LA AUTORIDAD DEL PROFESOR
Me alegra tener la oportunidad de empezar con un pequeño homenaje a don Manuel García Pelayo. Así definía él las cosas de las que aquí se va a hablar: se da una relación de autoridad -escribía- "cuando se sigue a otro o el criterio de otro por el crédito que éste ofrece en virtud de poseer en grado eminente y demostrado cualidades excepcionales de orden espiritual, moral o intelectual". Como algo diferente de la autoridad, definía así el poder: "La posibilidad directa o indirecta de determinar la conducta de los demás sin consideración a su voluntad... mediante la aplicación potencial o actual de cualquier medio coactivo o de un recurso psíquico inhibitorio de la resistencia".
De acuerdo con ello, una hipotética ley sobre la autoridad del maestro como la propuesta el pasado mes de septiembre en la Comunidad de Madrid, y que tanto eco ha encontrado, sería un caso claro de ejercicio de poder y tiene poco que ver con las relaciones de autoridad. Con las normas jurídicas se ejerce el poder, no se confiere autoridad. Se trata, en efecto, de un acto de poder jurídico orientado a evitar que los estudiantes (o sus padres) desarrollen conductas agresivas o humillantes contra los profesores mediante el expediente de amenazarlos con una sanción penal. Y, claro, como resultado de ello es probable que tales conductas dejen de realizarse o disminuyan. Muchos han mostrado su satisfacción ante ese resultado, pero la expresan en un lenguaje ambiguo, porque atribuir legalmente la condición oficial de autoridad para poner en marcha un mecanismo penal ni crea ni incrementa la otra autoridad, la decisiva, la autoridad académica del profesor. Y ello porque una cosa es sancionar conductas claramente indeseables, y otra, muy diferente, identificar eso -como se viene haciendo- con "restablecer la autoridad del profesor".
Lo peor de esa confusión es que puede contribuir a que perdamos de vista algunos de los problemas de fondo que deberíamos abordar. Y ésos son los importantes.
Aunque proviene de fuentes muy clásicas del pensamiento, la caracterización de la autoridad en los términos de García Pelayo acaso sea considerada hoy demasiado exigente. Jóvenes estudiosos españoles (Bayón, Ródenas) han perfilado una teoría de la autoridad más acotada y rigurosa.
Mantienen que se reconoce la autoridad de otro cuando se siguen sus dictámenes con independencia de cuál sea el juicio propio sobre el contenido de esos dictámenes. Es decir, que las directrices de quien es considerado autoridad se aceptan como razones para las propias acciones con exclusión de las razones que uno pudiera tener al respecto. Si la autoridad lo dispone, eso vale ya como razón para comportarse de ese modo. No hace falta contrastarlo con otras razones. Lo que esto quiere decir, al margen de muchos matices que dejo aquí a un lado, es que la idea de autoridad sólo cabe si se piensa como algo que se incorpora a la racionalidad del individuo que la sigue. En determinadas situaciones, al seguir los dictados de la autoridad se es más racional, y sólo se es más racional cuando se siguen esos dictados.
Muchos se preguntarán por qué. Pues precisamente por algo que latía en la formulación de García Pelayo: que ciertas cualidades de quien es autoridad invitan a tomar como criterio propio lo que ella dispone. La autoridad, pues, nos presta un servicio fundamental al poner a nuestra disposición una racionalidad que necesitamos para tomar decisiones en un contexto en que carecemos de capacidad suficiente para hacerlo por nosotros mismos.
Vista desde esa perspectiva, la autoridad del profesor resulta ser una realidad innegable. Y no necesariamente porque posea cualidades excepcionales de orden intelectual o moral. Eso puede darse o no darse.
Para ser autoridad sólo le hace falta un conocimiento acreditado de su materia y una voluntad de transmitirlo. Y en ello ha de descansar la racionalidad de quien le escucha. Porque en la relación educativa el profesor suministra al estudiante unos conocimientos destinados sobre todo a servir a éste. Si el estudiante aprende, si asimila esos conocimientos, habrá realizado una opción más racional que si no lo hace; más racional, se entiende, desde el punto de vista del propio estudiante.
Esta perspectiva nueva de la noción de autoridad es lo que puede poner de manifiesto más vivamente la gravedad de la situación por la que estamos atravesando. Porque no es ya que tengamos una crisis de autoridad, es que parecemos estar cerca de una oleada colectiva de ignorancia y estupidez. O, dicho de otra manera, resulta que tener una crisis de autoridad en la escuela puede ser equivalente a experimentar un ataque colectivo de irracionalidad.
Se podría distinguir, sin embargo, entre autoridad teórica, que sería la propia del profesor (o del médico, por ejemplo), y autoridad práctica, aquella que prescribe normas de conducta para el comportamiento individual y social. Si uno no sigue las orientaciones del profesor, no aprende; si no sigue las recomendaciones del médico, no se cura. Supuesto que sea racional aprender o curarse, ignorar los consejos y directrices de cualquiera de ellos es simplemente abandonarse a la irracionalidad.
No escasean, por cierto, quienes así lo hacen. Todos hemos oído a gentes, incluso cultas, que oponen curanderías y patrañas al saber de los médicos. Con los profesores sucede a veces lo mismo. Se tienen por inútiles o banales muchas de las cosas que enseñan. Un latiguillo muy socorrido en estos tiempos es el del famoso "mercado de trabajo", incentivado ahora insensatamente por los responsables educativos con la cantinela de las "competencias" profesionales. Y, claro, no faltan padres, ignorantes por méritos propios o por la cultura televisiva de que se nutren, que desprecian lo que se enseña a sus hijos o demandan más de esto o más de aquello porque así será más fácil acceder a un puesto de trabajo o encontrar una "colocación". Lo que hay que enseñar a los chicos -repiten una y otra vez- son cosas "prácticas", cosas "útiles". Como si alguien supiera qué es eso.
Y no digamos nada de lo que sucede con la autoridad práctica del profesor. Si el componente teórico de su autoridad se cuestiona a veces, el componente práctico, es decir, el que se ocupa de la disciplina del estudiante y el orden en el centro escolar, se viene deteriorando sistemáticamente. La situación en muchos centros parece ser la siguiente: las reglas se cumplen a regañadientes, y parece natural desafiarlas. Se dice con frecuencia que todo profesor pierde una buena cantidad de su tiempo en forcejeos sobre ellas. Podría pensarse que en chicos y chicas de cierta edad ésa es una actitud casi natural; lo que es inexplicable es que venga reforzada por los padres. Y sin embargo, un día sí y otro también, allí se presentan a cuestionar las reglas o desacreditar al profesor ante el hijo o la hija, deteriorando con ello cualquier vestigio de autoridad práctica que aún pudiera quedarle.
De nuevo nos sale aquí al paso un comportamiento irracional. Y no sólo por la obviedad de que sin orden en el aula y en el centro resultará imposible cumplir el propósito educativo, sino por algo que va más allá: es que el seguimiento de reglas y la organización de las conductas en la sociedad es una condición necesaria para poder desarrollar un proyecto personal de vida. Y a respetar las reglas también se aprende en la escuela. En muchos casos más que en la propia familia. Deteriorar la autoridad práctica de los profesores, desactivando las exigencias de la disciplina o menospreciando las reglas que ordenan el centro, acaba por ser, pues, una amenaza para los propios hijos. La crisis de autoridad denota así un padecimiento general de nuestra racionalidad colectiva. No sé si somos conscientes de lo que eso supone.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.