martes, 5 de enero de 2010

LECTURA. "Cándido", de Voltaire (17)



Capítulo XX
De lo que sucedió a Cándido y a Martín en alta mar

Se embarcó, pues, para Burdeos con Cándido, el docto anciano, cuyo nombre era Martín. Ambos habían visto y habían padecido mucho; y aun cuando el navío hubiera ido de Surinam al Japón por el cabo de Buena Esperanza, no les hubiera en todo el viaje faltado materia para discurrir acerca del mal físico y el mal moral.
Verdad es que Cándido le sacaba muchas ventajas a Martín, porque éste no tenía cosa ninguna que esperar, y aquél llevaba la esperanza de ver nuevamente a la señorita Cunegunda y le quedaban oro y diamantes; de suerte que, si bien había perdido cien carneros cargados de las mayores riquezas de la tierra, y le roía continuamente la bribonada del patrón holandés, cuando pensaba en lo que aún llevaba en su bolsillo, y hablaba de Cunegunda, sobre todo después de comer, se inclinaba hacia el sistema de Pangloss.
-Y usted, señor Martín -le dijo al sabio-, ¿qué piensa de todo esto? ¿Qué opina del mal físico y el mal moral?
-Señor -respondió Martín-, los clérigos me han acusado de ser sociniano; pero la verdad es que soy maniqueo.
-Usted se burla -replicó Cándido-, ya no hay maniqueos en el mundo.
-Pues yo en el mundo estoy -dijo Martín- y no creo en otra cosa.
-Menester es que tenga usted el diablo en el cuerpo -repuso Cándido.
-Tanto se mezcla en los asuntos de este mundo -dijo Martín-, que bien puede ser que esté en mi cuerpo lo mismo que en todas partes. Confieso que, cuando tiendo la vista por este globo o glóbulo, se me figura que Dios lo ha dejado a disposición de un ser maléfico, exceptuando siempre a El Dorado. Aún no he visto un pueblo que no desee la ruina del pueblo vecino, ni una familia que no quiera exterminar otra familia. En todas partes los débiles execran a los poderosos y se postran a sus plantas, y los poderosos los tratan como rebaños, desollándolos y comiéndoselos. Un millón de asesinos en regimientos recorren Europa entera, saqueando y matando con disciplina, porque no saben oficio más honroso; en las ciudades que en apariencia disfrutan paz y en que florecen las artes, están roídos los hombres de más envidia, inquietudes y afanes que cuantas plagas padece una ciudad sitiada. Todavía son más crueles los pesares secretos que las miserias públicas; en resumen: he visto tanto y he padecido tanto, que soy maniqueo.
-Cosas buenas hay, no obstante -replicó Cándido.
-Podrá ser -decía Martín-, mas no las conozco.
En esta disputa estaban cuando se oyeron descargas de artillería. De uno en otro instante crecía el estruendo y todos se armaron de un anteojo. Se veían como a distancia de tres millas dos navíos que combatían, y los trajo el viento tan cerca del navío francés a uno y a otro, que tuvieron el gusto de mirar el combate muy a su sabor. Al cabo, uno de los navíos descargó una andanada con tanto tino y acierto, y tan a flor de agua, que echó a pique a su contrario. Martín y Cándido distinguieron con mucha claridad la cubierta de la nave donde zozobraban unos cien hombres; todos alzaban las manos al cielo dando espantosos gritos; al momento fueron tragados por el mar.
-Vea usted -dijo Martín-, pues así se tratan los hombres unos a otros.
-Verdad es -dijo Cándido- que anda aquí la mano del diablo.
Diciendo esto, advirtió algo de un encarnado muy subido, que nadaba junto al navío; echaron la lancha para ver qué era, y resultó ser uno de sus carneros. Más se alegró Cándido por haber recobrado este carnero, que lo que había sentido la pérdida de los otros cien cargados con gruesos diamantes de El Dorado.
En breve reconoció el capitán del navío francés que el del navío sumergidor era español, y el del navío sumergido un pirata holandés, el mismo que había robado a Cándido. Con el pirata se hundieron en el mar las inmensas riquezas de que se había apoderado el infame y sólo se libertó un carnero.
-Ya ve usted -dijo Cándido a Martín- que a veces llevan los delitos su merecido: este pícaro holandés ha sufrido una pena digna de sus maldades.
-Está bien -dijo Martín-, mas ¿por qué han muerto los pasajeros que venían en su navío?; Dios ha castigado al malo y el diablo ha ahogado a los buenos.
Seguían en tanto su ruta el navío francés y el español, y Cándido continuaba sus conversaciones con Martín. Quince días sin parar disputaron, y tan adelantados estaban el último día como el primero; pero hablaban, se comunicaban sus ideas y se consolaban. Cándido, pasando la mano por el lomo a su carnero, le decía:
-Si he podido hallarte a ti, también podré hallar a Cunegunda.

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