martes, 31 de enero de 2012

POESÍA. "Morir es retirarse...", por Jaime Sabines (México, 1926-1999)

Jaime Sabines

Morir es retirarse, hacerse a un lado,
ocultarse un momento, estarse quieto,
pasar el aire de una orilla a nado
y estar en todas partes en secreto.

Morir es olvidar, ser olvidado,
refugiarse desnudo en el discreto
calor de Dios, y en su cerrado
puño, crecer igual que un feto.

Morir es encenderse bocabajo
hacia el humo y el hueso y la caliza
y hacerse tierra y tierra con trabajo.

Apagarse es morir, lento y aprisa
tomar la eternidad como a destajo
y repartir el alma en la ceniza.

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (12 enero 2012):

PRENSA. "A grandes males...", por Agustín García Calvo

Agustín García Calvo

   En "El País":
A grandes males...

AGUSTÍN GARCÍA CALVO 29/01/2011

   ¿Grandes remedios? ¡No, por Dios! Eso sería sumamente peligroso: podría llegar a atentar contra el propio mal, y entonces ¿qué iba a ser del régimen del bienestar?
   Estoy hablando de lo que todo el mundo habla: de la actualidad política, o séase económica, de nuestros Estados, inquietante ciertamente, por no decir que desastrosa: es la que durante largos años se ha venido llamando crisis, que últimamente toca entre nosotros a las exigencias de la unión económica europea para con los países menos educados o bien regidos, y que en todo caso afecta justamente a los Estados desarrollados, sean los europeos, los unidos de América o el Japón, de tal modo que se trata evidentemente de un mal inherente al régimen del bienestar en que ha venido a parar el desarrollo.
   Me paro aquí a hacer notar, por si hacía falta, la enorme desproporción (numérica, dineraria) de las medidas que políticos, financieros y economistas proponen, imponen a sus poblaciones y hasta ponen en práctica como buenamente pueden, frente a la magnitud de las faltas, necesidades, estropicios o agujeros que en la economía de los Estados se producen. Otros, más estudiosos que yo de las grandes cuentas y cifras, tienen que haberles hecho saber, aunque sea tímidamente, esa desproporción: que, sumados todos los importes de esos remedios que se han propuesto o aplicado, no podrían montar más que a una mísera fracción de los que las nuevas necesidades y desajustes de Estados, bancas o cualesquiera finanzas representan.
   Sin cifras, el mero sentido común descubre que estas medidas o remedios que les sacan hoy los dirigentes son los mismos que se recordaban como propios del antiguo régimen: restringir gastos, apretarse, como decían, el cinturón, y hasta ahorrar, remedios ridículamente impropios para el régimen actual, que se mueve por una circulación dineraria sumamente alejada de las cosas palpables y por el despilfarro y producción de objetos no pedidos ni dirigidos a más consumo que su compra. De manera que, si algo de humor le dejaran vivo a la gente, se reiría de esas medidas y remedios como de una cataplasma aplicada a un cáncer.
   Está claro, salvo para quien tenga interés en no verlo, que el mal pertenece al propio régimen actual del mundo desarrollado, el del poder entregado al movimiento del dinero.
   Sería una buena ocasión de reconocer que este régimen, con todo su enorme éxito y por la calidad de su éxito justamente, era en su estructura y programa mismo una insensatez, una de las grandes insensateces que jalonan la historia de los seres ilusos que somos: pretender que eso de la vida que podía vivirse se puede cambiar tranquilamente por una dedicación de las personas (y las cosas) a venderse y comprarse unas a otras, y pretender que lo que pasa, está pasando o pueda pasar, se reduzca todo a tiempo, a futuro (que es lo solo con que el dinero sabe trabajar), y que ese futuro contado se tome como un sustituto de la vida y las posibilidades. Esa insensatez, por cierto, no se puede atribuir a ningún economista o mentes preclaras que la hayan inventado y la manejen: así como hoy día no pueden los entendidos en economía y finanzas dar razón de lo que le pasa al dinero (no entienden lo que pasa porque se creen que sí), así tampoco podemos achacarles la fundación ni dirección del régimen del dinero: es más bien el dinero el que, con sus ideas y teorías, los toma a su servicio para hacer de las suyas, esto es, para realizar las funciones que a él solo le corresponden.
   Que los males que dan lugar a tantas quejas, arreglos y diatribas pertenecen al régimen mismo del dinero, el sentido común lo dice.
   Sería poco amable pensar de mí que con esto estoy proponiendo como sola cura un cambio radical de régimen, un abandono del dinero. No es así. Pero eso no quita para que tenga sentido intentar que mucha gente del común reconozca que los remedios del mal con que los agobian y aburren son una ilusión, engaño y triste divertimiento.
   Es cierto que este diario y los demás medios tienen que dedicar larga atención y espacio a esas medidas ilusorias y discusiones consiguientes: al fin y al cabo, la información es seguramente la industria más importante del régimen del bienestar, la que más capital mueve. Pero que ello no quite que, por algún resto vivo de imperfección y duda, se le pueda en este o los otros medios dedicar al sentido común un rinconcito.

   Agustín García Calvo es catedrático emérito de Filología Clásica de la Universidad Complutense de Madrid.

PRENSA. "El miedo ha salvado quizá el euro", por Timothy Garton Ash

Timothy Garton Ash

   En "El País":
El miedo ha salvado quizá el euro

TIMOTHY GARTON ASH 30/01/2012

   Angela Merkel llegó a Davos el miércoles 25 de enero y, en un discurso construido con tanta solidez como un Mercedes, volvió a asegurar a los líderes económicos del mundo que el euro se va a salvar. Esta vez, sin embargo, existe una diferencia: parece que hay más gente que se lo cree. Y eso suscita de inmediato dos preguntas: aunque se salve la eurozona, ¿dónde está la estrategia de crecimiento? ¿Y dónde deja ese rescate del euro a la política europea en general?
   A propósito del euro, noto un cambio de ánimo considerable. Hace seis meses, los líderes políticos y empresariales no estaban convencidos de que Europa en general, ni Alemania en particular, fueran a hacer lo que era necesario. Una acumulación gradual de medidas pragmáticas individuales -muy al estilo de Merkel- ha cambiado esa sensación. Está la decisión de acelerar la implantación del Mecanismo de Estabilidad Financiera el próximo verano, pisando los talones al Instrumento Europeo de Estabilidad Financiera ya existente. Está el papel muy activo del FMI, otro método indirecto que tienen los Gobiernos europeos para ayudar (e imponer condiciones) a otros Gobiernos europeos. Están los "dos Marios". Hace poco oí a un destacado banquero calificar la iniciativa de Mario Draghi de conceder generosos préstamos a tres años del Banco Central Europeo a los bancos como "la forma europea de FC (flexibilización cuantitativa)". El programa pedagógico de Mario Monti para Italia también ha recibido elogios. No se trata de un "gran bazuka" al estilo de China o Estados Unidos; la versión europea consiste en un despliegue de bazukas pequeños y medianos.
   Dado que la realidad de los mercados es cuestión de percepciones, y que los seres humanos que forman "los mercados" tienen una sólida representación aquí, en Davos, podemos decir que esa percepción es también un elemento de realidad. El ánimo podría volver a cambiar, incluso en cuestión de días, si no se resuelve el aparente punto muerto en el que se encuentra la situación de la deuda griega. Pero cada vez se oye más decir que Grecia es un caso especial. En caso de una bancarrota griega, la eurozona tendría que actuar muy deprisa para demostrar que no iba a dejar que Portugal siguiese el mismo camino. Pero, de conseguirlo, ese podría ser también un punto de inflexión muy positivo. Significaría haber trazado una línea.
   Supongamos, pues, que, de aquí a seis meses, se salva la eurozona. Surgen dos problemas. El primero: ¿de dónde va a venir el crecimiento? La receta alemana de austeridad -sobre la que Merkel cree que necesita convencer a los reacios votantes alemanes (con unas elecciones nacionales en el horizonte, el próximo año), el Bundesbank y el Tribunal Constitucional alemán- no da una respuesta clara.
   Como advirtió George Soros en el discurso pronunciado en Davos el miércoles, si Europa no tiene una estrategia de crecimiento, corre peligro de caer en una "espiral de deuda deflacionaria". Si las economías se contraen y los ingresos fiscales disminuyen, el peso de la deuda -la ratio de la deuda acumulada respecto al PIB- aumentaría. A principios de semana, el FMI hizo pública una previsión revisada en la que hablaba de una contracción de la economía de la eurozona del 0,5% en 2012; por supuesto, a algunos países les irá mucho peor que a otros, y Reino Unido se verá arrastrado.
   Lo cual nos devuelve a la política. Si los mercados se mueven por percepciones y emociones, también lo hacen las democracias. Los primeros dependen de las de unos cuantos, y las segundas, de las de muchos. Y los sentimientos en Europa son muy negativos. Lean los periódicos, vean la televisión, observen las encuestas de opinión, sigan los debates en los Parlamentos nacionales, vean las manifestaciones en las calles: encontrarán pocas muestras de lo que Merkel llamó el otro día "la felicidad de poder construir cosas juntos".
   Existen enormes resentimientos entre unas naciones y otras: los griegos contra los alemanes y los alemanes contra los griegos; los europeos del norte contra los del sur; los británicos contra casi todos y casi todos contra los británicos. Existe una crisis general de confianza en el proyecto europeo. Y existe un escepticismo e incluso cinismo generalizado sobre los políticos, tanto nacionales como europeos.
   Si lo que estamos presenciando es la salvación del euro, es un triunfo del miedo, no de la esperanza. Otros grandes momentos del proyecto europeo -la implantación del mercado único, 1989, las sucesivas ampliaciones, el lanzamiento del propio euro- se produjeron gracias a la esperanza. Hoy, es el miedo el que ha llevado a Alemania y otros a hacer lo mínimo necesario: el miedo a que los costes de la bancarrota sean más altos que la desagradable y antipática alternativa de "rescatar" a los países en dificultades.
   Si la eurozona no recupera el crecimiento, o si solo lo hace en unos cuantos países mejor situados, estos resentimientos se multiplicarán. Aunque salga adelante, la crisis dejará legados de rencor. Cada vez más personas en la UE se preguntarán: "¿Así que para esto es para lo que de verdad sirve Europa?". (Recordemos que la unión monetaria europea se concibió no solo como una medida económica sino también, quizá incluso más, como una medida política). Esta pregunta tiene buenas respuestas, que es preciso articular con urgencia. Son soluciones que tienen que ver con nuestra capacidad de negociación en el mundo del siglo XXI, un mundo de gigantes emergentes, no occidentales, como China e India; desafíos globales como el cambio climático; la primavera árabe, la serie de acontecimientos más esperanzadora de esta década; y la defensa (con la ayuda de la crucial inmigración del mundo árabe, bien administrada) de los logros internos del último medio siglo, incluida cierta mezcla europea de prosperidad relativa, calidad de vida, justicia social y seguridad.
   Sería una insensatez creer que el euro ha sido el camino mejor y más recto para alcanzar esos objetivos. Si el euro no existiera, no sería necesario implantarlo todavía durante un tiempo. Pero existe, con todos los defectos de diseño que ahora se ven. Tenemos que partir desde donde estamos. Ahora sería peor volver atrás que seguir adelante. Por difícil que sea, los europeos deben corregir esos defectos sobre la marcha, trabajar dentro de los necesarios límites que les imponen las democracias nacionales y añadir una estrategia de crecimiento.
   Y, sobre todo, tenemos que reconocer que salvar el euro no puede sustituir al proyecto político general cuyo núcleo y catalizador se suponía que debía ser. La política del miedo quizá ha salvado el euro. Necesitamos una política de la esperanza para dar con una respuesta europea a la primavera árabe.

   Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la 'Hoover Institution' de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

lunes, 30 de enero de 2012

POESÍA. "Lento, amargo animal...", por Jaime Sabines (México, 1926-1999)

Jaime Sabines

Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo de polvo y agua y viento
que en la primera generación del hombre pedía a Dios.

Amargo como esos minerales amargos
que en las noches de exacta soledad
-maldita y arruinada soledad
sin uno mismo-
trepan a la garganta
y, costras de silencio,
asfixian, matan, resucitan.

Amargo como esa voz amarga
prenatal, presubstancial, que dijo
nuestra palabra, que anduvo nuestro camino,
que murió nuestra muerte,
y que en todo momento descubrimos.

Amargo desde dentro,
desde lo que no soy
-mi piel como mi lengua-,
desde el primer viviente,
anuncio y profecía.

Lento desde hace siglos,
remoto -nada hay detrás-,
lejano, lejos, desconocido.

Lento, amargo animal
que soy, que he sido.

PRENSA. "El rector de Salamanca" (sobre Unamuno)

D. Miguel de Unamuno

   En "La Vanguardia":
El rector de Salamanca

   Sigue vigente esta dura reflexión de Unamuno referida a España: "¡Qué país, qué paisaje y qué paisanaje!".

31/12/2011

Juan-José López Burniol

   Hoy hace setenta y cinco años murió, en Salamanca, Miguel de Unamuno. Dos meses y medio antes de su muerte –concretamente el 12 de octubre– había tenido lugar el grave incidente que provocó su ruptura con la España nacional, después de que hubiese roto también con la España republicana. Aquel día –se ha repetido mil veces– se celebraba, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, un acto con motivo de la fiesta de la Hispanidad, al que asistían Carmen Polo –mujer de Franco–, Millán Astray y José María Pemán. Mientras Millán profería brutalidades cuarteleras, Unamuno garabateaba sobre un papel. Cuando el militar terminó se levantó el rector, que lo era vitalicio. Se hizo un silencio expectante y Unamuno habló, interrumpido –a partir de cierto momento– por Millán y por los gritos del auditorio. Interesa hoy recordar tres de las ideas que expuso: 1. "Callar, a veces, significa mentir, porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia". 2. "Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana (...) Pero no, la nuestra sólo es una guerra incivil". 3. "Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica".
   El tumulto que se armó fue enorme. Unamuno tuvo que salir protegido por Carmen Polo y Pemán. Aquella tarde, Unamuno se dirigió como todos los días al casino, del que era presidente honorífico, donde fue insultado y rechazado. Diez días después, Franco firmó un decreto por el que se le destituía de todos sus cargos. Lo mismo había hecho Manuel Azaña, al otro lado del frente, algún tiempo atrás. Estaba claro: no había sitio para la tercera España. Así lo había percibido él, unos días antes: "No son unos españoles contra otros (no hay anti-España), sino toda España, una, contra sí misma. Suicidio colectivo". Confinado en su casa y vigilado, salía sólo para dar una vuelta por la plaza Mayor. Un día, acompañado por Eugenio Montes, se dirigió a la tienda del marmolista que estaba haciendo la lápida para su mujer, muerta hacía poco, y, tras sacar un papel del bolsillo, dictó con cuidado los versos de su propio epitafio: "Méteme, Señor, en tu pecho, / misterioso hogar, / que vengo deshecho / de tanto bregar". Era el 21 de diciembre. Diez días después, murió. Antonio Machado –santo laico siempre generoso– escribió en su necrológica: "Murió, sin duda alguna, tan noblemente como había vivido". Rechazado por unos y por otros.
   "Cartujo laico, ermitaño civil y agnóstico, acaso desesperado de esta vieja España". Así se definía a sí mismo Miguel de Unamuno, protagonista destacado de la vida pública española durante el primer tercio del siglo XX. No fue –ni es– muy leído por el gran público, pero su figura estuvo siempre presente en el debate diario como un personaje raro, original y paradójico. Comenzó su participación en la vida pública fundando La Lucha de Clases, primer órgano socialista bilbaíno, y terminó ubicado –según Federico Urales– "en el anarquismo místico a lo Tolstói, en el anarquismo cristiano", si bien reconoce que, paradójico hasta el tuétano, "también de ahí se escaparía". Pero él tenía clara su misión: "Suele, con mucha razón, decirse que cada loco con su tema; y mi tema es el de la espiritualidad, el del estado íntimo de las conciencias de un país, de sus inquietudes supremas"; para concluir que: "Yo he buscado siempre agitar y, a lo sumo, sugerir más que instruir. Si yo vendo pan no es pan, sino levadura o fermento". Un valenciano –Vicente Blasco Ibáñez– veía al vasco de otra manera. Un día, estando ambos en el parisino café de la Rotonde, durante su exilio, le dijo: "Usted, Unamuno, con este aspecto levítico, debía ir a Norteamérica a fundar una religión y a hacerse rico". Unamuno lanzó a Blasco una mirada indignada.
   La sociedad española actual es enormemente distinta de la que conoció Unamuno. Su nivel de vida ha alcanzado cotas entonces inimaginables, y su integración en Europa torna antigua y extraña buena parte de la obra ensayística de Unamuno. ¿Qué sentido tienen hoy, por ejemplo, las muchas páginas que dedicó a la europeización de España y a la españolización de Europa? Pero siguen estando vigentes, hoy más que nunca, dos constantes de su obra. La primera es una decidida voluntad superadora de aquel sectarismo cerril y gregario que encubre –hoy igual que entonces– una grosera avidez garbancera, más escandalosa aún y más obscena en los que son de verdad ricos, es decir, en aquellos para los que su riqueza ha llegado a ser un instrumento de poder y de influencia. Y la segunda es su crítica del individualismo hispano, expresado en la atroz máxima de "ande yo caliente...", y que –bajo las formas del egoísmo personal, del corporativismo grupal y del secesionismo tribal– impide la consolidación de cualquier organización racional de la vida colectiva. En este sentido, sigue vigente esta dura reflexión de Unamuno referida a España: "¡Qué país, qué paisaje y qué paisanaje!".

PRENSA CULTURAL. "¿Hubo audaces e inteligentes? Los hubo", por Félix de Azúa

"¡Caramba, don Jerónimo! ¡Está usted muy cambiado!' 'Es que no soy don Jerónimo'. 'Pues más a mi favor", ilustración de Tono para la portada del primer número de La Codorniz, del 8 de junio de 1941.- COLECCIÓN FUNDACIÓN ENRIQUE HERREROS / COLECCIÓN RAFAEL MUNOA. "El País".

   En "El País":
¿Hubo audaces e inteligentes? Los hubo

FÉLIX DE AZÚA 27/01/2012

   Félix de Azúa rememora los tiempos y el legado heroicamente divertidos y fabulosamente originales de la revista, una luz humorística en la noche del franquismo. El Museo de la Ciudad le dedica una muestra en Madrid.

   Muchos lectores pensarán que exagero, pero yo diría que los dos fenómenos periodísticos del inacabable periodo franquista fueron: en sus inicios, La Codorniz, y en su acabamiento, EL PAÍS. Ambos tienen más de una raíz común.
   En casi todas las sociedades sometidas a una explotación represiva la vida del espíritu subsiste bajo un disfraz irónico, sarcástico y paródico. Así era el Simplicissimus que se reía (temblando) del militarismo prusiano y eso fue Krokodil en la desolada Rusia comunista. En la España de Franco esa función la cumplió durante casi 40 años La Codorniz, cuyo subtítulo ("La revista más audaz para el lector más inteligente") ya concedía que había que ser muy espabilado para sugerir y captar la disidencia en un país cómodamente sometido a un régimen que moriría en la cama.
   Aquella revista de aspecto inconfundible llegaba a innumerables hogares españoles semana tras semana y se mantenía a la vista para que la leyeran las visitas. Aunque su tirada llegó a ser muy elevada (en su mejor momento alcanzó los 150.000 ejemplares) mucho mayor era el número de lectores. Yo la recuerdo como si fuera hace 40 años, en casa de mis abuelos, donde la leían por riguroso turno mis incontables tíos y primos cuando pasaban a rendir pleitesía. Y si no la compraban era, o bien por avara povertà, o bien porque no les parecía elegante. Sin embargo, pocas revistas han sido más elegantes que aquella, sobre todo comparada con las zafias revistas actuales. Todo lo cual puede constatarse en una impagable exposición del Museo de la Ciudad de Madrid.
   La Codorniz tuvo varias vidas, todas ellas explicadas por el comisario Felipe Hernández Cava en un catálogo imprescindible. La primera, la de junio de 1941, es un invento de tres talentos literarios y gráficos, Mihura, Tono y Herreros, hijos del surrealismo, del futurismo y del constructivismo ruso, padres de un humor disparatado, desatinado y absurdo que duraría hasta Tip y Coll. Junto a ellos, escritores como Edgar Neville, Fernández Flórez, Jardiel Poncela, Gómez de la Serna, Conchita Montes, Clarasó o Manuel Halcón.
   Ya en esta primera etapa figuraba como redactor jefe Álvaro de Laiglesia, un jovenzano de 19 años, chuleta, simpático y vivalavirgen que pasó su infierno en la División Azul. Luego volveremos a él. El tiraje inicial fue de unos 30.000 ejemplares y se vendía al precio de 50 céntimos. El diseño era de Herreros, un soberbio dibujante en la mejor herencia de Goya y Solana. Tanto dibujantes como escritores se sentían próximos al estilo italiano, el del Bertoldo, del Marc'Aurelio, de Pitigrilli, Mosca o Guareschi, pero también de los americanos que comenzaban en el New Yorker, sobre todo de Otto Soglow, James Thurber y Peter Arno, a los cuales Herreros copiaba con seudónimo cuando había que llenar espacio. A finales de 1942 se incorpora la fuerza real de la revista, Fernando Perdiguero (Menda), quien había sido indultado tras vivir el terror de una condena a muerte suspendida sobre su cabeza. Nada mejor, tras ese trago, que una revista de humor.
   La segunda Codorniz nace en marzo de 1944 cuando Mihura, que estaba deseando dedicarse al teatro, vende la cabecera por 90.000 pesetas a Godó, Pradera y Pombo Angulo. El nuevo director es Álvaro de Laiglesia y su redactor jefe el eficaz Perdiguero. En esta etapa, De Laiglesia pone la revista en los 150.000 ejemplares. Es la apoteosis. Se incorporan Goñi, Mingote, Chumy, Kalikatres, Ops, y una cierta crítica política sustituye el estilo "poético e irreal" que en opinión del nuevo director era ya "una fórmula agotada". Le añadió el subtítulo sobre la audacia de la inteligencia en 1951.
   Con De Laiglesia empiezan los conflictos. En noviembre de 1952 aparece una rechifla sobre el diario más brutal del movimiento, el Arriba. La Codorniz publica un Abajo con una cazuela y tres cucharas en lugar del yugo y las flechas. Un grupo de matones destroza la redacción y amenaza de muerte al director. En 1973 el Gobierno, o lo que fuera, cierra la revista cuatro meses con gran cabreo de Godó, que no concibe perder dinero molestando a los franquistas. En 1975 viene el secuestro administrativo y otros tres meses de cierre. De Laiglesia está condenado.
   La tercera y última Codorniz vuela en 1977 y la dirige Summers. El equipo de dibujantes es impresionante: El Roto, Chumy, Mingote, Gila, Máximo, Ballesta... El nuevo director continúa la línea absurda y disparatada que es marca hispana: Un señor entra en una librería, "¿Tiene usted mis memorias?". "¿Y quién es usted?". "Es que no me acuerdo" (Gila), pero el país había cambiado enormemente y se encontraba en estado convulso. La revista cierra en enero de 1978. Tres meses más tarde llega el célebre rebote del gato muerto con una nueva dirección, esta vez de Cándido, amigo de Felipe González, pero solo duraría nueve meses.
   En la lista de nombres hasta ahora mencionados han ido apareciendo una buena cantidad de firmas que han colaborado o colaboran con EL PAÍS. Hay muchos más ya que apenas hemos mencionado a los escritores, pero en sus últimas etapas la revista lanzó nuevos talentos (una jovencísima Rosa Montero, por ejemplo) junto a consagrados como Torrente. Por eso decía yo al comienzo que si la una fue el fenómeno de comienzos del franquismo, el segundo lo fue tras su defunción. De alguna manera el alma codornicesca de una sociedad caricatural, transmigró a EL PAÍS y a la democracia una vez muerto el tirano.
   La fabulosa originalidad de Tono, Mihura y Herreros (hay dibujos de Tono que deberían exponerse en el Reina Sofía), la grandeza de artistas como Chumy (que tenía el brochazo de Franz Kline) o El Roto, un dibujante que podría tomar café con Daumier, son solo cimas en una cordillera de cumbres. En buena medida todo ello fue obra de Álvaro de Laiglesia, uno de los personajes destacados de la época y uno de los escasos escritores cuyas novelas se han vendido por millones. Hombre difícil, arisco, frívolo, de una vitalidad envidiable, representante magnífico de aquella España que vivía con Franco, pero le detestaba. Su hija Beatriz de Laiglesia hace de él un retrato espléndido, tan bueno como el de Joaquín Calvo Sotelo, escritor muy sobresaliente, por cierto.
   Según cuenta Bea, su padre tenía una voz campanuda y engolada, como de barítono, y también el tipo. Cantaba en ruso mientras se arreglaba por las mañanas y pasaba mucho rato peinándose hasta conseguir un rizado de aspecto natural, pero despeinado. No usaba gomina, pero sí Floïd después de afeitarse aplicándoselo a implacables tortazos. Fumaba mucho, bebía mucho, trasnochaba mucho, trabajaba mucho... de todo mucho. Y no soportaba que en su presencia se contasen chistes. Era un solitario disfrazado.
   Como padre fue un desastre. Abandonó a la familia cuando la niña tenía 10 años y ya no regresó nunca más. Eso no impidió que tanto su mujer como su hija le vieran con frecuencia (en bares), con más simpatía que amor. Cuenta Bea aquella ocasión en la que Paco Rabal entró en el local y tras saludar a Álvaro, quien la presentó al actor muy caballerosamente, se sentó en una mesa a espaldas del escritor. Desde allí se timaba con Bea de la manera más seductora: alzando repetidas veces el peluquín que gastaba (llevaba la calva cruzada de esparadrapos) y guiñándole un ojo. El humor de La Codorniz, en este país, a veces no es surrealismo, es realismo socialista.

PRENSA. "Lo que no queremos ver", por Elvira Lindo

Elvira Lindo

   En "El País":
Lo que no queremos ver

ELVIRA LINDO 29/01/2012

   Dickens vive. De la misma forma que sobrevive Charles, el niño de 12 años que entró a trabajar en una fábrica de betún en 1824 mientras su padre cumplía condena en la cárcel por no poder hacer frente a sus deudas. Sobrevivió esa desdichada criatura en muchas de las novelas con las que el escritor se convirtió en uno de los primeros fenómenos populares de la literatura. El escritor la tuvo presente en Oliver Twist, en Cuento de Navidad, en Casa desolada, en David Copperfield. Toda la obra de este grande del que se cumple dentro de unos días el bicentenario está impregnada del sentimiento de humillación que padeció de niño, cuando despojado de la protección paterna, se vio trabajando de sol a sol en una fábrica infestada de ratas: "Rememoro con tristeza aquella época de mi vida, y muchas veces me olvido de que tengo una mujer y unos hijos, incluso de que soy un hombre". Su niñez explica un sentido de la justicia tan imperioso que estoy convencida de que influía en la resolución de sus argumentos: tras someter a los personajes a múltiples penurias, siempre hay alguien, un tercero, que restablece la verdad y devuelve al miserable la buena vida que le fue arrebatada. Tal vez eso explique la cabezonería con la que peleó en Estados Unidos unos derechos de autor que le habían sido negados por el mero hecho de no ser americano. Lo que la prensa interpretó como codicia él lo reclamó como derecho puesto que, aunque dicen que el público lector esperaba con impaciencia la llegada del barco en el que traería el último capítulo de una novela que seguían por entregas, él no disfrutó de los beneficios de su tremenda popularidad en el país de los yanquis. Dickens vive. Vive más que nunca, aunque los niños o los jóvenes no lo lean (que yo sepa) tanto como lo leímos nosotros, a los que nos creó una conciencia social en estado puro, sin el consabido envoltorio ideológico que vendría luego. Dickens, su espíritu, está latiendo poderosamente en esta época en la que la codicia de los ricos ha vaciado los bolsillos de los pobres y lleva camino de vaciar los de la clase media. Cierto es que la explotación infantil no sucede ante nuestros ojos pero, de vez en cuando, por una noticia o una imagen que reclama solidaridad, sabemos que la ignominia no ha dejado de ocurrir, aunque tenga lugar en un país tan lejano que el espectáculo de esa miseria no nos azote a diario. Durante unos días, el periódico The New York Times ha publicado unos valientes reportajes sobre las condiciones de los trabajadores en las fábricas proveedoras de componentes a las grandes empresas tecnológicas. Si empleo la palabra valiente es porque no deja en muy buen lugar a empresas americanas que, aprovechándose de la baratura del empleo en las célebres tierras lejanas y descargando toda la responsabilidad en la falta de derechos de aquellos países, niegan que su presión a la hora de marcar los tiempos de entrega tenga algo que ver con que, por ejemplo, en el pulido del cristal de un iPhone, en vez de usar alcohol, que tiene un secado lento, opten por una sustancia altamente tóxica. Si califico el reportaje de valiente, repito, es porque, según las encuestas, un 57% de los americanos no le ven a los productos Apple ninguna peguita, y se entregan a ellos como quien se entrega a una imagen religiosa que les comunica directamente con san Steve Jobs, que ya está en los cielos. Este tipo de noticias pueden provocar un mal rato a ese batallón de sensibles corazones que piensan que las creaciones de Jobs han servido solo para mejorar el mundo. Lástima que para sofisticar la calidad de nuestras comunicaciones haya personas que vivan hacinadas en un cuarto, sin derecho a la intimidad, que trabajen 60 horas a la semana, que pongan su salud en peligro, que se dejen la piel literalmente en ello. No es demagogia, como tampoco lo eran las narraciones dickensianas. Hace falta que uno de esos jóvenes trabajadores que pulen cristales convierta su humillación en novela o reportaje y cuente aquello que solemos olvidar: cómo se fabrican las cosas. Habría que esquivar, eso sí, la censura de su país, por la que al parecer estamos muy preocupados. No estaría de más que nos llegara esa historia por escrito. La leeríamos, no podría ser de otra manera, como un acto de solidaridad. En un libro de papel. No, mejor en un iPad, que le daría al acto de la lectura un carácter simbólico. O no, mejor todavía, descargada gratuitamente de la Red, porque ni la cultura ni la solidaridad han de tener fronteras. Se ha hablado mucho de la explotación a las mujeres del sector textil o de la inmoralidad de lucir abrigos que provienen de un cruel sacrificio animal, pero el terreno de lo tecnológico sigue envuelto por una especie de manto santificado que protege al usuario de las malas noticias. Qué guay. Levantamos el puño con furia para reivindicar nuestro derecho a meter en un aparatito tres mil libros, cien mil canciones, dos mil películas. Esto nos debe estar haciendo brillantes y cultivados, aunque de momento no se vean señales de ello, y aunque no sintamos la obligación de sacar la cara por aquel que produjo estos pequeños tesoros sin los cuales muchos afirman que ya no sabrían vivir.

viernes, 27 de enero de 2012

POESÍA. "Niebla", de Javier Lostalé (Madrid, 1942)

Javier Lostalé

Niebla

Todos somos niebla. Nos deshabitamos cada vez que otro ser
tiembla su voz inaugural en nuestra sangre,
y ponemos luego la memoria al nivel de la bruma del mar
para abrazar el transparente cuerpo de lo perdido.
Todos somos niebla. Buscamos una mano
y por un precipicio de silencio resbala
la inocencia muerta de su tacto.
Sobre su cadáver crecen las yemas de nuestro sueño.
Todos somos niebla. Pronunciamos una palabra
y el eco nos devuelve olvido.
Pero el corazón, al no tener cura,
navega tan alto como una estrella.
Todos somos niebla. En un rostro besamos nuestra propia herida para envejecer después sostenidos por aquella llama de sombras. Todos somos niebla. Miran siempre lo ojos lo que nunca ven
y así se torna la vida anunciación de un tapiado jardín.
Todos somos niebla. El pensamiento carboniza lo que desvela
hasta alcanzar la grávida invisibilidad del abandono
y despertar todavía imágenes con nuestro ojo de vuelo desierto.
El mundo es niebla. Confusos pasos por dentro.
Deslumbrante ceguera de que se abre mientras se cierra.

POESÍA. "Breve amor", de Javier Lostalé (Madrid, 1942)

Javier Lostalé

Breve amor

Absorto el muchacho va
en el otro paisaje
con que el amor transfigura la luz.
Y mira desde su desconocido dominio
cómo las barcas son traspasadas
por la clara palpitación de la sombra
que las dibuja como formas de su deseo.
Envuelto va en la invisible red
que teje un cuerpo poseído en su exhalación
a través del cual escucha
el sonido del trajín diario
misteriosamente sumado a su solitario destino.
Conciencia tiene de la brevedad de su amor
y se inviste de tristeza para salvarlo,
por eso su palabra vive en el confín
y su paso se ilumina en lejanía
no distinta al rayo de la brisa nocturna.
De nadie por lo que posee
se hundirá en la soledad.
Y nunca será reconocido.

PRENSA CULTURAL. "Las viñetas de la cruda realidad", reportaje

Imagen de Palestina, de Joe Sacco. "El País"

Viñetas pertenecientes a Crónicas de Jerusalén, de Guy Delisle. "El País"
   En "El País":
Las viñetas de la cruda realidad

   Tras su crónica sobre 'Pyongyang', Guy Delisle firma 'Crónicas de Jerusalén' - El periodismo halla en el tebeo un vehículo de expresión de temas candentes.

MAURICIO VICENT - Madrid - 14/01/2012

   Llámese como se le quiera llamar -novela gráfica, historieta de actualidad, tebeo de no ficción...-, la tendencia al cómic serio se consolida frente a las aventuras y temas de toda la vida. Aunque cada vez el género se amplía más y gana adeptos en Estados Unidos y Europa, no se trata de un fenómeno nuevo. El Maus, de Art Spiegelman, sobre el Holocausto, o el Palestina, de Joe Sacco, dos verdaderas biblias dentro de este estilo, han cumplido veinte años. También tiene una década Pyongyang, del dibujante canadiense Guy Delisle, que después de pasar dos meses en la capital de Corea del Norte asesorando el trabajo de unos estudios de animación, destripó al régimen de Kim Jong-Il con gran sentido del humor en un libro de referencia. Su último cómic, Crónicas de Jerusalén, es uno de los lanzamientos de la temporada en España.
   Además, la vertiente más seria del género será la protagonista en la gran cita del cómic europeo, el Festival de Angulema. El certamen francés, que el año pasado concedió su gran premio a Spiegelman, dedica una gran exposición al autor estadounidense, que será presidente del jurado de la cita, celebrada entre el 26 y el 29 de enero.
   El caso de Guy Delisle es representativo del éxito de la llamada novela gráfica. Crónicas de Jerusalén, que ha visto la luz en diciembre, está funcionando muy bien en Francia y en solo un mes en España casi se ha agotado la primera edición (Astiberri), de 5.000 ejemplares. La editorial ya prepara la segunda y va a reeditar Pyongyang -del que se vendieron 13.000 ejemplares en su momento- aprovechando la vigencia que ha cobrado el libro tras la muerte del dictador coreano. En el caso de Corea del Norte favorecen las circunstancias: el país está igualito y el libro retrata su espíritu totalitario mejor que cualquier documental.
   "El cómic ha cambiado, se ha abierto a diferentes formas de hacer, ya no es solo ficción", asegura Delisle desde su casa en Montpellier. "Del mismo modo que con la edad uno cambia y le apetece dibujar otras cosas, la gente hoy se interesa por otras historias que pueden leerse cada día en los periódicos o verse en la televisión". Delisle (Quebec, 1966) no entra en el debate de si lo que hace es novela gráfica u otra cosa, aunque siente más cercano su trabajo a la narración literaria que al reportaje periodístico, que sería el caso de los libros de Sacco sobre la primera Intifada palestina o Gorazde, sobre la guerra de Bosnia.
   Las diferencias con el norteamericano son obvias; mientras Sacco va a un lugar buscando investigar una historia y documentarse para luego escribir/dibujar lo visto con toda crudeza, como si se tratara de un gran reportaje en primera persona, Delisle simplemente vive su vida en los lugares que visita y cuenta lo que le sucede de modo subjetivo y siempre con ironía. "Es lo contrario al periodismo: lo que hago es una especie de gran postal, como la que enviaría a mi familia contándoles lo que me ha pasado, lo que me sorprende y me choca, lo que desconozco y aprendo de una realidad", explica.
   Esa aparente ingenuidad -solo aparente- y esa distancia calculada de lo que habla -sea sobre Birmania, Shenzhen, en China, o Pyongyang- son fundamentales en el hilván de sus libros de viajes y para lograr la cercanía del lector con las historias que trata. En el caso de Crónicas de Jerusalén -"postal" del año que pasó en la ciudad santa acompañando a su esposa, miembro de Médicos sin Fronteras- Delisle utiliza como leit motiv su dedicación a sus hijos pequeños -"no teníamos dinero para nanas", confiesa- y su afán por dibujarlo todo para guiarnos por los entresijos de un conflicto que ocupa las primeras páginas de todo los informativos. El lector descubre las claves profundas del drama a través de sus vagabundeos por la ciudad, de los múltiples ángulos desde donde dibuja el muro vergonzante que divide a árabes de judíos y sobre todo de sus bromas inteligentes. En Gaza, dice, los palestinos "tienen derecho a votar democráticamente, pero deben votar democráticamente al partido que elija Israel".
   "La novela gráfica es solo un concepto, una forma de llamarlo, pero sigue siendo cómic. Lo que pasa es que hoy el cómic ha madurado y trata un montón de temas que cada vez interesan a un público más general", asegura Héloïse Guerrier, editora de Astiberri. En su catálogo hay más de 300 obras y día a día se amplía el número de las que tratan asuntos "de actualidad", como los cómic del propio Delisle. Está también Viva la vida. Los sueños de Ciudad Juárez, de Edmond Baudoin, una indagación antropológica sobre la violencia en esa ciudad mexicana, o los tres tomos de Una vida en china, de Li Kunwyu, quien después de 30 años de realizar dibujos de propaganda para el Partido Comunista, ajusta cuentas con la historia de su país.
   David Hernando, director editorial de Planeta DeAgostini Cómics, quien lleva en España la obra de Sacco, coincide en que este tipo de historias serias "cada vez tiene mayor aceptación". Gracias a ello, dice, "el cómic poco a poco puede equipararse con la narrativa, donde caben géneros de toda índole". Son temas que tienen tanto gancho, o más, que cualquier aventura de ficción.

PRENSA. "¿El fin de la dictadura del 'culturetado'?, por José Ángel Mañas

José Ángel Mañas
   En "El País":
¿El fin de la dictadura del 'culturetado'?

JOSÉ ÁNGEL MAÑAS 26/01/2012

   Uno de los que ha descrito con mayor plasticidad el estado actual de los artistas ha sido el escritor Agustín Fernández Mallo: "A veces los creadores somos como osos de Alaska a quienes se les derrite el hielo bajo los pies. Gritamos, pero eso no evitará que el hielo siga derritiéndose". No podía estar más de acuerdo. Pero no olvidemos que los osos saben nadar.
   La imagen me parece un buen punto de partida para reflexionar sobre las incómodas circunstancias en las que se encuentran actualmente los artistas y sobre su problemático encaje en el siglo XXI, que será -lo podemos decir ya- el siglo de la información. He leído en alguna parte que, si apilásemos CD con toda la información que hemos ido acumulando durante los últimos años en Internet, el conjunto daría para llegar de aquí a la Luna. Hay pocas cosas ciertas en este inicio de milenio, pero una de ellas es que nunca antes en la historia de la humanidad se había acumulado tanta información.
   Y, curiosamente, en esta era de la información los artistas están sufriendo como hacía bastante que no sufrían. Hay que decir que durante el siglo pasado estuvieron mal acostumbrados. Por primera vez en la historia habían conseguido entrar en las instituciones. Su pasado, hasta que aterrizaron en los Estados de bienestar, había sido otro. Durante muchos siglos, el arte fue el privilegio de las clases adineradas. A menudo, los artistas eran, en realidad, una suerte de bufones. Alguien como Quevedo debió de ser una curiosidad para la corte de Felipe IV. Mozart, un capricho de la corte de Viena. Literatura y música no eran sino pasatiempos de las clases altas, a quienes, como es lógico, les correspondía ejercer de mecenas. Y raro era el artista que mordía abiertamente la mano que le daba de comer.
   En el siglo XIX, sin embargo, los bufones dejaron de ser tan simpáticos. Con el auge del Romanticismo, la figura del artista se transforma y nace el bohemio enfrentado a la sociedad burguesa. Esta es la imagen del creador que más ha calado. Desinterés material y amor intransigente por el arte, inconformismo, liberalidad sexual, genialidad y locura, son algunos de los atributos de un personaje decimonónico que aún hoy subsiste en el imaginario colectivo. Baudelaire se pintaba de verde el pelo para epatar a sus contemporáneos, Larra se pegó un tiro por amor y Van Gogh se cortó una oreja.
   Por su parte, el XX fue el siglo de las guerras mundiales, de la televisión, del cine y de la cultura popular. Durante la primera mitad del siglo la figura del artista se politiza. El creador se compromete, se echa a la calle, se hace de izquierdas. Muchos mueren en la Guerra Civil española, otros parten al exilio. También Europa mira hacia Moscú. Alberti, Neruda, Brecht, Camus, Sartre, Moravia. La lista es inacabable y la tendencia tan poderosa, que durante un tiempo pareció que ser intelectual y de derechas fueran dos cosas incompatibles. Ahí empezaron los problemas históricos que han tenido, desde hace casi un siglo, los partidos conservadores con la cultura.
   La situación evolucionó al mismo tiempo que la realidad social europea y así, en la segunda mitad del XX (una circunstancia que dura hasta la fecha), la intelectualidad occidental entró en las instituciones y pasó a ocupar puestos de una novedosa responsabilidad política. Personalidades como Malraux y Semprún se convierten en ministros de sus respectivos países y la cultura pasa a ser uno de esos dispendios lujosos de un Estado de bienestar que asume, entre sus tareas, la de subvencionar a sus creadores y poner el arte al alcance de todos.
   Es la situación de la que salimos y en la que ha irrumpido con fuerza un elemento con el que pocos contaban: la cibercultura o el internautismo, llámese como se quiera. Los internautas más beligerantes, con su filosofía libertaria y sus teorías del procomún y de la copia libre, llevan ya unos años enfrentándose con virulencia a los adalides de los derechos de autor y del intervencionismo estatal. No entraré en los argumentos que se están esgrimiendo desde las trincheras de ambos campos en lo que quizá sea el debate intelectual más apasionante del último lustro. Me parece que no es el momento y hace tiempo que asumí que estoy entre los perdedores: las minas tradicionales se están cerrando y yo me cuento entre quienes luchan para defender un anacrónico medio de subsistencia.
   Lo que sí quería resaltar es la curiosidad de que, por primera vez en la historia reciente, el colectivo de artistas, vamos a llamarlos clásicos, se han encontrado en una situación descaradamente retrógrada y reaccionaria. Y eso, para quienes están acostumbrados a ser la vanguardia cultural de nuestras sociedades, es una situación insólita e incómoda, de la que no saben cómo salir. Yo sospecho que será con los pies por delante. Así que vayamos entonando un réquiem y esperemos que los vencedores se muestren piadosos. La batalla, tal y como está planteada en estos momentos por los culturetas, está perdida de antemano.

   José Ángel Mañas es escritor.

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (26 enero 2012):

jueves, 26 de enero de 2012

POESÍA. "La memoria de la tarde...", de Javier Lostalé (Madrid, 1942)


Javier Lostalé
La memoria de la tarde
declina en el silencio,
ajeno en su horizonte,
de un olvidado ramo de rosas. Hay en todo una penumbra triste
que se hunde sin rostro
mientras el corazón escucha
el latido puro de las sombras.
Una nube fija irradia
en lento vaho tu nombre
y toda la habitación se empaña
con su cuerpo transparente.
El tiempo es vuelo sin anuncio
en el que la mirada se pierde
hasta que el pensamiento alumbra
núbil criatura de espuma.
Un advenimiento sin nadie
se consuma entonces en el pecho,
y las lágrimas se nublan
en su hondo cielo sellado.
Una cegada luna
fluye sin hora en la sangre,
mientras la soledad es una estancia
que se va quedando sin aire.
La memoria de la tarde declina
como un labio entreabierto sin beso.

PRENSA. "Capitanes valientes, o no", por Arturo Pérez-Reverte

 
Arturo Pérez-Reverte
   En "El País":
Capitanes valientes, o no

   Con el auge de las comunicaciones fáciles vía Internet y telefonía móvil, la responsabilidad de un marino se diluye. Las modernas comunicaciones hacen ya imposible la iniciativa de quienes están sobre el terreno.

ARTURO PÉREZ-REVERTE 25/01/2012

   La noche del 14 de abril de 1912, 99 años y nueve meses antes de que el Costa Concordia se abriese el casco en un escollo de la isla toscana del Giglio, el Titanic se hundió en el Atlántico Norte llevándose a 1.503 personas. El abandono del barco fue desastroso. El capitán Edward Smith, que pese a 34 años de experiencia profesional se comportó más como torpe gerente de un hotel de lujo que como marino, tardó 25 minutos en lanzar el primer SOS. Además, retrasó la orden de abandonar el barco, disimulando esta de modo que la mayor parte de los pasajeros no advirtió el peligro hasta que fue demasiado tarde. Después, la falta de botes salvavidas, el mar bajo cero y los 25 minutos perdidos en la llegada del primer barco que acudió en su auxilio, remataron la tragedia.
   Cuatro semanas más tarde, en un artículo memorable publicado en The English Rewiew, Joseph Conrad confrontaba el final del Titanic con el hundimiento, reciente en aquellas fechas, del Douro: un barco más pequeño pero con proporción similar de pasajeros. El Titanic se había hundido despacio, entre el desconcierto y la incompetencia de capitán y tripulantes, mientras que en el Douro, que se fue a pique en pocos minutos, la dotación completa de capitán a mayordomo, menos el oficial al mando de los botes salvavidas y dos marineros para gobernar cada uno, se hundió con el barco, sin rechistar, después de poner a salvo a todo el pasaje. Pero es que el Douro, concluía Conrad, era un barco de verdad, tripulado por marinos profesionales y bien mandados que no perdieron la humanidad ni la sangre fría. No un monstruoso hotel flotante lanzado a 21 nudos de velocidad por un mar con icebergs, atendido por seis centenares de pobres diablos entre mozos, doncellas, músicos, animadores, cocineros y camareros.
   Escrito hace un siglo, el comentario conradiano podría aplicarse casi de modo literal al desastre del Costa Concordia. Pese al tiempo y los avances técnicos que median entre uno y otro barco, muchas son las lecciones no aprendidas, las arrogancias culpables y las incompetencias evidentes para cualquier marino, aunque no siempre para los armadores e ingenieros navales: desmesura en los grandes cruceros, escasa preparación de tripulaciones, fe ciega y suicida en la tecnología, o competencia profesional de los capitanes y oficiales al mando. En este último aspecto, ciertos detalles en el comportamiento del capitán del Costa Concordia, Francesco Schettino, quizá merezcan considerarse.
   Todo capitán de barco tiene dos deberes inexcusables: gobernar su nave con seguridad y destreza y, en caso de incidente o naufragio, procurar el salvamento de pasaje, tripulación, carga y, a ser posible, del barco mismo. Esa es la razón de que, en otros tiempos, un capitán pundonoroso se hundiese a veces con el barco, pues su presencia a bordo era garantía de que todo se había procurado hasta el último instante. Y así, a un capitán capaz de gobernar bien un barco y asegurar en caso de incidente o tragedia la mayor parte posible de vidas y bienes, se le considera, hoy como ayer, un marino competente.
   En la varada del Costa Concordia, en mi opinión, el concepto de incompetencia se ha manejado con cierta ligereza. No creo que el capitán Schettino fuese un incompetente. Treinta años de experiencia y una óptima calificación profesional lo llevaron al puente del crucero. Hacía una ruta conocida, y la maniobra de acercarse a tierra es común en esa clase de viajes. Además, una vez producida la vía de agua casi en la aleta de babor -lo que significaría que ya estaban metiendo a estribor para evitar el peligro-, la maniobra de largar anclas a fin de que, con las máquinas anegadas y fuera de servicio, el barco bornease 180º con su último impulso para acercar el costado a tierra y no hundirse en aguas profundas, parece impecablemente marinera y propia de buenos reflejos. El exceso de confianza, una mirada superficial a los instrumentos, pulsar dos veces una tecla en lugar de hacerlo tres, pudieron bastar, a 16 nudos y en tan poca sonda, con una mole de 17 pisos y 114.500 toneladas, para que del error al desastre transcurriesen pocos segundos. Ningún marino veterano puede afirmar que jamás cometió un error de navegación o maniobra; aunque este no tuviera consecuencias, o estas no sean las mismas en aguas libres de peligros que en un paso estrecho, en la noche, la niebla o el mal tiempo, con una piedra o una restinga cerca; o, como en el caso del Costa Concordia, a solo un cable de la costa.
   En los casos mencionados, incluso aplicando al capitán de una nave todo el rigor legal que merezca su error, es posible comprender la tragedia del marino. Simpatizar con él pese a su desgracia. Pero lo que sitúa a cualquier capitán lejos de cualquier simpatía posible es su incompetencia o cobardía a la hora de afrontar las consecuencias del error o la mala suerte. Una desgracia puede ser azar, pero no encararla con dignidad es vileza. Si un capitán está para algo, es sobre todo para cuando las cosas van mal a bordo. Ahí un marino es, o no es. Y Francesco Schettino demostró que no lo era. Escapar a su deber y su conciencia fue una cobardía inexcusable, que en tiempos menos políticamente correctos, frente a un tribunal naval de los de antes, lo habría llevado a la soga de una horca.
   Tengo una impresión personal sobre eso. Con el auge de las comunicaciones fáciles vía Internet y telefonía móvil, la responsabilidad de un marino se diluye en aspectos ajenos al mar y sus problemas inmediatos. El oficial del Costa Concordia que fue a comprobar cuánta agua entraba en la sala de máquinas informó repetidas veces al puente, y no obtuvo respuesta porque el capitán estaba ocupado con el teléfono. De hecho, buena parte de los 45 minutos transcurridos entre el momento de la varada (21.58), las mentiras a la autoridad marítima de Livorno (22.10) y la confesión final de que había una vía de agua (22.43), así como el cuarto de hora siguiente, hasta que sonaron las siete pitadas cortas y una larga para abandonar el buque (22.58), Schettino los pasó hablando por teléfono con el director marítimo de Costa Crociere. Dicho de otra forma: en vez de ocuparse del salvamento de pasajeros y tripulantes, el capitán del Costa Concordia estuvo con el móvil pegado a la oreja, pidiendo instrucciones a su empresa.
   Mi conclusión es que el capitán Schettino no ejercía el mando de su barco aquella noche. Cuando llamó a su armador dejó de ser un capitán y se convirtió en un pobre hombre que pedía instrucciones. Y es que las modernas comunicaciones hacen ya imposible la iniciativa de quienes están sobre el terreno, incluso en cuestiones de urgencia. Ni siquiera un militar que tenga en el punto de mira a un talibán que le dispara, o a un pirata somalí con rehenes, se atreverá a apretar el gatillo hasta que no reciba el visto bueno de un ministro de Defensa que está en un despacho a miles de kilómetros. El capitán Schettino era patéticamente consciente aquella noche de que el tiempo de los marinos que tomaban decisiones y asumían la responsabilidad se extinguió hace mucho, y de que las cosas no dependían de él sino de innumerables cautelas empresariales: cuidado con no alarmar al pasaje, ojo con la reacción de las aseguradoras, con el departamento de relaciones públicas, con el director o el consejero ilocalizables esa noche. Mientras tanto, seguía entrando agua, y lo que en hombres de otro temple habría sido un "váyanse al diablo, voy a ocuparme de mi barco", en el caso del capitán sumiso, propio de estos tiempos hipercomunicados y protocolarizados, no fue sino indecisión y vileza. Además de porque era un cobarde, Schettino abandonó su barco porque ya no era suyo. Porque, en realidad, no lo había sido nunca.
   Sé que puede hacerse una objeción comparativa a esta hipótesis, y que precisamente es de índole histórica: el capitán del Titanic también se comportó con extrema incompetencia en el abandono de la nave, y su pasividad tuvo relación directa con la muerte de millar y medio de pasajeros; sin embargo, Edward Smith no tenía teléfono móvil. En 1912 solo había telegrafía de punto-raya en los barcos. Eso permitiría suponer que, en ese caso, las decisiones erróneas sí fueron suyas. Quizá lo fueran, desde luego; nada es simple en el mar ni en la tierra. Pero no por falta de comunicación directa con sus armadores de la White Star. La noche del iceberg y la tragedia, a bordo del Titanic viajaba el presidente de la compañía naviera. Que estuvo en el puente y sobrevivió ocupando un lugar libre en los botes.

   Arturo Pérez-Reverte es escritor, navegante y autor de varias novelas y libros de tema náutico.

PRENSA. "En una hora", por Manuel Vicent

Manuel Vicent
   En "El País":
En una hora

MANUEL VICENT 31/12/2011

   Todo lo bueno y lo malo, lo ruin o maravilloso, que acontece en el mundo, sucede en solo una hora, en un kilómetro a la redonda, en cualquier ciudad. No es necesario viajar a un suburbio de Bombay para descubrir la miseria. En la esquina más elegante de tu barrio hay un hombre arrodillado con los brazos en cruz al que han desahuciado, según se puede leer en un cartón junto a una lata en el suelo. Este hombre contiene toda la pobreza de la humanidad. A su lado, contra el tronco de una acacia, se besa ciegamente una pareja de adolescentes, cuya pasión llena de amor, sexo y placer a todo el universo. Entre el mendigo y la pareja de enamorados un caballero honorable es conducido con una correa por su propio perro, un caniche caprichoso que no sabe si mear en el tronco del árbol donde los adolescentes se destrozan la lengua o hacerlo sobre las cuatro monedas que contiene el plato del pordiosero. Por supuesto, el caballero hará lo que el perro le mande. Por encima de los tejados se oye por un megáfono gangoso la plática que dirige un cardenal a una gran multitud de fieles concentrados en una plaza. Este alto presbítero, que está sometido al celibato, habla con suma autoridad de la familia cristiana. Su mandato conminatorio llega hasta la terraza de un bar donde está sentada una madre junto a un carrito con dos bebés, que tal vez ha concebido in vitro por reproducción asistida o por medio de un banco de semen. María de Nazaret fue fecundada por obra y gracia de una paloma, dio a luz sin dejar de ser virgen y su esposo José fue advertido a tiempo por un ángel para que se tragara semejante misterio sin que los celos le llevaran a cometer una locura. El cardenal pone de ejemplo a esta Sagrada Familia para que la imiten los cristianos. El pordiosero que pide limosna con los brazos en cruz en la puerta de una iglesia dormirá esa noche bajo un cajero rebosante de dinero en la entrada de un banco; la adolescente que besa a su amigo al pie de una acacia verá crecer con angustia su barriga pasado mañana; la madre de los bebés mellizos oye de lejos la voz del cardenal y sonríe a sus crías con inefable ternura. El caniche del caballero ha decidido, por fin, mear en el plato del pordiosero sin más problemas. La gente en la terraza del bar se desea feliz año nuevo.

PRENSA. Viñeta de Forges

   En "El País" (29 diciembre 2011):

miércoles, 25 de enero de 2012

POESÍA. "Paisaje mudo", de Javier Lostalé (Madrid, 1942)

Javier Lostalé

Paisaje mudo

El viento aún se escucha
en ese árbol seco
que la mirada resucita
en la estrella fija de su deseo.
Su afónico cuerpo de jilguero
emite una música de cielo huérfano
donde el corazón se refleja
en lento relente de ausencia.
El paisaje se deslumbra
en su propia tristeza,
mientras canta sin ave
el desnudo más hermoso.
Solitario alguien se habita
destronado en su sueño.
La distancia es ofidio radiante
que en su quieto fluir quema
el numen secreto de lo amado.
Y en el límite una rosa se abre invisible
en el centro de la nada
hasta que la crisálida de un rostro
clavada en su eternidad respira.
En tormenta de silencio
ya este poema se borra.
Y su mano.

PRENSA. "No saber", por Rosa Montero

Rosa Montero
   En "El País":
No saber

ROSA MONTERO 24/01/2012

   Llevo semanas queriendo escribir un artículo juguetón y liviano sobre el sexo (suena promisorio, ¿no?), pero no consigo hacerlo porque la realidad siempre acaba imponiendo un peso negro sobre esa ligereza. O sea, suceden cosas terribles que claman por ser dichas, o al menos yo lo siento así. En esta ocasión se trata de la muerte del disidente cubano Wilman Villar tras 56 días en huelga de hambre. Opositor pacífico a la dictadura cubana, estaba condenado a cuatro años de cárcel por "desacato a la autoridad", una pamema legal que la tiranía utiliza contra los disidentes. Guapo y terriblemente joven (31 años), Wilman tenía dos niñas pequeñitas. A su viuda ni siquiera le permitieron ver el cadáver. Esa dictadura atroz, podrida y tambaleante, morirá matando.
   Pero lo que más me angustia es que no sabíamos nada de Wilman hasta que lanzó el definitivo, supremo y ensordecedor grito de su propia muerte. Y, sin embargo, había sido condenado en una farsa de juicio a cuatro años y llevaba casi dos meses en huelga de hambre. Atormenta pensar cuantísimas personas puede haber ahora mismo en el mundo luchando heroicamente contra el abuso y el poder criminal, arriesgando su libertad y su vida sin que nadie lo sepa, eficazmente silenciadas por sus verdugos. Qué soledad. Por eso son tan útiles los apadrinamientos de Reporteros Sin Fronteras (ahora soy madrina de dos periodistas africanas, Yirgalem Fisseha, de Eritrea, y Agnés Nkusi, de Ruanda, encarceladas en condiciones terribles). Ojalá cada uno de nosotros pudiera apadrinar a una víctima anónima mundial, y denunciar su caso, y mencionar su nombre. Pero, mientras tanto, firmemos esta carta pidiendo al Papa que anule su próximo viaje a Cuba o, si no lo hace, que al menos repudie la represión: http://asopazco.net/2012/01/21/carta-abierta-al-santo-padre/#comment-1687

PRENSA. "Dreyfus", por Almudena Grandes

Almudena Grandes
   En "El País":
Dreyfus

ALMUDENA GRANDES 23/01/2012

   En 1894, el capitán del Ejército francés Alfred Dreyfus, judío, fue acusado de espiar para Alemania, condenado por traición y encarcelado en la Guayana francesa. Dos años después, se identificó al auténtico traidor, el comandante Esterhazy, que fue juzgado, absuelto y aplaudido por las fuerzas conservadoras y antisemitas del momento. Ante el clamor de quienes, acaudillados por Émile Zola, no dejaron de defender la inocencia de Dreyfus, el Tribunal Supremo reabrió el caso en 1898, solo para volver a condenarle a trabajos forzados. Esta segunda sentencia fue pura chulería, un pulso del poder judicial contra quienes siguieron insistiendo en que Dreyfus no había sido condenado por traidor, sino por judío, hasta que su inocencia fue reconocida en 1906. El caso Dreyfus ha pasado a la historia por dos motivos. Paradigma de la persecución judicial a un reo inocente y condenado con saña por motivos ideológicos, no es menos paradigmático de la profunda grieta moral que una sentencia injusta puede llegar a abrir en la sociedad civil de un país. La condena a Dreyfus supuso el deshonor nacional de Francia y un desprestigio particularmente bochornoso de sus instituciones judiciales, que tardaron mucho tiempo en recobrar la confianza de los ciudadanos.
   En España hay cinco millones de parados. En Valencia y en Mallorca, dos expresidentes autonómicos están siendo juzgados por lucrarse gracias a la trama de corrupción más importante de las últimas décadas, responsable en buena parte de las colas del Inem. En Madrid, los fiscales, la policía y los funcionarios de su juzgado insisten en la inocencia de Baltasar Garzón. El principal testigo de la acusación es el abogado defensor del capo de la trama... Y todavía faltan dos juicios más. Nuestro Tribunal Supremo puede estar satisfecho. No es fácil elevarse hasta la altura de los clásicos.

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (28 diciembre 2011):

martes, 24 de enero de 2012

POESÍA. "Hablabais", de Javier Lostalé (Madrid, 1942)

Javier Lostalé

Hablabais

Hablabais, y las mismas palabras
de un mismo tiempo parecían llegar.
Sofocados exprimíais vida
donde sólo muerte había.
Cielos nuevos querían traer
hasta vuestros ojos un soplo de amor,
pero eran ya sólo vacías sombras
en las que desesperadamente se abrazaban
cuerpos en silencio que el aire quemaba.
Las palabras, enfermas, resbalaban
sobre los pechos de los allí caídos,
y alguno, dulcemente se iluminaba a veces,
como si todavía posible fuese la vida;
pero pronto un oscuro deseo
en la sangre crecía
y mudos ya para siempre quedaban.
Sus cabellos, como lentas llamas
alumbraban paisajes tristes
y un corazón solo
suspendía en su dolor el mundo.
Acaso un pensamiento hubiese podido salvarles
mas sus frentes sin luz yacían,
la memoria ceniza ya sólo de un antiguo fuego,
mientras la tarde era una voz
que en el horizonte los borraba.

PRENSA. Viñeta de Forges

   En "El País" (28 diciembre 2011):

PRENSA CULTURAL. "Libros no recomendados", por Fernando Savater

Fernando Savater
   En "El País":
Libros no recomendados

FERNANDO SAVATER 17/01/2012

   En vísperas de finalizar el pasado año, nuestro periódico publicó un reportaje en el que varios historiadores, politólogos y filósofos recomendaban lecturas a los políticos para encaminarles en el buen gobierno. Todas eran estupendas, de Platón y Maquiavelo hasta el Algo va mal, de Tony Judt, que se ganaba doble mención. Nadie podría ponerles un pero... de modo que yo seré ese nadie: las obras elegidas resultan apropiadas para la cabecera de cualquier gobernante, sin duda, pero casi ninguna se refiere específicamente a los problemas nacionales que tendrán que afrontar los representantes españoles recién nombrados. Por remitirme al expresivo título del libro de Tony Judt, son libros que tratan de lo que va mal en nuestras democracias, pero no de ese "algo" que va peor en España que en otros países.
   No deja de ser chocante el interesado desinterés con que son acogidos en el debate público ciertos ensayos morales y políticos de actualidad sobre nuestro presente. Naturalmente no digo que debieran ser aceptados y celebrados sin rechistar, pero me extraña que no merezcan más que alguna convencional reseña en el mejor de los casos y en otros ni eso. La piedra cae en el estanque sin apenas alterar su plácida superficie, se hunde calladamente hasta el fondo, mientras las ranas se apartan con discreción y siguen croando luego sus lemas rutinarios como si nada. Algo así ha pasado, por ejemplo, con El mal consentido (Alianza), de Aurelio Arteta, razonado análisis de las actitudes de quienes conviven con atrocidades como el terrorismo y siempre encuentran motivos para desentenderse de su evidencia o justificar su inhibición ante ellas.
   Hay obras que aún guardan más directa relación con los intereses de los políticos. No caben muchas dudas de que los nacionalismos que pretenden privilegios amenazando con la separación son uno de los problemas más acuciantes de España. De ellos no habla Platón ni Maquiavelo, y Tony Judt solo de refilón. En cambio son el tema de La trama estéril (Montesinos) de Félix Ovejero, centrado en la paradójica colusión entre la izquierda y el nacionalismo. El autor es un reputado politólogo que ya había dedicado otro notable ensayo a este tema: Contra Cromagnon: nacionalismo, ciudadanía, democracia (Montesinos). En La trama estéril comienza haciendo una consideración general sobre qué son las naciones y cuáles sus límites, respondiendo en cierto modo a aquella observación del entonces presidente Zapatero sobre lo discutible que resulta el concepto de nación. Después repasa detalladamente, con minuciosa documentación y bibliografía, los principales problemas políticos de la cuestión, empezando por la relación entre la lengua y la ciudadanía, tan pervertida por unos como cínicamente minimizada por otros, para seguir con las cuestiones económicas y el tema de la igualdad, reivindicación clásica de la izquierda hasta que fue relegada en beneficio de la posmoderna exaltación de la diferencia.
   El profesor Ovejero encuentra difícilmente comprensible, desde el plano de los principios, que los partidos de izquierda -desazonados por los cambios sociales y económicos que han hecho dudosos sus apoyos tradicionales- hayan buscado nuevos votantes por medio de tesis nacionalistas que se oponen a lo que siempre fue su proyecto político característico. Su argumentado planteamiento puede y sin duda debe ser discutido, pero difícilmente puede ser pasado por alto o despachado con los habituales dicterios de "facha", "españolista", "neofranquista" y las demás rutinarias lindezas con las que muchos pretenden escamotearse de la fatigosa tarea de razonar inteligiblemente. Ahora que los desarbolados socialistas, por ejemplo destacado, tratan de reorganizar su mensaje político, esta reflexión académica en su rigor pero no menos apasionada sería probablemente más útil que los manifiestos de vacuas generalidades que enfrentan a aspirantes al mando pero no inciden en los temas de fondo.
   Y sin embargo, uno tiene la melancólica impresión de que ya hay ciertos disparates que se dan por indiscutibles e irremediables. Será por eso quizá que los doctores renuncian a recomendar estos libros a los gestores que tanto necesitarían conocerlos para que algún día saliésemos de la actual zona pantanosa.