Luis García Montero
En "Público":Puro Marsé impuro
Luis García Montero. 13 febrero 2011
La publicación de cada novela de Juan Marsé convierte la ficción en un acontecimiento real para todos sus lectores. Caligrafía de los sueños (Lumen) es un acontecimiento de primera magnitud por su calidad literaria y por la complicidad que el escritor muestra consigo mismo y con su mundo. Una vez más, nos abre las puertas de una geografía llamada Marsé para recordarnos que forma parte imprescindible de la memoria de nuestra mirada. Un lector es alguien que lleva la memoria en sus ojos.
Ahí está la Barcelona de posguerra con paredes leprosas y barrios llenos de rincones para sobrevivir y de bares para cultivar la decepción. Ahí están el perdedor y el victorioso, el anarquista que mezcla la militancia con el contrabando, y el fascista que apenas oculta con su insolencia la debilidad que humilla su condición humana. El azul es el color del cielo limpio, los sueños, las camisas de los falangistas y el pelaje de algunas ratas vislumbradas en las alcantarillas de la noche. Ahí está el corro de niños y adolescentes que procuran huir de la miseria. Cuentan historias porque saben que la vida sucede siempre en otra parte. Ahí están las chicas que bajan por la calle para demostrar que la belleza se encarna a veces en un rostro, pero que el deseo está dispuesto a pactar con la realidad en cualquier lugar oscuro y debajo de cualquier falda. Y ahí están el cine y las novelas para juntarlo todo, la verdad y la mentira, la crueldad y la piedad, en ese relato único que escriben a la vez la experiencia y la imaginación. Aprendemos a bailar con la vida, nos apretamos a sus muslos, no es posible evitar algún pisotón. Somos seres necesarios, porque somos seres necesitados. Eso es lo que sabe la literatura. De eso vive.
Juan Marsé definió su personalidad en la memorable dedicatoria de Un día volveré: “A Pep Marsé, mi padre, que me enseñó a combinar la concienciación con la escalivada”. Cada vida es un relato, no porque responda a designios altos y perfectos, sino porque las imaginaciones se van tejiendo en las manos de una experiencia cotidiana que nos enseña a mirar o a cerrar los ojos. El epílogo de Caligrafía de los sueños lleva una cita de Joseph Roth: “Todo lo que crecía requería mucho tiempo para crecer. Y todo lo que desaparecía necesitaba mucho tiempo para ser olvidado”. Aunque las cosas ocurran de forma vertiginosa, siempre somos una negociación con la lentitud. Si los sueños olvidan esa experiencia lenta, si no nacen de ella, se convierten en la locura de un hidalgo que quiere vivir en el siglo XVII con la moral de las novelas de caballería o en el amor obsesivo de una mujer abandonada que pierde la cabeza por una carta que nunca llega. Cervantes inventó la ficción moderna para no cometer los mismos errores que su personaje.
La experiencia personal e histórica admite pocos dogmas, se parece mucho más a una ficción tramada por el azar que a la madeja de una esencia. El nombre, la identidad y el paisaje de un niño pueden depender de un hecho casual, alguien levanta la mano y detiene un taxi que acierta a pasar por allí. También los cálculos sobre el futuro están sometidos a las peripecias de un mensajero en una mala noche y a los secretos de cada esperanza. La vida se teje como una ficción, y de ahí el poder de la escritura, que sabe cortar en una historia cerrada los hilos sueltos de la existencia. Comprender que todos somos el resultado de un malentendido otorga a Marsé una conciencia clara de la impostura y un emocionante dominio del humor y del amor para tratar a sus personajes. Cuando la ficción modela la realidad, cualquier dato biográfico pierde su carácter anecdótico para crear un sentido. Las novelas de Marsé nos dicen que la vida no es más que un enredo humilde y mortal, pero que los seres humanos merecen respeto precisamente por su fragilidad. Juan Marsé recurre también a una famosa metáfora de Walter Benjamín: “Así es como imaginamos al ángel de la historia. Vuelto hacia el pasado. Donde vemos una cadena de acontecimientos, él ve una única catástrofe que no hace más que amontonar escombros a sus pies. El ángel desearía quedarse, despertar a los muertos y recomponer lo que se ha venido abajo”. Narra las impurezas de la realidad para legitimar los sueños y despreciar los dogmas. Nos invita al sentido y a la desconfianza. Son las paradojas de un escéptico enamorado de la vida.
Juan Marsé
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