta que vende sus favores en los muelles). Pronto se le une su nuevo amor, E. (Eve Cohen, la inspiración para el personaje de Justine). De nuevo el azul, los amigos que vienen y van, el aire con aroma a mandarinas. A Durrell, anonadado de dicha, le cautivan las famosas puestas de sol rodias que provocan la ignición de las murallas y los minaretes entre hibiscos y adelfas, y no deja de escribir sobre el legendario Coloso —“tardes enteras zambulléndonos en el puerto en busca de fragmentos”— . En Rodas los niños pasean con una cigarra atada como un juguete ruidoso. El periódico que lanza Durrell tiene sumo éxito por la falta de papel para envolver los pescados. “Eso sitúa al periodismo en su perspectiva correcta”, anota.
Me ha sorprendido encontrar un párrafo que sugiere el inicio de Justine: “Otra vez el siroco: un gigantesco oleaje coronado de espuma blanca que corre hacia Anatolia y estalla en pedazos contra los promontorios hundidos en humo”. Y en Limones amargos, unas consideraciones sobre los templarios y Bafomet que apuntan al Quinteto.
A Chipre llega Durrell en 1953 tras cinco años de destierro griego, esta vez en Serbia. Las primeras noticias sobre la isla son desalentadoras. Árida y la gente bebe demasiado. “¿Y las mujeres?”, pregunta Larry. “Muy feas. Feas de veras”. No es extraño que sus primeros pensamientos vayan hacia Bragadino, el defensor de Famagusta, desollado por los turcos y cuya piel rellena de paja fue paseada por el Mediterráneo en el palo de una galeaza. No obstante Durrell acaba disfrutando en Chipre, donde se reencuentra con las encantadoras moeurs mediterráneas. Para evitar una pelea con un macizo chipriota —pese a que Larry era buen boxeador—, se inventa que su hermano ha muerto combatiendo junto a los griegos contra los pánzer nazis en las Termópilas (1941). Luego, al llegar de visita Gerald, se produce la natural sorpresa. El libro deriva hacia lo político y el thriller al irse agriando la situación en la isla por la aparición del terrorismo del EOKA. Durrell se encuentra en la difícil coyuntura de ser funcionario británico entre sus amigos griegos encabronados. El escritor acaba pareciendo un personaje de Graham Greene: le llaman vecino, pero lleva pistola. Cuando se marcha por piernas, le prometen que le cuidarán la casa y le despiden con el proverbio chipriota: “El vino del año próximo es el más dulce”.
Trilogía mediterránea. Lawrence Durrell. Traducción de Floreal Mazía. Edhasa. Barcelona, 2012. 768 páginas. 28,50 euros.