miércoles, 2 de junio de 2010

RELATO POR ENTREGAS. Óscar Wilde: "El fantasma de Canterville" (4)

El fantasma de Canterville (4)
V

Virginia y su adorador de cabello rizado dieron, unos días después, un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, de tal manera que, de vuelta a su casa, entró por la escalera de atrás para que no la viesen. Al pasar corriendo por delante de la puerta del Salón de Tapices, que estaba abierta de par en par, le pareció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación. Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido. ¡Pero, con gran sorpresa suya, quien allí estaba era el fantasma de Canterville en persona! Se había acomodado ante la ventana, contemplando el oro llameante de los árboles amarillentos que revoloteaban por el aire, las hojas enrojecidas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida. Tenía la cabeza apoyada en una mano, y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo. Realmente presentaba un aspecto tan abrumado, tan abatido, que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y tomó el partido de ir a consolarlo. Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio cuenta de su presencia hasta que le habló.
-Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero mis hermanos regresan mañana a Eton, y entonces, si se porta usted bien, nadie lo atormentará.
-Es inconcebible pedirme que me porte bien -le respondió, contemplando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-. Perfectamente inconcebible. Es necesario que yo sacuda mis cadenas, que gruña por los agujeros de las cerraduras y que corretee de noche. ¿Eso es lo que usted llama portarse mal? No tengo otra razón de ser.
-Esa no es una razón de ser. En sus tiempos fue usted muy malo, ¿sabe? La señora Umney nos dijo el día que llegamos que usted mató a su esposa.
-Sí, lo reconozco -respondió incautamente el fantasma-. Pero era un asunto de familia y nadie tenía que meterse.
-Está muy mal matar a nadie -dijo Virginia, que a veces adoptaba un bonito gesto de gravedad puritana, heredado quizás de algún antepasado venido de Nueva Inglaterra.
-¡Oh, no puedo sufrir la severidad barata de la moral abstracta! Mi mujer era feísima. No almidonaba nunca lo bastante mis puños y no sabía nada de cocina. Mire usted: un día había yo cazado un soberbio ciervo en los bosques de Hogsley, un hermoso macho de dos años. ¡Pues no puede usted figurarse cómo me lo sirvió! Pero, en fin, dejemos eso. Es asunto liquidado, y no encuentro nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la matase.
-¡Que lo dejaran morir de hambre! ¡Oh, señor fantasma...! Don Simón, quiero decir, ¿es que tiene usted hambre? Hay un sándwich en mi costurero. ¿Le gustaría?
-No, gracias, ahora ya no como; pero, de todos modos, lo encuentro amabilísimo por su parte. ¡Es usted bastante más atenta que el resto de su horrible, arisca, ordinaria y ladrona familia!
-¡Basta! -exclamó Virginia, dando con el pie en el suelo-. El arisco, el horrible y el ordinario es usted. En cuanto a lo de ladrón, bien sabe usted que me ha robado mis colores de la caja de pinturas para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Empezó usted por coger todos mis rojos, incluso el bermellón, imposibilitándome para pintar puestas de sol. Después agarró usted el verde esmeralda y el amarillo cromo. Y, finalmente, sólo me queda el añil y el blanco. Así es que ahora no puedo hacer más que claros de luna, que da grima ver, e incomodísimos, además, de colorear. Y no le he acusado, aun estando fastidiada y a pesar de que todas esa cosas son completamente ridículas. ¿Se ha visto alguna vez sangre color verde esmeralda...?
-Vamos a ver -dijo el fantasma, con cierta dulzura-: ¿y qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su hermano empezó con su quitamanchas incomparable, no veo por qué no iba yo a emplear los colores de usted para resistir. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los norteamericanos no hacen el menor caso de esas cosas.
-No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar, y así se formará idea de algo. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y aunque haya fuertes impuestos sobre los espíritus, no le pondrán dificultades en la Aduana. Y una vez en Nueva York, puede usted contar con un gran éxito. Conozco infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasados y que sacrificarían mayor cantidad aún por tener un fantasma para la familia.
-Creo que no me divertiría mucho en Estados Unidos.
-Quizás se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente Virginia.
-¡Qué curiosidades ni qué ruinas! -contestó el fantasma-. Tienen ustedes su Marina y sus modales.
-Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.
-¡No se vaya, señorita Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantasma-. Estoy tan solo y soy tan desgraciado, que no sé qué hacer. Quisiera ir a acostarme y no puedo.
-Pues es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la luz. Algunas veces es dificilísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia; pero, en cambio, dormir es muy sencillo. Ya ve usted: los gemelos saben dormir admirablemente, y no son de los más listos.
-Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemente, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules, llenos de asombro-. Hace ya trescientos años que no duermo, así es que me siento cansadísimo.
Virginia adoptó un grave continente, y sus finos labios se movieron como pétalos de rosa. Se acercó y arrodilló al lado del fantasma, contempló su rostro envejecido y arrugado.
-Pobrecito fantasma -profirió a media voz-, ¿y no hay ningún sitio donde pueda usted dormir?
-Allá lejos, pasando el pinar -respondió él en voz baja y soñadora-, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes estrellas blancas de la cicuta, allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal helado deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante sobre los durmientes.
Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y sepultó la cara entre sus manos.
-Se refiere usted al jardín de la Muerte -murmuró.
-Sí, de la muerte. Debe ser hermosa. Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio. No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y de la vida; morar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme de par en par las puertas de la muerte, porque el amor la acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.
Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser, y durante unos instantes hubo un gran silencio. Le parecía vivir un sueño terrible. Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento:
-¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?
-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ojos-. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras doradas y se lee con dificultad. No tiene más que estos seis versos:

Cuando una joven rubia logre hacer brotar
una oración de los labios del pecador;
cuando el almendro estéril dé fruto
y una niña deje correr su llanto;
entonces, toda la casa recobrará la tranquilidad
y volverá la paz a Canterville.

Pero no sé lo que significan.
-Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se apoderará de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces funestas murmurarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.
Virginia no contestó, y el fantasma se retorcía las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos.
-No tengo miedo -dijo con voz firme - y rogaré al ángel que se apiade de usted.
Se levantó el fantasma de su asiento lanzando un débil grito de alegría, cogió la blonda cabeza entre sus manos, con una gentileza que recordaba los tiempos pasados, y la besó. Sus dedos estaban fríos como hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; el fantasma la guió a través de la estancia sombría. Sobre un tapiz, de un verde apagado, estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados de flecos y con sus lindas manos le hacían gestos de que retrocediese.
-Vuelve sobre tus pasos, Virginia. ¡Vete, vete! -gritaban.
Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos. Horribles animales de colas de lagarto y de ojazos saltones parpadearon maliciosamente en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:
-Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte.
Pero el fantasma apresuró el paso y Virginia no oyó nada. Cuando llegaron al extremo de la estancia el viejo se detuvo, murmurando unas palabras que ella no comprendió. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una neblina, y abrirse ante ella una negra caverna. Un áspero y helado viento los azotó, sintiendo la muchacha que le tiraban del vestido.
-De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde.
Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el Salón de Tapices quedó desierto.

VI
Unos diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno de los criados a buscarla. No tardó en volver, diciendo que no había podido descubrir a la señorita Virginia por ninguna parte. Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a recoger flores para la cena, la señora Otis no se inquietó en lo más mínimo. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranquila y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa. A las seis y media volvieron los gemelos, diciendo que no habían encontrado huellas de su hermana por ninguna parte. Entonces se conmovieron todos extraordinariamente, y nadie sabía qué hacer, cuando el señor Otis recordó de repente que pocos días antes habían permitido acampar en el parque a una tribu de gitanos. Así es que salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos de sus criados de la granja. El duquesito de Cheshire, completamente loco de inquietud, rogó con insistencia al señor Otis que lo dejase acompañarlo, mas éste se negó temiendo algún jaleo. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gitanos se habían marchado. Se dieron prisa en huir, sin duda alguna, pues el fuego ardía todavía y quedaban platos sobre la hierba. Después de mandar a Washington y a los dos hombres que registrasen los alrededores, se apresuró a regresar y envió telegramas a todos los inspectores de Policía del condado, rogándoles que buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o gitanos. Luego hizo que le trajeran su caballo, y, después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un criado por el camino de Ascot. Había recorrido apenas dos millas, cuando oyó un galope a su espalda. Se volvió, viendo al duquesito que llegaba en su caballito, con la cara sofocada y la cabeza descubierta.
-Lo siento muchísimo, señor Otis -le dijo el joven con voz entrecortada-, pero me es imposible comer mientras Virginia no aparezca. Se lo ruego: no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año último, no habría pasado esto nunca. No me rechaza usted, ¿verdad? ¡No puedo ni quiero irme!
El ministro no pudo menos que dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostraba por Virginia. Inclinándose sobre su caballo, le acarició los hombros bondadosamente, y le dijo:
-Pues bien, Cecil: ya que insiste usted en venir, no me queda más remedio que admitirle en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarle un sombrero en Ascot.
-¡Al diablo sombreros! ¡Lo que quiero es Virginia! -exclamó el duquesito, riendo.
Y acto seguido galoparon hasta la estación. Una vez allí, el señor Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén de salida a una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual, el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa. En seguida, después de comprar un sombrero para el duquesito en una tienda de novedades que se disponía a cerrar, el señor Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado cuatro millas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gitanos. Hicieron levantarse al guardia rural, pero no pudieron conseguir ningún dato de él. Así es que, después de atravesar la plaza, los dos jinetes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los gemelos, que los estaban esperando en la puerta, con linternas, porque la avenida estaba muy oscura. No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos. Explicaron la prisa de su marcha diciendo que habían equivocado el día en que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde los obligó a darse prisa. Además, parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban agradecidísimos al señor Otis por haberles permitido acampar en su parque. Cuatro de ellos se quedaron atrás para tomar parte en las pesquisas. Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en todos los sentidos, pero no consiguieron nada. Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella noche, y fue con un aire de profundo abatimiento como entraron en casa el señor Otis y los jóvenes, seguidos del criado, que llevaba de las bridas al caballo y al caballito. En el salón se encontraron con el grupo de criados, llenos de terror. La pobre señora Otis estaba tumbada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de espanto y de ansiedad, y la vieja ama de llaves le humedecía la frente con agua de colonia. Fue una comida tristísima. No se hablaba apenas, y hasta los mismos gemelos parecían despavoridos y consternados, pues querían mucho a su hermana. Cuando terminaron, el señor Otis, a pesar de los ruegos del duquesito, mandó que todo el mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna aquella noche; al día siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios detectives a su disposición. Pero he aquí que en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre. Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campanada, cuando se oyó un crujido acompañado de un grito penetrante. Un trueno formidable bamboleó la casa, una melodía, que no tenía nada de terrenal, flotó en el aire. Un lienzo de la pared se despegó bruscamente en lo alto de la escalera, y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia, llevando en la mano un cofrecito. Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella. La señora Otis la estrechó apasionadamente contra su corazón. El duquesito casi la ahogó con la violencia de sus besos, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra salvaje alrededor del grupo.
-¡Ah...! ¡Hija mía! ¿Dónde te habías metido? -dijo el señor Otis, bastante enfadado, creyendo que les había querido dar una broma a todos ellos-. Cecil y yo hemos registrado toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar bromitas de ese género a nadie.
-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos, continuando sus cabriolas.
-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -murmuraba la señora Otis, besando a la muchacha, toda trémula, y acariciando sus cabellos de oro, que se desparramaban sobre sus hombros.
-Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayan a verlo. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho, y antes de morir me ha dado este cofrecito de hermosas joyas.
Toda la familia la contempló muda y aterrada, pero ella tenía un aire muy solemne y muy serio. En seguida, dando media vuelta, los precedió a través del hueco de la pared y bajaron a un corredor secreto. Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió de la mesa. Por fin llegaron a una gran puerta de roble erizada de recios clavos. Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se hallaron en una habitación estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía una ventanita. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la cual estaba encadenado, se veía un largo esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas. Parecía estirar sus dedos descarnados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua, indudablemente, pues tenía su interior tapizado de moho verde. Sobre el plato no quedaba más que un montón de polvo. Virginia se arrodilló junto al esqueleto, y, uniendo sus manitas, se puso a rezar en silencio, mientras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia cuyo secreto acababa de ser revelado.
-¡Miren! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar de qué lado del edificio caía aquella habitación-. ¡Miren! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admirablemente las hojas a la luz de la luna.
-¡Dios lo ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.
-¡Eres un ángel! -exclamó el duquesito, ciñéndole el cuello con los brazos y besándola.

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