Manuel Cruz
Usted es el asesino
MANUEL CRUZ 12/11/2011
Cuando todavía no había llegado el color a las pantallas de nuestros televisores, la cadena pública de este país (por lo demás, la única cadena existente por aquel entonces) emitía un programa de humor que, con el andar de los años, ha devenido casi mítico (o de culto, por ponernos un poco pedantes). Se llamaba La tortuga perezosa. Recuerdo un gag de dicho programa en el que aparecía un tipo inequívocamente caracterizado de Sherlock Holmes, con su abrigo con esclavina a cuadros, la gorra a juego, la pipa y la lupa. El gag se iniciaba con el protagonista ya en acción, buscando a un asesino en el interior de una mansión de aires victorianos. Seguía en su pesquisa la dirección que le marcaban en el suelo unas flechas a cuyo lado alguien había escrito con letra bien clara la indicación "al asesino". Al final del recorrido, entraba en la biblioteca de la casa. En el centro de la estancia, en medio de un gran charco de sangre, agonizaba un hombre con un puñal clavado en el pecho. Sherlock Holmes se quedaba a su lado, pensativo, con expresión de estar muy concentrado (o sea, frunciendo el ceño y dando profundas caladas a su pipa de espuma de mar), hasta que al final su rostro se iluminaba, como si desde el cielo le hubiera sobrevenido una revelación, y exclamaba mientras señalaba con el dedo al inminente cadáver: "¡Usted es el asesino!". A lo cual el pobre hombre, con expresión de infinito desconsuelo, sólo atinaba a replicar: "¡Hombre...!". Análoga actitud, me atrevería a calificar de surrealista, creo estar percibiendo a mi alrededor en muchos análisis de nuestra situación actual. Que esto de la crisis es cosa complicada, qué duda cabe. Que es mejor estar informado que andar repitiendo tópicos prácticamente sin contenido que apenas nada explican, por descontado, y así hasta el infinito. Pero habría que recordar que no solamente incurren en conductas tan insatisfactorias desde el punto de vista intelectual quienes resucitan un neomaniqueísmo de paso universal entre ricos y pobres, entre explotadores y explotados, o entre poderosos y sometidos. También quienes se apuntan a la salmodia de que todos somos responsables "en alguna medida" (¡viva el gusto por el matiz!) de lo que está pasando, de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades o de que, comodones, nos hemos malacostumbrado a que, al final, cuando tenemos un problema siempre acude a nuestro rescate el papá-Estado (o la mamá-Merkel), parecen haberse abandonado más a la autocomplacencia (a fin de cuentas, siempre son los otros los que, por definición, incurren en semejantes pecados) que a la reflexión crítica. No se trata de hacer -a estas alturas y con la que está cayendo- apología alguna de la simetría, la ponderación, la prudencia o el justo término medio. Tal vez sea posible intentar mantenerse al margen o por encima de las disputas cuando lo que se encuentra en juego es a favor de qué se está, pero la indefinición resulta insostenible cuando de lo que se trata es de dejar claro a favor de quién se está. Si algo no es de recibo bajo ningún concepto en estos momentos es intentar convertir a los damnificados por la crisis en los responsables (aunque sea involuntarios y remotos) de la misma, traspasando así lo que bien pudiéramos llamar una línea roja moral, actitud que sólo resulta explicable desde la ignorancia o la mala fe (sin descartar el surrealismo tipo La tortuga perezosa, claro). En su libro La democracia del conocimiento Daniel Innerarity se esfuerza, con la solvencia y claridad que le caracterizan, por huir de los distintos órdenes de simplificaciones en juego en esta discusión. Frente a todas ellas, se diría que nuestro autor parece más bien animado por el espíritu de aquella pregunta que el veterano periodista dirigía a sus jóvenes colegas: "Está pasando; ¿lo estás entendiendo?", y pone el foco de su atención como analista político sobre la necesidad de proyectar inteligibilidad, además de sobre la presente situación de crisis, en general sobre un mundo que ha devenido crecientemente complejo y opaco. Un mundo en el que -añado para finalizar- se echan en falta a partes desiguales tanto un eficaz aparato categorial y discursivo capaz de pensar las realidades inéditas que no dejan de sorprendernos casi a diario, como la decidida voluntad práctica de corregir un orden social, político y económico convertido en monstruoso artefacto de generar daño y sufrimiento. Y es que quien olvide que la indignación no es la ausencia de comprensión, el mero grito, sino una ira cargada de poderosas razones estará condenado a no entender apenas nada de cuanto ocurre a su alrededor.
La democracia del conocimiento. Por una sociedad inteligente. Daniel Innerarity, Paidós. Barcelona, 2011. 256 páginas. 20 euros (electrónico: 13,99). Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Ha compilado el volumen colectivo Las personas del verbo (filosófico). Herder. Barcelona, 2011. 208 páginas. 19,50 euros.
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