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miércoles, 16 de marzo de 2016

PRENSA. "El reto de limpiar India"

   En "El País":

El reto de limpiar India

La mitad de la población india defeca al aire libre. El Gobierno tiene en marcha un enorme plan de más de 26.000 millones de euros para instalar inodoros y reducir la suciedad


Unos niños beben agua de un pozo en Madhubani, en la región india de Bihar. / DHIRAJ SINGH (UNICEF)

En la actual India del progreso tecnológico y de las grandes compañías de telecomunicaciones, 600 millones de personas defecan entre matojos, en las vías del tren o a campo abierto, informa la Organización Mundial de la Salud (OMS). La segunda gran potencia asiática consigue hitos astronómicos como la primera misión de bajo coste a Marte, mientras genera 55 millones de toneladas de desechos sólidos urbanos al año según datos del Instituto de Energía y Recursos de Nueva Delhi.
La falta de higiene es un problema que el país del elefante arrastra desde hace décadas. Gandhi ya sostenía que hacer de India una nación limpia era tan fundamental como la propia independencia. Por eso el presente gobierno de Modi ha prometido cumplir el reto para el 2019; coincidiendo con el aniversario del nacimiento del icónico líder hindú.
La misión Swachh Bharat —Limpiar India en hindi—, pretende construir alrededor de 120 millones de inodoros, según datos confirmados a EL PAÍS por Shri Sujoy Mojumdar, director de saneamiento del Ministerio de Higiene y Aguas Potables. Actualmente se construyen alrededor de 14.000 retretes al día, con lo que este programa espera triplicar el número.
Para conseguir esta gigantesca misión, el gobierno desembolsará cerca de dos billones de rupias —25.600 millones de euros— con los que instalar inodoros y reducir la cantidad de basura. El plan está en su primera fase y se desconoce la tecnología a usar y la empresa con la que trabajará para la producción de los 120 millones de urinarios. Pero el gobierno considera que esta cantidad será suficiente para atender las necesidades de los 600 millones de indios que defecan al aire libre, ya que las encuestas establecen una media de cinco miembros por hogar.
El presidente Modi se ha propuesto el objetivo dinamizar la economía de India por todos los medios. Su anterior gestión en el estado de Gujarat fomentó el crecimiento y la inversión extranjera, aupándole a la presidencia del país. Pero permitir que la mayoría de los ciudadanos se beneficien del auge económico nacional depende en gran medida del éxito del ambicioso plan sanitario Limpiar India.
La ausencia de sistemas de saneamiento apropiados genera daños para la salud y pérdidas económicas. Unicef estima que las enfermedades relacionadas con la insalubridad matan a 500 bebés indios cada día. La falta de higiene es también la causa del absentismo laboral y escolar por el que India pierde el 6,4% del Producto Interior Bruto anual en tratamientos sanitarios, según los datos del Banco Mundial en 2006.
El gobierno de Modi no estará solo para enfrentarse a la tarea de limpiar India. Agencias internacionales y organizaciones no gubernamentales como Unicef o WaterAid brindarán apoyo logístico, mientras que el Banco Mundial contribuirá con cerca de 500 millones de euros para la puesta en marcha del programa en 9 de los 27 estados del país.

Unicef estima que las enfermedades relacionadas con la insalubridad matan a 500 bebés indios cada día
Pero no es la primera vez que un ejecutivo indio se propone emprender tamaño reto. Desde 1986, varios programas nacionales han intentado acabar con la defecación al aire libre. La administración anterior se jactaba de haber construido 80 millones de urinarios en la primera década del siglo XXI. Aunque el último censo mostró que éstos no llegaron al millón en las áreas rurales. Sabedor de los errores de sus predecesores en el cargo, Mojumdar insiste: “Los retretes se construían con pocos incentivos para estados y distritos. Muchos quedaron obsoletos. Ahora el uso de los inodoros será evaluado y controlado”.
La falta de control sobre los incentivos concedidos a gobiernos locales para el uso de las instalaciones fue el principal problema de las anteriores campañas, dando lugar a resultados dispares. Según el censo de 2011, el número de familias con retretes era de 30,7%, mientras que la Oficina de Encuesta Nacional India (NSSO) establecía el porcentaje en 40,6%. La discrepancia entre los datos oficiales centró las críticas de instituciones y activistas.


Cabras comen basura en la entrada a una casa en Jaipur, una imagen común en muchas ciudades de India. / Á. L. M. C.
El Centro por la Ciencia y el Medio Ambiente (CSE) elogia que el presente gobierno quiera centrarse en la evaluación, pero considera que existen cuestiones del programa aun por esclarecer. “El proyecto no explica cómo se van a asignar los fondos para la construcción de retretes de manera apropiada. Tampoco el ministerio menciona plan alguno para mantener el estatus de áreas libres de defecaciones después de que los distritos sean incentivados por ello”, analiza directora de saneamiento y aguas en CSE, Sushmita Sengupta; en clara referencia a la corrupción existente en gobiernos locales y estatales.
Junto al número de inodoros a construir y el control de su uso, subyace un problema de mayor envergadura. La falta de infraestructuras es una dificultad añadida para reto de limpiar India. Los resultados del último censo son reveladores; el 10% de los hogares indios no cuenta con un sistema de drenaje para aguas residuales pese a disponer de retretes. “Un gran número de pueblos y aldeas en India carecen de desagües y tuberías, lo que obliga a los aldeanos a hacer de vientre en bosques, orillas de ríos, cunetas y demás”, explica T. V. Sekher, doctor en investigación política en el Instituto Internacional para Estudios de Población (IIPS), dependiente del Ministerio de Salud y Bienestar de India.
Desde esta universidad dedicada al análisis de políticas demográficas, recalcan que la Misión Limpiar India es el primer plan en la historia del país con grandes recursos para su puesta en funcionamiento. Pero el profesor Sekher pone en duda que se puedan cumplir los plazos: “Es un reto gigantesco; inalcanzable en cinco años”. El investigador subraya el mayor obstáculo del programa: “La cuestión básica ha quedado fuera del debate. Incluso si se construyen retretes gratis, no se usan. Muchos inodoros fabricados por instituciones públicas y sin ánimo de lucro han sido usados como almacenes por la población rural”.

La falta de higiene es la causa del absentismo laboral y escolar por el que India pierde el 6,4% del PIB anual 
Cambiar los hábitos de gran parte de la ciudadanía india acostumbrada a quemar la basura al aire libre o de orinar en el exterior de retretes públicos no se hace sólo con inversiones gigantescas. El PIB de los vecinos Bangladesh y Afganistán es mucho menor y en estos países sólo defecan al aire libre el 3% y el 15% de la población, respectivamente; lo que contrasta con el casi 50% que lo hace en India.
Según los datos del ministerio, el 15% de la inversión se dedicará a campañas de información, educación y comunicación (IEC). Consciente de la magnitud de la tarea y pragmático como es, Modi predica con el ejemplo. Junto otros tres millones de empleados gubernamentales, dedicó unas horas a limpiar las sucias calles indias durante el último aniversario del nacimiento de Gandhi, un día festivo. El gobierno también recaba apoyos entre la sociedad civil para sensibilizar sobre la relevancia de la misión. Personajes y organizaciones de renombre como la estrella nacional de cricket Sourav Ganguly o el grupo India Times han aceptado contribuir activamente en la campaña nacional.
El éxito del programa sanitario depende de la participación de la sociedad en su conjunto. Su consecución ayudaría a acercar las distancias abismales que separan a la India rural de las grandes metrópolis financieras del país; el verdadero reto del país asiático. Está por ver si la misión de limpiar India es, o no, otra más que acaba perdiéndose por el desagüe.

miércoles, 27 de enero de 2016

PRENSA. "Estallido de color para las viudas indias"

   En "El País Semanal":

Estallido de color para las viudas indias

Con la muerte de sus maridos, pierden su identidad y su valor, relegadas al rechazo social. Condenadas a la mendicidad y al luto eterno, recuperan la felicidad gracias al Holi, el festival de la primavera. Este es el retrato de ese fugaz instante de alegría.

Fotogalería
Una mujer baila bajo los pétalos y los polvos de colores del Holi. / ANDREA DE FRANCISCIS

Una nube de polvos rojos, amarillos, violetas. El aire se vuelve de colores. Cuando se asientan, dibujan las siluetas de cientos de mujeres, la mayoría ancianas. Algunas entonan los cantos religiosos dictados por el sitar, el acordeón y la tabla. Otras bailan alzando las manos y moviendo las caderas. Las más sensibles lloran y se abrazan a la que pasa al lado. Todas son viudas. Desde que perdieron a sus maridos sufren el rechazo de la sociedad. En India ser viuda es un tabú: muchos las consideran responsables de sus muertes.
Cargan, sin excepción, con una historia de sufrimiento. “Ya no lloro más porque se me han acabado las lágrimas”, dice Locki Mukherjee. Pero por un día se han olvidado de su destino. Es una efeméride muy especial: el Holi es un festival hinduista que celebra la llegada de la primavera y el triunfo del bien sobre el mal. Las calles se llenan de personas que comparten su felicidad pintándose unas a otras de colores. Después de mucho tiempo, las viudas han vuelto a coquetear con la vida, a jugar con polvos verdes, naranjas o rosas. Al menos por unos instantes olvidan que, como mandan las costumbres, deben permanecer enlutadas el resto de sus vidas.
Según HelpAge, una ONG que defiende los derechos de los mayores, en India hay en torno a 22 millones de viudas. Decenas de miles se instalan en ciudades sagradas como VrindavanHaridwar o Varanasi porque buscan liberarse del círculo de la reencarnación o acaban allí simplemente porque fueron abandonadas por sus familias. Allí, olvidadas, viven todo tipo de horrores; sin embargo, en general, sus condiciones en India son pésimas, explica el director de HelpAge, Mathew Cherian. “Su situación es un reflejo de la discriminación de género que se vive en el país, especialmente en las mujeres solas. En una sociedad patriarcal, cuando pierdes a tu marido, pierdes tu identidad y todo tu valor, no eres nada”.
Muchos aquí consideran que las viudas traen mala suerte. Los supersticiosos creen que sus sombras plantan maldiciones, por eso no son bienvenidas en las celebraciones. Tienen que vivir en duelo, lo que para los más ortodoxos significa que deben vestir solo saris blancos, el color del luto. No deben usar adornos, como aretes o pulseras, ni dejar crecer sus cabellos, ni cubrir sus pies desnudos.
Vrindavan, la “ciudad de las viudas”, tiene unos 57.000 habitantes. Situada al norte de India, a orillas del río sagrado Yamuna y tan solo 150 kilómetros al sur de la vibrante capital, Nueva Delhi, parece estar suspendida en un tiempo detenido cientos de años atrás y tener su propia lógica. Los hinduistas creen que fue allí donde el juguetón dios Krishna pasó su infancia. Por ello sus devotos han levantado miles de templos, creando una de las mayores concentraciones de construcciones sagradas del mundo. En el espacio que queda entre ellas, en pequeñas callejuelas retorcidas, vacas y monos campan a sus anchas.

La situación de las viudas es un reflejo de la discriminación que viven las mujeres. Cuando pierden a su esposo, se quedan sin identidad y valor”
Las viudas llegan a Vrindavan huyendo de los abusos y la humillación que les reservó su destino. Muchas tomaron la determinación solas por su fe en el dios Krishna. A otras las abandonaron allí sus familias cuando se convirtieron en una carga que no quisieron o pudieron soportar. Un estudio para ONU Mujeres estimó en 2011 que en esta ciudad y los pueblos colindantes hay unas 15.000, “viviendo muy por debajo del umbral de la pobreza”. Aunque el Gobierno les procura una pensión de viudedad de 500 rupias al mes (siete euros), solo la cobra el 25%.
La ciudad sagrada es una de las capitales del Holi, el escenario de las mayores guerras del color. En ella se encuentra la esencia de la celebración, pues la leyenda del juego está entrelazada con la historia de Krishna. El coqueto dios de piel azul envidiaba la resplandeciente tez clara de su amada Radha, por eso su madre le sugirió que pintara a la diosa del color que él quisiera. Un día al año, a finales de marzo, los indios cubren a sus seres queridos con polvos de colores.
Todos menos las viudas. Sus saris solo se teñían de color por accidente, con el polvo que quedaba en las calles tras el festival, o por algún niño que jugaba con ellas, aún ignorante de las supersticiones. Pero desde hace tres años Sulabh International organiza para ellas una fiesta de los colores. “Las viudas deseaban volver a celebrar el Holi, era una reivindicación de su existencia”, dice Bindeshwar ­Pathak, el fundador de la ONG, que tiene como misión la emancipación de los intocables. Pathak reconoce que su labor no tenía nada que ver con las viudas. “Pero cuando vi las condiciones de vida de estas mujeres, a las que les es arrebatada incluso la dignidad, tuve que hacer algo. De alguna manera, ellas también son intocables”. En agosto de 2012, el Tribunal Supremo decretó que Sulabh se haría cargo de parte de las viudas de la ciudad: ahora ayudan a 900 que viven repartidas en siete casas.

Me he olvidado del sentido de la felicidad. Ya no espero nada de la vida, estoy al final de ella. Solo espero la muerte para que acabe mi sufrimiento”
Esta medida se tomó como respuesta a un informe de la Autoridad Nacional de Servicios Legales que había concluido que las viudas sobrevivían con las limosnas que pedían fuera de los templos y sufrían todo tipo de explotaciones. Carecían de los servicios más básicos de salud o vivienda. Eso en vida. Tras su muerte, a sus cuerpos les esperaba una última infamia: en lugar de ser cremados, se cortaban y metían en sacos que luego se arrojaban al río.
Las miles de viudas que malviven en Vrindavan deambulan como almas en pena. Sus espaldas encorvadas están cubiertas por saris blancos desgastados por el tiempo. Muchas piden limosna con cuencos de metal. Algunas duermen a la intemperie. Otras alquilan, solas o con otras mujeres, cuartuchos en casas viejas. Las más afortunadas viven en ashrams, lugares de meditación, como los regentados por Sulabh y otras organizaciones. En un antiguo ashram escondido en el laberinto de Vrindavan las viudas se despiertan de madrugada y se preparan para cantar bhajans, los cantos devocionales hinduistas. Sobre todo cantan a Krishna, porque creen que son sus esposas espirituales y el dios las protege.
A mediodía comienza el movimiento de viejecitas por la casa color azul cielo distribuida en torno a un patio central bordeado por columnas y arcos que desembocan en pequeños cuartos. Cada una tiene una cama de madera con un colchón que no merece ese nombre. Todas sus pertenencias están en cajitas o botecitos que guardan debajo de la cama o en bolsas de plástico atadas a una cuerda. Cada una tiene su propio altar de Krishna o de Kali, o de ambos, con humildes ofrendas de comida, dulces e incienso. En el ashram hay un altar de mayores dimensiones, quizá más apropiado, para honrar a sus dioses.
Sobre esa hora, las ancianas sacan de debajo de la cama una pequeña estufa de aluminio y empiezan a cocinar. Son decenas sentadas en cuclillas cortando verduras e hirviendo el arroz. El ashram se llena de olores. Jengibre, cúrcuma, chile flotan en la habitación. Cada una emplea las especias a su gusto. Sus combinaciones reflejan la extrema diversidad cultural india. La de cada región, pero también la de cada comunidad y casa. Para las viudas, seguir cocinando significa mucho: es un orgullo y a la vez las hace sentirse unidas al mundo. Es al mismo tiempo trabajo y entretenimiento.
Manu Gosh, a sus 84 años, irradia energía. Menuda, como la mayoría, con un vaivén al caminar y regordeta. No tiene dientes, pero los labios hundidos no le restan autoridad: es una de las voces cantantes de la comunidad, cuya existencia se asemeja a la de un monasterio. Viven con lo mínimo. Entre ellas hay hermandad, las unió su destino.
“La celebración del Holi nos ha hecho sentirnos vivas otra vez. Cuando perdí a mi marido, hace más de 40 años, tuve que alejarme de cualquier placer en la vida. Jugar con los colores es una de las cosas que me ha devuelto la alegría”, explica esta mujer a la que su familia casó a los 10 años con un hombre que sumaba 15 más que ella. Casi justifica a sus padres: “Vivíamos otros tiempos, más difíciles. Éramos 11 hermanos y muy pobres”. Su marido falleció y ella se quedó con tres niños pequeños, que perdió uno tras uno. Su sonrisa solo se borra al recordarlos. “No podía alimentarlos y cuando enfermaban no podía hacer nada. Creo que murieron por la pobreza”, dice al borde del llanto. Entonces dejó Calcuta por Nueva Delhi, donde sobrevivía limpiando casas.
Cuando llegó a Vrindavan, trabajó en una tienda de té y también mendigó. Pero su vida cambió cuando llegó al ashram: ahora es mucho mejor, asegura. “Aquí nos dan 2.000 rupias al mes (28 euros), nos visita un doctor, tenemos una ambulancia y estamos muy bien”, relata mientras cocina, sentada en la postura de la flor de loto. Cuando se descuida, sale un ratón de entre sus cosas y le roba un poco de cilantro. Tanto Gosh como la gran mayoría de las viudas que han acabado aquí son del Estado de Bengala Occidental, donde hay un gran culto a Krishna. Allí las mujeres tienen derecho a las propiedades del marido, por lo que algunos hijos prefieren deshacerse de ellas y quedarse con la casa, explican los expertos.
El ashram en el que viven es conocido como el del “baba loco” porque lo fundó un asceta entregado a la devoción. Las mujeres que lo desean reciben clases: algunas trabajan con máquinas de coser, otras hacen varas de incienso o aprenden a escribir. Las hay de todas las edades, pero abundan las ancianas. Una de ellas, Lalita Dasi, ya no oye bien, pero está segura de que ya ha cumplido 110 años. Aunque encorvadísima, todos los días camina hasta la tienda para comprar sus verduras, y para cocinar se sienta en cuclillas. Es tan ­pequeñita, tan delgada, que parece que es solo piernas. Como casi todas, se pinta a diario con polvos de sándalo un gran rombo en la nariz y una “v” que le cubre la frente: el signo de Krishna.
En el ashram del “baba loco” se repiten un par de quejas: algunos baños están muy sucios, y con las lluvias, el agua se mezcla con los drenajes abiertos en la ciudad e inunda las habitaciones. A pesar de ello, las viudas son conscientes de que aquí tienen mejor vida que cuando deambulaban por las calles.
Una de ellas es Ram Bhai, de 65 años. Camina sin zapatos y lleva la ropa tan vieja y rota que uno de sus marchitos pechos asoma sin que ella se percate. Navega las calles con su bastón, pidiendo limosna. “Un día moriré y nadie recogerá mi cuerpo”, dice con la voz quebrada. Sus ojos tienen un halo azul, tal vez signo de cataratas. Con la muerte de su marido, relata, llegaron los malos tratos en su familia. “Me convertí en una carga. Ya no servía ni para limpiar la casa. Un día me subieron al coche y me abandonaron aquí”. Habla en un hindi casi poético, pero cuenta cosas muy tristes. “Me he olvidado del sentido de la felicidad. Ya no espero nada de la vida, estoy al final de ella. Solo espero la muerte para que acabe mi sufrimiento”.
Locki Mukherjee también mendiga junto a un templo. Su marido murió cuando ella tenía 18 años. “Eres una viuda, ya no perteneces a esta familia”, le dijeron. Al explicar que en Vrindavan sufre discriminación, un pandit (un sacerdote hinduista) grita: “Estas mujeres son un gran problema para nosotros. Bengala Occidental está contaminando la ciudad con ellas. El Gobierno tendría que hacer algo”.
Ella dice que los vecinos de Vrindavan nunca les ayudan, que sobreviven gracias al dinero de turistas y peregrinos –esta ciudad es la más sagrada para muchas sectas, entre ellas los Hare Krishna–. La supervivencia económica de las mujeres en India, en muchos casos, depende de sus familiares varones. Cuando fallece su marido, se quedan en un estado muy vulnerable.
Las viudas del ashram del “baba loco” saben que son relativamente afortunadas y el Holi es la ocasión para celebrarlo. Después de los cantos devocionales, hoy han tenido que deshojar las montañas de rosas que se usarán en la celebración. Una fila de mujeres, tijeras en mano, se disponen a cortar un lazo que cruza el patio del ashram. Con ello simbolizan que rompen con las tradiciones que las oprimen. Con la música a todo volumen empieza el juego. Primero cogen con ternura unos polvos de colores y, con las yemas de los dedos, tiñen las mejillas o la frente de la amiga más cercana. “Radhe, Radhe, es Holi”, justifican entre risas su travesura.
Después, la timidez se termina y empiezan a volar los polvos de colores, lanzados desde la distancia. Los saris se manchan de rosa, rojo, amarillo, verde, naranja. Todo es fiesta. Se arrojan flores, rosas y caléndulas. Una mujer se tira al suelo y lanza pétalos hacia arriba para que caigan sobre ella; después se recuesta sobre una pequeña montaña de flores y retoza como una niña pequeña. Dos mujeres se abrazan y ríen a carcajadas y comienzan a dar vueltas; se les une otra y otra. Bailan, primero con ritmo, luego enloquecidas. Las más mayores se esconden en las esquinas, pero no quieren perderse la acción: siguen mirando. Cuando la catarsis está en su máximo apogeo, la celebración se traslada a un patio externo, donde dos vasijas de barro cuelgan de un árbol. Cuando las revientan con un palo, brota agua de violeta. Así comienza la guerra. Todo se vuelve salvaje. Aparecen las pistolas de agua y las viudas con sus saris mojados se vuelven las guerrilleras del color. Al menos por hoy se sienten vivas.

jueves, 12 de noviembre de 2015

PRENSA. "La batalla por la dignidad de las limpiadoras de letrinas indias"

   En "El País":

La batalla por la dignidad de las limpiadoras de letrinas indias

En India aún existen al menos 300.000 familias que sobreviven mediante la recogida manual de los excrementos humanos


Una 'manual scavenger' trabajando en Dura Khund, Varanasi. / ELOISA D'ORSI


Cada día, durante 15 años, Meena recorrió las calles de Ramnagar, un arrabal en la periferia este de Nueva Delhi, cargando sobre la cabeza una cesta de mimbre rebosante de excrementos humanos. Trabajaba para diez familias de la zona y empezaba su ronda al amanecer. Le dejaban la puerta trasera abierta y se dirigía en silencio hacia la letrina de la casa, donde recogía las heces con la ayuda de una pequeña pala o, en ocasiones, con las manos desnudas. Luego pasaba a la siguiente casa. A última hora de la mañana vaciaba el contenido de la cesta en una alcantarilla abierta. A cambio, cada familia le pagaba 20 rupias al día (algo más de 25 céntimos de euro), aunque no siempre: a veces pagaban con retraso; otras, directamente, no lo hacían. Pero todas le tiraban el dinero guardando las distancias. Cuando hoy echa la vista atrás y piensa en el pasado, desde la habitación que comparte con su marido y una hija en Nan-nagri, otra zona de la capital india, Meena admite que, hasta su boda, nunca fue del todo consciente de que era una dalit, es decir, una intocable, una paria. Para ser exactos, era una valmiki, un grupo fuera de las castas que ocupa los peldaños más bajos en la intricada jerarquía social hindú. Lo eran sus padres, pero ella siempre se había ocupado de sus hermanos pequeños y nunca les había acompañado durante sus rondas matutinas. Después de ser madre buscó trabajo, pero descubrió que para una valmikicomo ella la única posibilidad era limpiar letrinas. Se acuerda muy bien de su primer día. Recuerda que el hedor que provenía de su propia piel agredía su olfato, y que intentó reprimir los conatos de vómito, en vano. Presa del mareo, el contenido de la cesta se le desparramó sobre todo el cuerpo. Los transeúntes la bordeaban, mirándola furtivamente, sin detenerse. Conteniendo la respiración hasta casi ahogarse, logró dar con una manguera en el patio de una casa. Sin embargo, apenas salieron las primeras gotas cuando apareció la dueña, gritándole. “Aquella mujer pertenecía a la casta de los brahmanes, y esa era el agua con la que lavaban el templo”, recuerda Meena. “Yo la estaba contaminando”.
Según un informe de Human Rights Watch publicado en 2014, en India aún existen al menos 300.000 familias como la suya. Mujeres y hombres que sobreviven mediante la recogida manual de los excrementos humanos, práctica conocida como manual scavenging [recogida manual] a pesar de que una ley aprobada por el Parlamento indio en septiembre de 2013 la prohibió, y de que una sentencia del Tribunal Supremo de marzo de 2014 exige a los diferentes estados indios hacer que se respete la ley y poner en marcha programas de “rehabilitación” para los recogedores manuales. Sin embargo, según Bezwada Wilson, fundador y líder de Safai Karmachari Andolan (SKA), organización que lucha para erradicar la práctica de la recogida manual, las leyes no son suficientes. “India se mueve siempre en dos direcciones opuestas: por un lado, el respeto a la Constitución; por otro, nuestra cultura, que gira alrededor de un sistema de castas que impregna la sociedad”. Bezwada, hijo de recogedores manuales, se embarcó en la lucha contra la discriminación por casta después de leer La abolición de las castas, panfleto escrito por B. R. Ambedkar en 1936. Una foto del primer intelectual dalit indio destaca en la oficina de Bezwada, en Nueva Delhi, y en muchos hogares parias de todo el país. El tema de las castas fue el centro de una polémica, crucial para el destino de India, entre Ambedkar, desconocido en el extranjero, y un Gandhi mucho más famoso. Para el segundo, las castas eran el aglutinante de la sociedad india, mientras que para el primero cristalizaban las estructuras de poder, legitimando atropellos y abusos. A lo largo de las últimas décadas, diferentes personajes dalit han llegado a la política india, pero la violencia con motivo de la casta sigue vigente y los datos, al menos los conocidos, son sobrecogedores: según la Oficina Nacional de Estadística sobre el Crimen, cada semana 13 intocables son asesinados, y al menos cuatro mujeres parias son violadas por miembros de castas superiores todos los días. “La violación de una mujer dalit no siempre se percibe como un crimen”, explica Bezwada. “Para algunos miembros de castas superiores, violar a una intocable es incluso una forma de purificarla”.
Los dalit, sobre todo en el norte de India, se asocian con actividades que tienen relación con la materia orgánica, residual: cortan el pelo, manipulan los cadáveres, curten las pieles o limpian letrinas. La recogida manual de los excrementos humanos es la clave que ilumina la producción cotidiana de la intocabilidad, a través del contacto con los líquidos pútridos que chorrean por el pelo, impregnan la ropa y se deslizan por la piel. Así las cosas, el problema de los recogedores manuales se funde con otros dos: el de los intocables y el de la higiene. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente la mitad de la población india sigue defecando al aire libre. En las zonas rurales y en los poblados de chabolas urbanos, donde no hay alcantarillados ni fosas sépticas, las familias usan letrinas en seco o las conocidas como wada, zonas comunitarias que requieren una limpieza manual. Cuando fue elegido primer ministro en el 2014, Narendra Modi anunció una campaña nacional para modernizar la situación sanitaria india. Desde entonces, las administraciones locales han puesto a disposición fondos para la compra de artículos sanitarios. Sin embargo, son muchas las familias pobres que cobran las ayudas pero no cambian sus costumbres higiénicas, y siguen encomendándose a los valmiki. Según el antropólogo Assa Doron, no es solo una cuestión de letrinas: la dicotomía entre puro e impuro se encuentra en los cimientos del hinduismo. La actividad de los recogedores manuales parece difícil de erradicar porque crea, a través de la degradación y la humillación de los valmiki, la base material de la rígida pirámide social hinduista. Pero la religión no es más que una de las lentes con las que observar el fenómeno.

Los dalit, sobre todo en el norte de India, se asocian con actividades que tienen relación con la materia orgánica, residual: cortan el pelo, manipulan los cadáveres, curten las pieles o limpian letrinas
En Durga Kund, un arrabal de Varanasi, corazón de la espiritualidad hinduista, se encuentra el barrio de los recogedores manuales, que todos conocen como Safai Basti. La aglomeración de casas bajas surge a poca distancia del templo principal, famoso por el enlucido color rojo fuego que se recorta contra el cielo de Uttar Pradesh, y que se distingue claramente de las viviendas que lo rodean cual isla en medio del mar. En lo alto de prácticamente la mitad de los cientos de chabolas se erige una cruz. Muchos valmikique viven en este poblado admiten que, con su conversión al cristianismo, confiaban en deshacerse de las obligaciones de su casta. Es el caso de Saroch, que hoy tiene 40 años, huérfana desde los 14. Cuenta que intentó rebelarse, negándose a seguir las huellas de sus padres, pero en la comunidad empezó a correr el rumor de que practicaba la magia negra. Así pues, se acercó a una iglesia evangélica, imaginando que al abrazar una nueva fe cambiaría su vida. Sin embargo, siguió siendo una valmiki entre sus nuevos hermanos cristianos, incapaz de zafarse de su identidad de casta y encontrar un trabajo distinto. Además, al convertirse perdió también el derecho de acceder al sistema de cuotas previsto en la administración pública para los dalit. A pesar de ser cristiana, Saroch retomó la cesta de mimbre de sus padres. Así las cosas, el sistema de castas que refleja el presente y el futuro de los valmiki va más allá del hinduismo, y atañe también a los cristianos, a los musulmanes y, en menor medida, a los budistas; para más inri, se ha visto reforzado con la apertura del país al mercado libre. Como explica Ramesh Nathan, secretario general del movimiento nacional dalit por la justicia, la oleada de privatizaciones de la década de 1990 creó un sistema de licitaciones que premia a los empresarios capaces de reducir los costes al mínimo. Un caso ejemplar fue el de la red ferroviaria india, un gigante de 65.000 kilómetros por el que 14.300 trenes transportan a 25 millones de pasajeros cada día. Los desagües abiertos la convirtieron en la letrina al aire libre más grande del mundo. Para limpiar las vías, las empresas privadas emplean la mano de obra más barata del mercado: los hombres valmiki. La servidumbre de la casta se aúna así con la lógica neoliberal.
Para las mujeres valmiki, que trabajan sobre todo en la limpieza de las letrinas en hogares privados, la SKA lanzó varios programas de apoyo económico. En Ghaziabad, un pueblo al norte de Delhi, 30 mujeres cosen bolsos que luego se venden en el circuito de comercio justo y solidario. Su edad varía, pero comparten experiencias similares. Hay quien ha practicado la recogida manual desde la adolescencia, y quien empezó después de casarse, siguiendo la tradición de la familia de su marido. Hace poco tiempo que abandonaron esa actividad, pero muchas siguen sufriendo la humillación de los restos de comida lanzados en un sobre, el agua negada, o ver su propia identidad reducida a la cesta que transportan en la cabeza. En las manifestaciones organizadas para llamar la atención del Gobierno sobre el drama de las mujeres valmiki, esas cestas alimentaron las hogueras, pero hay quien no excluye la posibilidad de volver a su anterior oficio: incluso quienes se declaran felices de su nuevo trabajo no logran librarse del miedo de ser prisioneras de un destino ya marcado. Encontramos ese mismo fatalismo en Leela, que vive a pocos pasos de Meena, en Ramnagar. “¿Por qué no he podido encontrar otro trabajo? A lo mejor porque no era mi destino”. Sigue limpiando letrinas en la zona, a veces con la ayuda de su hija y su hijo, mientras su marido trabaja para una empresa que se encarga del mantenimiento de las alcantarillas. En el pasado acompañaba a Meena, pero desde hace un año esta ha tomado otro camino: gracias a la ayuda de la SKA ha obtenido un bicitaxi eléctrico para el transporte de pasajeros. Leela nota que la vida de Meena ha cambiado: parece más segura de sí misma y, aunque sigue sufriendo discriminaciones, ya no tiene miedo. Después de haber quemado su cesta de valmiki, afirma Meena, el tráfico de Nueva Delhi no la asusta lo más mínimo.

miércoles, 17 de junio de 2015

PRENSA. EXPLOTACIÓN INFANTIL. "Oprimidos por la casta"

   En "El País":
12 DE JUNIO: DÍA MUNDIAL CONTRA EL TRABAJO INFANTIL

Oprimidos por la casta

Los dalits de la India sufren desde la cuna las consecuencias de la segregación

De por vida se ven privados de sus derechos fundamentales

Un niño dalit recorre uno de los suburbios de Varanasi (India).
Un niño dalit recorre uno de los suburbios de Varanasi (India). / VANESSA ESCUER

Golu se levanta cada día sin despertador. No tiene, ni siquiera sabe lo que es. Pero lo que sí sabe es que, antes de salir el sol, debe abrir los ojos y salir a las calles para recoger basura. Se frota los ojos, agarra su saco, lo apoya en su hombro y empieza a caminar. Vive en Varanasi, la ciudad sagrada del hinduismo, en India. Le rodean templos, los primeros cánticos, bolsas de plástico, vacas, insectos y algunas cabras. Prefiere salir a esa hora, cuando las calles están repletas de objetos que puede reciclar y vender y la muchedumbre todavía le permite transitar con más espacio. Pero, sea a la hora que sea, cuando deambula en busca de desechos es como si no existiera, nadie le dirige la mirada. Se torna invisible y es considerado “impuro”por estar en contacto con la suciedad. Así lo afirman las personas indias de casta superior, traduciéndolo al despiadado vocablo “intocable” en referencia a que se evita el acto de tocarlos para no perder su grado de pureza.
Para los hindúes creyentes, la casta no es un hecho social o económico, sino el resultado de una reencarnación. Se nace dentro de una casta, superior o inferior (de mayor a menor pureza, según su tipo de trabajo), o bien como paria, o como un animal, según la conducta que se ha observado en la existencia anterior. Así pues, la casta es, junto con la familia, la principal referencia de las personas indias y atribuye una posición que les determina en todo durante el resto de su vida.
Los excluidos prefieren denominarse dalits (oprimidos, en hindi) para reflejar la discriminación y sometimiento del que son víctimas. A pesar de su lucha constante desde los años veinte, que llevó a la abolición de este sistema de clases en 1950, nunca se suprimió el estigma en la vida real y unas 200 millones de personas en todo el país son consideradas intocables.
La discriminación acarrea todo tipo de agresiones, siendo repudiados, insultados y expulsados de lugares públicos. Según Human Rights Watch, cada año son registrados en India más de 100.000 casos de violaciones, asesinatos y otras atrocidades contra los dalits, muchas de ellas cometidas por la propia policía y sustentadas por los latifundistas y las autoridades locales.
Unicef cifra en 15 millones los niños y niñas dalits que trabajan en condiciones de semiesclavitud por míseros salarios. Más de la mitad de ellos son intocables, lo que significa que no pueden terminar la educación primaria debido, en parte, a que son humillados por sus maestros y maestras.

Derecho a la identidad

Son las 10 de la mañana y Golu regresa con la bolsa llena y su estómago vacío en busca de algo de pan para desayunar. Comerá si hay suerte y hay algo para cocinar; si no, deberá esperar a la hora de almorzar para ingerir el único alimento del día. No le importa comer siempre lo mismo. Le encanta el arroz y agradece saborear hasta el último grano del plato, que siempre devora acompañado de una oración.
Le llaman Golu (regordete, en hindi), aunque se trata de un mote que le quedó cuando era pequeño. Durante los pocos meses en que tuvo oportunidad de ir a la escuela (ahora, a sus 12 años de edad, ya es considerado un adulto), le asignaron el nombre de Sameer, pero a él no le gusta y, fuera del aula, le cuesta responder a ese alias. En realidad, no tiene nombre. Tampoco posee registro de nacimiento, como la mayoría de niños y niñas dalit, por lo que muchas y muchos de ellos son secuestrados o vendidos a cambio de dinero. La trata de personas, la prostitución, la venta de órganos o los niños soldado son algunas de las consecuencias sufridas por algunos, a menudo escondidos bajo la falsa apariencia de trabajo doméstico infantil.
El tráfico de niños ha alcanzado dimensiones alarmantes y cada año mueve unos beneficios de más de 30.000 millones de dólares. En los últimos 30 años, más de 30 millones de mujeres, niñas y niños han sido víctimas de este grave problema en Asia, con el único propósito de explotación sexual, según Unicef. Todo menor que no haya sido inscrito en el Registro Civil es considerado un apátrida. No hay prueba alguna ni de su edad, ni de su origen, ni tan siquiera de su existencia. El niño pasa a ser un incorpóreo ante los ojos de la sociedad y una presa fácil para todo traficante.

Alfabetización y médicos en los slums

Antes de ir a buscar a su hermano menor, Sajid, a la escuela, Golu corretea por las laberínticas calles de la ciudad. Se divierte mirando por las ventanas de los restaurantes y decidiendo qué comida le gustaría probar. Sabe que no puede entrar, y por si le quedan dudas, los propietarios le dedican miradas y gestos de alerta mientras disimulan atendiendo a los turistas.
Corre descalzo y con una destreza infalible, esquivando todo tipo de obstáculos. Llega hasta el río Ganges, dónde se zambulle y se da un largo baño después de una mañana de trabajo. Aprovecha y bebe un trago. Los restos de las cremaciones humanas que tienen lugar en la orilla, los esqueletos de animales, las aguas residuales y los desperdicios de las fábricas han contribuido a un alarmante grado de contaminación del río. Toda la ciudad huele a humo, a extinción. Ya bañado, Golu se viste y corre hasta la sede de la ONG gallega Semilla para el Cambio, donde le espera su hermano después de su jornada escolar.
La escuela ha dado una oportunidad a los niños y niñas de los slums. Encontrar colegios que les acepten es todo un reto. La mayoría de directores cierran puertas sin pudor cuando saben que los nuevos alumnos viven en los suburbios.


La mitad de los niños intocables y el 64% de las niñas, no puede terminar la educación primaria debido en parte a que son humillados por sus maestros y maestras. / VANESSA ESCUER
Semilla para el Cambio vio en la educación la mejor apuesta para su desarrollo e integración personal y profesional. “El proyecto inicial era muy pequeño, empezamos ofreciendo educación a 18 niños y niñas. A día de hoy hay 156 escolarizados y otros 30 en clases preparatorias”, cuenta María Bodelón, directora y fundadora de la ONG.
En Varanasi, más de 460.000 personas malviven en los 227 slums existentes en la ciudad, según datos de la organización Urban Health Initiative. La precariedad de los asentamientos se evidencia con la escasez de electricidad, la falta de agua corriente y la carencia de servicios sanitarios. Por si fuera poco, cada choza, amasijo de plásticos y telas, de unos 10 metros cuadrados y donde se hacinan familias de hasta ocho o diez miembros, cuesta un alquiler. Cada mes, deben pagar unas 400 rupias (seis euros) al dueño del terreno, mientras la mayoría de ellos sobrevive con menos de un euro y medio al día.
Montañas de basura ocupan cada centímetro de suelo. Su lugar de trabajo es su hogar. Reciclan y duermen en el mismo espacio, entre plásticos, vidrios, cartones y otros desechos. En estas circunstancias, la salud se enfrenta a grandes adversidades. “Todavía tienen lugar muchas enfermedades que se pueden prevenir fácilmente, como la tuberculosis. La falta de educación y de recursos hace que sientan poca confianza para acudir al hospital: no pueden leer los carteles para saber a dónde dirigirse ni rellenar los formularios de los centros sanitarios, además no son tratados con respeto por los doctores.”, explica María, que lucha para cambiar esta realidad.

Querer ser niño

Sentado en los ghats, las escalinatas del río Ganges, Golu repasa el abecedario escrito en las libretas de su hermano Sajid y sus compañeros. Se lo sabe de memoria, puede decirlo más rápido que leerlo. Lo repite sin cesar, exigiendo a los pequeños que se esfuercen en memorizarlo. Pasa a los ejercicios de cálculo, los resuelve en un santiamén y le da una colleja a su hermano por no prestar suficiente atención. Satisfecho, pide una cometa a un muchacho que merodeaba alrededor y la hace volar bien arriba buscando un pedacito de cielo, de libertad. Salta y ríe como nunca. Ese momento del día, entre letras y juegos, es el único que tiene para ser niño. Para sentirse el niño que realmente es.

Una niña, entre montones de basura.
Una niña, entre montones de basura. / VANESSA ESCUER
Empieza a oscurecer y Golu debe volver a su casa. Su padre le estará esperando para pedirle el dinero que ha ganado trabajando a la mañana. Con miedo, acelera el paso para entregarle las 10 rupias (15 céntimos de euro) que logró vendiendo plásticos para reciclar después de cinco largas horas de faena. Después, preparará su gran cesta de mimbre con algunas velas, metidas en pequeños cuencos hechos con hojas de árbol y acompañadas con flores, que vende en los ghats por la noche. Se apura, pues no le gustaría recibir otra bronca de su padre, pues sabe que no queda en un simple enfado. Ya lleva un ojo morado, y aunque asegura que es debido a una torpe caída, cuesta creer la falta de equilibrio del muchacho antes que el puño borracho del cabeza de familia. No ha ido al hospital porque, aunque lo haga, posiblemente no le atenderán. En la farmacia le pincharon una vacuna antitetánica caducada por falta de refrigeración.
Golu consigue vender tres velas, ganando 30 rupias (45 céntimos de euro) y librándose de una paliza. Toma prestada una de las candelas, la enciende y deja que la brisa se la lleve río adentro. “Ya he pedido mi deseo”, me susurra en el oído. Dicen que una vez se arroja la vela al Ganges, el agua se lleva aquello que uno ha implorado.
Ya es de noche y la gran luna ilumina las aguas milenarias del río sagrado. Flota en ellas la luz que arrastra su anhelo: "Llegar a ser médico para ayudar a los demás".