martes, 2 de febrero de 2010

CUENTO. "Un viejo hábito", de Juan Madrid

                                                                                                                                    Juan Madrid
Un viejo hábito
Un coche negro, grande y silencioso aparcó en el jardín trasero de una casa de las afueras. No era un verdadero jardín, sino un patio lleno de escombros y matorrales. El motor cesó y las luces de sus faros se apagaron.
En una habitación de la casa dos hombres jugaban a las cartas sobre una mesa. La habitación estaba mal iluminada y, además de la mesa y las sillas donde estaban sentados, había otras dos sillas apoyadas en la pared y un armario oscuro y viejo.
A uno de los hombres le faltaba la pierna izquierda desde la rodilla y usaba una prótesis que rechinaba y crujía cuando la movía. El otro era flaco y macilento, peinado con el pelo hacia adelante. Jugaban ensimismados, pero, cuando escucharon el ruido del coche, sus músculos se tensaron.
—Alguien viene, Portugués —dijo el Cojo, dejando las cartas sobre la mesa—. ¿No había dicho el jefe que nos llamaría por teléfono?
El otro levantó la cabeza y sus ojos se movieron inquietos a izquierda y derecha.
—Sí, eso dijo. Nos llamaría para decirnos dónde teníamos que ir a por la pasta.
El Cojo sacó de las profundidades de su chaqueta una automática del 22 reluciente y satinada por el uso, y se puso de pie con un seco chasquido. El otro le siguió empuñando una Astra del nueve largo. Avanzaron hasta la puerta y se colocaron uno a cada lado con las armas dispuestas.
Una llave giró en la cerradura, la puerta se abrió y un sujeto alto, bien vestido y con la tez dorada por la insolación artificial se detuvo en el umbral. Al ver a los dos hombres apuntándole con sus armas, dio un respingo.
—¡Eh! —exclamó—. ¿Qué es esto? ¿Estáis locos?
El Cojo bajó la pistola, emitió un largo suspiro y el recién llegado cerró la puerta y se sentó en una de las sillas Los dos hombres guardaron sus armas y observaron cómo el recién llegado extraía un paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta y encendía uno con un encendedor reluciente.
—¿Ocurre algo, señor Robles? —preguntó el del pelo echado hacia adelante—. Usted nos dijo que nos llamaría.
—Nada, Portugués, pero sentaros. Tengo que deciros algo.
—Usted dijo que nos llamaría —insistió.
—No he podido llamar. Sentaros —golpeó suavemente la mesa.
Los dos hombres se sentaron. El Cojo tuvo que traer otra silla y arrimarla. El del pelo comenzó a recoger las cartas despacio.
—¿Ha traído la pasta, señor Robles? —dijo de nuevo con voz suave.
—No, ha habido problemas. De eso os quería hablar.
—¿Qué clase de problemas?
—Déjale hablar, Portugués, no le interrumpas — manifestó el Cojo.
El aludido se pasó una mano larga y sarmentosa por la cara y sus ojos se clavaron, hipnóticos en el otro hombre.
—Os dije que nada de muertes, ¿os acordáis? El trabajo era dar un aviso a esos dos bocazas. Sacudirles un poco, sin pasarse y nada más. Os contraté para eso. Corregirme si me equivoco.
—Pero, bueno, ¿qué ha pasado, señor Robles?
—Paco ha muerto.
—¿Quién?
—El joven, el del bigote, Paco Estébanez. Y os lo habéis cargado vosotros. Javier Durán está en el hospital muy grave, pero se salvará. Acabo de estar con él, junto al Decano y la mesa del colegio —elevó el humo al techo—. Dios santo, no se puede matar abogados a palos.
La pierna metálica del Cojo crujió y el Portugués dijo:
—No fuimos a matarlos. Fuimos a darles un escarmiento tal como usted nos dijo. Ha sido un accidente, ¿no, Cojo?
—Sí, ha sido un accidente.
—Paco Estébanez tenía doble fractura de cráneo, hundimiento del esternón, cinco costillas rotas... —se estremeció involuntariamente— y... en fin, estaba hecho un Cristo. ¿Eso es lo que llamáis vosotros un escarmiento?
—Se pusieron chulos, señor Robles. Tendría usted que haberlos visto. Ese Paco, el más joven, nos mentó las madres. Pero no queríamos matarlo. Si hubiésemos querido matarles lo hubiéramos hecho de otra manera, ¿no, Cojo?
—Nosotros cumplimos, señor Robles —contestó el Cojo—. Se nos fue la mano, es verdad, pero hemos cumplido.
—Eran unos niñatos de mierda, ni se defendieron. Lo único que hicieron fue mentarnos las madres, insultar, darle al pico. Todos ustedes le dan demasiado al pico y eso no es bueno.
—No le dimos fuerte, señor Robles —el Cojo le interrumpió—. Le dimos como siempre, aquí el Portugués lleva razón. Eran muy flojos, no tenían aguante.
El hombre apagó el cigarrillo en el suelo, pisándolo con uno de sus zapatos marrones, picudos y muy bien lustrados. Se retrepó en la silla.
—Ahora ya no sirve de nada lamentarse. Habéis metido la pata y mucho. No es lo mismo sacudir a dos letrados en ejercicio que asesinarlos a palos. El Colegio entero está soliviantado y se prepara una campaña en la prensa de aúpa. Esto a vosotros no os importa, naturalmente, pero los efectos han sido contrarios a los buscados. El juicio se aplazará y, si no se aplaza, Paco y Javier lo tienen ganado. Ahora son unos mártires.
Hizo intención de levantarse y el Portugués le colocó su mano larga y huesuda en el brazo.
—¿Y el dinero, señor Robles?
—Yo soy un intermediario, Portugués. Sólo un intermediario, el dinero no es mío.
—Usted nos contrató y usted nos pagará. Dijo que cien billetes a cada uno. ¿Dónde están esos billetes? Eso es lo que quiero saber. A mí no me gusta la palabrería.
—Espera un momento, Portugués —manifestó el Cojo—. Espera un momento. ¿Qué ha querido decir, señor Robles? ¿Que no nos va a pagar?
—No he dicho eso —intentó sonreír—. Si fuera por mí, ahora tendríais cada uno lo vuestro. Pero resulta que los de arriba se han enfadado conmigo y me han negado el dinero. ¿Lo comprendéis? Decidme qué puedo hacer yo. Si tuviera ese dinero os lo daba en seguida, pero no lo tengo —movió el brazo, pero la mano del Portugués seguía aprisionándoselo—. Lo siento mucho, de verdad, pero la culpa es vuestra. Mira que os lo dije muy claro. Sólo una paliza, sólo una paliza, pero vosotros... —se deshizo de la garra del Portugués que le apretaba demasiado el brazo y metió la mano derecha en la sobaquera—. Pero tengo una solución, esperar un momento...
El Portugués, en un movimiento veloz y nervioso, extrajo de su chaqueta la Astra y la colocó frente a los ojos del otro, cuando la mano apenas si había rozado las solapas del abrigo.
—No haga eso, señor Robles.
El Cojo había sacado su automática del 22 y la apuntaba también. El hombre, lívido, intentó sonreír.
—No llevo armas —dijo en un susurro—. Iba a sacar la cartera.
La sacó despacio y la colocó sobre la mesa. Era una cartera abultada y brillante, de piel. Sus iniciales estaban grabadas en oro. La abrió y sacó un fajo de billetes y los contó con parsimonia, mientras su boca imitaba lo que podría ser una sonrisa.
—Treinta mil. Es todo lo que tengo —hizo dos montones—. Quince y quince. En casa tengo más. Si queréis, iré a buscarlo y os lo traeré. Hablo en serio.
El Portugués se puso en pie. Su cara estaba congestionada. Le apuntó directamente a la cabeza. La pistola no temblaba.
—Por quince billetes yo no muevo un dedo. ¿Dónde está el resto? Usted se quiere quedar con la parte del dinero que me corresponde.
—Un momento, Portugués. Te estoy diciendo la verdad —su cuerpo comenzó a agitarse. Su boca se abría y cerraba como la de un pez fuera del agua—. Cojo, dile al Portugués que yo soy legal, que digo la verdad.
—Portugués —habló el Cojo—. Espera, así no arreglamos nada. Espera un momento.
—¡Mi dinero! ¡Quiero mi dinero!
Su mano se tensó sobre la Astra y entonces se escucharon dos disparos casi seguidos. En el ojo izquierdo del Portugués apareció un agujero rojo y en medio de la frente, otro. Se mantuvo de pie, sin moverse, como si las pequeñas balas del Cojo no le hubieran hecho nada. Su brazo extendido se contrajo y dio un paso hacia atrás y luego intentó hablar, la boca subió arriba y abajo y los dientes se volvieron rojos.
—Cojo... —murmuró—. Cojo...
Luego torció la cabeza de golpe hacia la izquierda, hipó y más sangre le apareció en la boca que se confundió con la que le manaba del agujero del ojo. Alzó la mano con la pistola y dio otro paso atrás.
El tercer disparo le dio en el corazón, a la altura del bolsillo de su mugrienta chaqueta de tejido oscuro y barato. Gruñó y se contrajo violentamente, sin poder sostener el brazo con el arma. Cayó de golpe, sobre sí mismo, como se derrumban los edificios. En el suelo agitó brevemente las piernas y el hombre elegante del abrigo se levantó de la silla con los ojos desencajados.
—¡Dios santo, que horror! —exclamó y se tocó con una mano trémula la garganta y la cabeza—. ¿Está muerto, no? ¿Está muerto?
—Como mi abuela —contestó el Cojo que había caminado hasta el centro del cuarto y empujaba el cuerpo de su amigo con la pierna artificial—. Imbécil de Portugués. Tenías que estropearlo todo. Idiota de mierda.
Tenía el rostro grisáceo y plomizo y su pierna volvió a crujir cuando se sentó pesadamente y apoyó los codos en la mesa. Aún no había soltado la pistola.
—Te pagaré todo, Cojo. Todo, te lo prometo. Te daré también su parte.
—Cállese.
—Se ha debido volver loco. Dios mío, me horroriza ver tanta sangre —volvió a sentarse y con la mano temblorosa encendió otro cigarrillo—. Por favor, vámonos ya. No aguanto más.
—El Portugués era mi amigo. Llevábamos mucho tiempo juntos.
—Sí, claro, lo comprendo, pero...
—¿Qué?
—Oh, nada, nada. Cuenta con el dinero. Te lo daré de mi propio bolsillo, pierde cuidado.
El Cojo miró su automática y la dejó sobre la mesa.
—Esto es lo que nos pierde. Nos hemos hecho viejos y estamos demasiado acostumbrados a matar. Se ha convertido en un hábito. ¿Lo ve? Un viejo hábito que es difícil quitarse.
—No sé... no sé lo que quieres decir.
—Es muy fácil, señor Robles. El Portugués no quería matarle, no era tan tonto. Si le mataba a usted no cobraríamos nunca —levantó la pistola y la observó de nuevo como si fuera la primera vez que la viese—. Pero le mató porque las pistolas tienen una maldición cuando se juntan con nosotros. Por eso yo también he matado a mi amigo, ¿sabe? Es como si una fuerza rara le obligase a uno apretar el gatillo. Pobre Portugués.
—Deja... deja la pistola. No la toques más, yo...
—Es bonita, ¿verdad?
—Eh, sí... sí... Bueno, Cojo, creo que...
—Con usted es distinto, señor Robles. Con usted va a ser diferente que con ese abogado y el Portugués.
—Por Dios, Cojo. No hagas locuras. Voy a darte el dinero, te lo juro.
—Va a ser otra cosa.
—No sé lo que quieres decir, Cojo.
—Sí. Digo que con usted es diferente. A usted sí tengo ganas de matarlo.

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