martes, 31 de diciembre de 2013

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (26 noviembre 2013):

PRENSA. "Historia de dos ciudades". José Álvarez Junco

José Álvarez Junco

   En "El País" (29 septiembre 2013):

Historia de dos ciudades

Conforme avanza el siglo XIX, las élites barcelonesas van considerándose más ricas, cultas y europeas que las madrileñas, de las que dependían políticamente. Ahora lo que quieren es dejar de pertenecer a España

 29 SEP 2013

Si hay una conclusión dominante que puede extraerse de los miles de libros y artículos dedicados a los nacionalismos, sería que los factores que explican su existencia no son las razas, la religión o la historia. Tampoco los intereses económicos, como quiso el marxismo. Más que burguesía, lo que encontramos tras estos procesos son élites político-intelectuales. No intelectuales en el sentido de grandes creadores de arte o pensamiento sino de personas que manejan y difunden productos culturales y que con ello se ganan la vida o son, o aspiran a ser, funcionarios. Pero sobre lo que quisiera reflexionar aquí hoy es sobre el hecho de que estas élites actúan necesariamente desde centros urbanos, porque es allí donde se crea y difunde la cultura. Allí se reúnen, intercambian ideas, conciben y lanzan su proyecto. La disputa se libra entre ciudades; más precisamente, entre élites urbanas.
Durante milenios, la humanidad ha vivido organizada en reinos o imperios, formas de dominación política dirigidas desde ciudades. No eran todavía naciones, porque no aspiraban a la homogeneidad cultural ni atribuían el poder soberano al pueblo. Al desaparecer en Europa el imperio romano, pareció que las ciudades iban a verse anegadas por un mundo rural regido por grandes señores dedicados a la guerra. Pero los centros urbanos recuperaron su fuerza y consiguieron crecer y rivalizar con los señores feudales. La superioridad de las ciudades fue su concentración de recursos (económicos y coactivos, como explicó Charles Tilly), frente a la fragmentación del poder del feudalismo. Aunque tampoco fueron las sociedades más urbanizadas donde surgió el Estado moderno. Muchas y muy esplendorosas ciudades había en el norte de Italia o en Flandes y, sin embargo, los grandes Estados europeos nacieron en territorios más amplios, dominados por un solo centro, como París, Londres o Madrid. Algunos de los Estados-nación europeos fueron más tardíos por la rivalidad entre varias ciudades, como Berlín y Viena o Roma, Milán y Turín.
En el caso español, hacia 1500 ninguna ciudad dominaba el conjunto de la Península. La zona más rica y poblada, Castilla la Vieja, se componía de una constelación de ciudades laneras (quizás la tercera europea, tras Italia y Flandes) y en el Mediterráneo había otra serie de poderosos núcleos urbanos marítimos y comerciales, como Valencia y Barcelona. Castilla acabó imponiéndose porque, tras su unión con Aragón y la conquista de Granada y Navarra, los monarcas establecieron allí su sede. Alguna razón tienen quienes hablan del “Estado español”, porque lo primero fue el Estado, en el que comenzaron a desarrollarse unas estructuras organizativas propias de un Estado moderno embrionario (tesorería, burocracia, ejército permanente). El sentimiento de nación llegó más tarde, y no sin dificultades. La capital en la que se acabaron estableciendo, Madrid, no era un gran centro agrícola, comercial, industrial o de comunicaciones. Era solo la corte y estaba situada en medio de un páramo, atractivo para los reyes porque había a su alrededor buenos terrenos de caza. Los monarcas, aliados primero con las ciudades frente a los señores feudales y sometiendo luego a aquellas al aplastar la rebelión comunera, consiguieron monopolizar el poder coactivo. Y, como cualquier monarca de la época, se embarcaron en multitud de empresas militares para ampliar sus dominios. Lo mismo hacían los reyes franceses o ingleses, pero con menor capacidad económica, debido a las remesas que los Habsburgo españoles recibían del continente recién descubierto al otro lado del Atlántico. Gracias a eso, esta monarquía logró imponer su supremacía en Europa durante algo más de un siglo. Pero su dedicación a las actividades militares, descuidando la creación de riqueza, acabó debilitándola, arruinando y despoblando sobre todo a Castilla, la región de más recursos y también la más sometida tras haber maniatado a sus Cortes (de ahí que los restantes reinos se resistieran, con razón, a perder sus inmunidades y privilegios). Su hegemonía europea terminó tras la Paz de Westfalia y sería sucedida por la francesa primero y por la británica después.

La ola romántica produjo una idealización del esplendor medieval catalán y nostalgia por su lengua vernácula
Al llegar la era contemporánea, aquella monarquía que estaba dejando de ser un imperio quiso convertirse en una nación. Pero Madrid seguía siendo sobre todo corte, de la que emanaban órdenes principalmente militares, y apenas había crecido como centro productivo. En cambio, una primera industrialización textil se había producido, ya en el XVIII, en torno a Barcelona, que había sido sede de las instituciones representativas oligárquicas del Principado de Cataluña (Corts, Generalitat), por lo que albergaba una añoranza por su autogobierno perdido en 1714 (que nunca fue independencia en el sentido actual del término, pues dependía de la corona de Aragón). Era lógico que a la larga se desarrollara la rivalidad entre esta ciudad y Madrid.
A medida que avanzó el XIX, las élites barcelonesas se fueron viendo a sí mismas como más ricas, cultas y europeas que las madrileñas, de las que dependían políticamente. El desequilibrio era innegable. La ola romántica prendió, y no por casualidad, en Barcelona y se produjo una Renaixença, una idealización del esplendor medieval catalán y un sentimiento nostálgico por la lengua vernácula que se veía en extinción. Ya en el último cuarto del siglo, el Colegio de Abogados de Barcelona, para enfrentarse a la codificación, que les obligaría a competir en un mercado más amplio y homogéneo, defendió la singularidad del Derecho catalán, elaborando toda una teoría sobre su esencial incompatibilidad con el castellano, a partir de sus distintas raíces doctrinales (v. al respecto el libro de Stephen Jacobson). Luego vino el folklore, la sardana, la barretina, todo expandido por barceloneses en fervorosas excursiones al campo circundante, donde explicaban a los campesinos cuál debía ser, cuál era, en realidad —aunque no lo supieran—, su manera propia de vestir o de bailar. Joan-Lluis Marfany lo describió en un gran libro. Finalmente, aquel movimiento se presentó en política bajo el rótulo de Lliga Regionalista y la respuesta brutal de algunos militares asaltando sus periódicos provocó la Ley de Jurisdicciones y reforzó el estereotipo de que Cataluña encarnaba el civismo europeo frente a la barbarie de los castellanos.
Esas circunstancias, más que una identidad étnica mantenida sin interrupción a lo largo de un milenio, pueden ayudar a comprender el origen del nacionalismo catalán. Algo no muy distinto —aunque con muchas peculiaridades— ocurrió en el otro foco industrial del país, Bilbao (cuidado, no el País Vasco), que, sintiéndose superior por su riqueza y sus lazos con Inglaterra, lanzó también su órdago frente al dominio madrileño. En otros lugares, como Galicia, pese a tener seguramente mayores motivos para plantear una reivindicación nacionalista —dada su mayor homogeneidad lingüística, sus fronteras bien delimitadas y una situación de atraso que podría haber sido atribuida a la explotación “colonial” de Castilla—, el nacionalismo nunca tuvo tanta fuerza, por razones complejas, pero una de ellas seguramente porque no había una ciudad que fuera el centro, la capital natural; los escasos nacionalistas gallegos, al final, lanzaron sus propuestas desde Madrid o desde Buenos Aires.

Se ha querido crear un Estado centralizado sobre el modelo francés, cuando la realidad es muy distinta
Hoy, un siglo y pico después de este proceso, las circunstancias han cambiado mucho. Madrid no es ya el poblacho manchego que fue, sino el centro económico del país. Pero los estereotipos se mantienen vivos, porque el éxito de los nacionalismos lanzados desde Barcelona o Bilbao ha sido indiscutible. Por otro lado, en España se ha querido crear un Estado centralizado sobre el modelo francés, cuando la realidad es muy distinta a la francesa, dominada con claridad por un gran centro urbano con el que ningún otro puede rivalizar. En España hay, al menos, dos ciudades de tamaño y peso económico y cultural perfectamente comparable. Una, Barcelona, es claramente capital española en el mundo de la edición, el deportivo, el turístico. Y sus élites político-culturales, que no pueden soportar más la idea de depender de Madrid, han conseguido convencer a una gran parte de su población de que son diferentes a los españoles y de que lo mejor es, sencillamente, dejar de pertenecer a España.
No pretendo lanzar propuestas para superar la situación actual, sino simplemente introducir un elemento más, la pugna urbana, para ayudar a comprender el problema. Pero la teoría, inevitablemente, insinúa soluciones. Estamos en la era posnacional, en la que el Estado-nación ha dejado de ser soberano en muchos sentidos. No basta con constatar y apoyar ese proceso. También hay que hacer más compleja la organización de lo que queda del Estado. Sería interesante, por ejemplo, plantear una especie de doble capitalidad, o múltiple capitalidad, con instituciones estatales (el Senado, para empezar) situadas en otras ciudades, y con un tratamiento de las lenguas no castellanas como oficiales también del resto de España (en Canadá, Quebec es una minoría, pero el francés es oficial en todo el país).
Aunque me temo que es tarde para todo esto.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense, Madrid. Su último libro es Las historias de España (Pons/Crítica).

PRENSA CULTURAL. "El príncipe de las tinieblas", por Gustavo Martín Garzo

Gustavo Martín Garzo

   En "El País":

El príncipe de las tinieblas

"Drácula", la novela de Bram Stoker, nos enseña que no somos dueños de nuestros deseos, por eso nos perturban. Pero es también, entre muchas otras cosas, una novela sobre la escritura de un libro

 15 SEP 2012

Se ha cumplido este año, en el mes de abril, el centenario de la muerte del escritor irlandés Bram Stoker, autor de Drácula(1897), de la que Oscar Wilde dijo que era la novela más bella escrita jamás. Es extraño un calificativo así referido a un libro que habla de la desgracia de existir, de un mundo presidido por la abyección y el mal. La novela comienza con el diario de Jonathan Harker, un agente inmobiliario que viaja a la remota región de los Cárpatos para formalizar la venta de una casa en Londres, y que no tarda en descubrir que es prisionero del extraño y monstruoso ser que le acoge en su castillo.
En uno de los pasajes de este diario, Jonathan Harker nos narra su encuentro con tres lujuriosas mujeres que irrumpen en su habitación aprovechando la ausencia del conde, su amo y señor. Son tres vampiras y, aunque Harker se da cuenta enseguida de que algo maléfico las impulsa, no puede evitar caer bajo su hechizo. “Mi corazón, escribe, se inflamó con un deseo malvado y ardiente de que me besaran con aquellos labios rojos”. Representan, como la Lilith bíblica, el lado oscuro y perverso del ser femenino, la amenaza de una sexualidad libre, sin las ataduras de la religión o las convenciones sociales. Primo Levi, en su relato Lilith, describe así a la primera compañera de Adán: “A ella le gusta mucho el semen del hombre, y anda siempre al acecho de ver adónde ha podido caer (generalmente en las sábanas). Todo el semen que no acaba en el único lugar consentido, es decir, dentro de la matriz de la esposa, es suyo: todo el semen que ha desperdiciado el hombre a lo largo de su vida, ya sea en sueños, o por vicio o adulterio”. Ese semen desperdiciado, el que tiene que ver con los sueños y los deseos inconfesables, es el símbolo de esa sexualidad oscura y siempre ávida de nuevas víctimas que representa el vampiro.
Drácula, escrita en plena época victoriana, habla con un atrevimiento insólito en su época del deseo sexual. Ese deseo no sólo aparece en los merodeos nocturnos del conde sino en el consentimiento de sus víctimas. Una de las leyes que rigen el mundo de los vampiros es que estos sólo pueden entrar en una casa si alguien los llama desde su interior, lo que explica la frase con que el conde recibe a Jonathan Harker, al comienzo de la novela, en la puerta de su castillo: “Entre libremente”. Es decir, porque así lo desea. Es Jonathan Harker el que desea besar los labios rojos de la vampira, y serán, más tarde, Lucy y Mina, la prometida de Jonathan, las que llamen al conde para ofrecerse a él. Las escenas de esa entrega son de una intensidad sexual que todavía hoy, en que la sexualidad ha dejado de ser un tabú, nos hacen estremecernos, y no es difícil imaginar lo que supuso en su tiempo leer unos pasajes como estos.
Drácula, la novela de Bram Stoker, nos enseña que no somos dueños de nuestros deseos, por eso nos perturban. No es cierto que nuestro cuerpo nos pertenezca, siempre pertenece a otro: a aquel o aquella que lo hace despertar. Mina y Lucy rechazan todo lo que el conde representa —la oscuridad, el daño, el dominio—, y sin embargo una y otra vez le llaman a su lado pues inconscientemente ansían ese semen que se pierde en las noches, que no llega a la matriz de la esposa, y que representa la sexualidad libre que no dejan de anhelar. Pero mientras que Lucy termina devorada por esa sexualidad y por transformarse ella misma en una vampira; Mina logra sustraerse a su influjo gracias a la fuerza del amor. La historia de estas dos muchachas es sin duda el corazón de este libro extraordinario.

La amenaza del vampiro está inscrita en la misma naturaleza de sus víctimas
Pero Drácula es también, entre muchas otras cosas, una novela sobre la escritura de un libro. Un libro que lector ve crecer ante sus ojos, como esa obra que separa la razón de la locura, el mundo de los hombres del de la animalidad y el mal. Todos los que se acercan a Drácula comparten misteriosamente esta necesidad de escribir, de contar lo que les sucede cuando se acercan a él, y así, tras el diario de la visita al castillo del conde de Jonathan Harker, nos encontraremos con el diario de Mina y con las cartas que ésta intercambia con su amiga Lucy. A estos documentos no tardan en sumarse las notas de los doctores Seward y del doctor Van Helsing. Todos ellos padecen, como Hamlet, la misma compulsión a anotar lo que ven, sin perder ni un solo momento, como si supieran que lo que está en peligro no es sólo sus propias vidas sino la posibilidad misma de lo humano.
Drácula representa lo que Nietzsche llamó la “gran razón del cuerpo”, que es justo lo que niegan los sensatos diarios que leemos, como si eso tan humano de lo que no dejan de hablar, con su sometimiento a todos los convencionalismo de la época, terminara por resultar insignificante. Sólo el conde Drácula habla de lo que somos, sólo en él se esconde nuestra verdad.
Las victorias de Drácula, como las del demonio cristiano, proceden de una comprensión profunda de la naturaleza de sus víctimas. El hecho de que Lucy se transforme en vampira, y que la misma Mina esté a punto de hacerlo, significa que esas damas sangrientas que tanto temen viven agazapadas en su interior. Drácula no hace sino liberarlas, pues nadie puede transformarse en algo que no es. La amenaza del vampiro está inscrita en la misma naturaleza de sus víctimas. Habla en suma de todo lo que estas son y se niegan a reconocer.
Todo esto aparece expresado con perturbadora y bella crueldad en la escena de la vampirización de Mina. Drácula se acerca a la joven y, tomándola en sus brazos, le dice que a partir de ahora será de su raza, será carne de su carne, sangre de su sangre, su compañera y su ayudante. Luego posa una mano sobre su hombro para sujetarla y, tras desnudar su cuello con la otra, se inclina sobre ella para beber su sangre. Y, al día siguiente, Mina anota en su diario, recordando la escena: “Yo estaba desconcertada y, por extraño que parezca, no deseaba entorpecerle”. A pesar de todo el horror que le produce el conde, lo que Mina nos dice es que deseaba entregarse a él.

El deseo le pide al amor que prolongue sus goces, y el amor le pide al deseo que no lo deje sin locura
Pero no sólo es Mina la que cae bajo el influjo de Drácula, sino que también este se siente turbado, al menos unos instantes, por la irrupción de un sentimiento nuevo, incompatible con su naturaleza demoníaca: la intuición del amor humano. Así es, en efecto, como el doctor Seward describe el comportamiento de Drácula en la misma escena: “A pesar de las circunstancias, me resultó curioso observar que, en tanto que el rostro (del conde), blanco de color, se agitaba convulso sobre la cabeza inclinada de la mujer, las manos acariciaban tierna y amorosamente su cabello revuelto”.
Drácula representa el mundo del deseo sin límites, sin moral, sin posibilidad de aplazamiento o renuncia; Mina, el mundo paciente e inquieto del amor humano, tan cercano a esa escritura que trata de liberarse de la tiranía de las convenciones sociales y atender las razones del cuerpo. Y lo perturbador de esta novela es que nos dice que esos mundos no pueden dejar de estar juntos. El deseo le pide al amor que prolongue sus goces, y el amor le pide al deseo que no lo deje sin locura. Ambos buscan lo que no puede ser: las nupcias entre la vida y la muerte.
Gustavo Martín Garzo es escritor.

lunes, 30 de diciembre de 2013

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (8 noviembre 2013):

PRENSA. Entrevista a Rafael Argullol, sobre su nuevo ensayo, "Maldita perfección"

Rafael Argullol

   En "El Día de Córdoba":

"La lectura es un antídoto contra la idolatría del espectáculo"

Creadores como Durero, Vermeer, Mann, Picasso o Rothko protagonizan 'Maldita perfección' de Rafael Argullol, uno de los grandes libros del año que acaba.
CHARO RAMOS | ACTUALIZADO 16.12.2013
Escuchar una Suite para laúd de Bach interpretada por Hopkinson Smith o leer los versos finales de El Archipiélago de Hölderlin en un momento como el actual, "en que nos estamos moviendo en un vértigo de ruido", son algunas de las vías hacia la belleza y el conocimiento que propone el filósofo y escritor Rafael Argullol en su nuevo libro, Maldita perfección (Acantilado), un título absorbente que viaja a través de veintidós estaciones por las relaciones entre el hombre y el arte en sus diversas disciplinas. 

-Parece un lujo celebrar la belleza en estos tiempos tan difíciles. 

-Precisamente el lujo que debemos permitirnos en estos momentos. La belleza nos remite a un concepto de lujo muy especial que incorpora elementos como la armonía y el silencio, como un tratamiento determinado del tiempo y el espacio, como una búsqueda de la conciliación con uno mismo, con lo cual, si siempre es necesaria la belleza, en tiempos de crisis aún más. Por otro lado, en el libro, como dice el subtítulo -Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza-, trato de extenderme sobre lo que frecuentemente es un tópico alrededor del trabajo creativo: si se goza o se sufre con él. Creo que necesariamente se dan las dos cosas: para que haya un auténtico trabajo creativo tiene que haber sacrificio, con frecuencia autosacrificio, pero al mismo tiempo tiene que haber goce y celebración. 

-Comienza la obra con el autorretrato, reflejo de la afirmación y sacrificio de los artistas ante el mundo. ¿Predomina el tono heroico o derrotista en este género? 

-Caravaggio y su tendencia a autorretratarse decapitado en cuadros como David sosteniendo la cabeza de Goliath (1605) sería el ejemplo máximo del lado sufriente, al representar el propio martirio espiritual como mutilación física. Aunque el ejemplo más sobrecogedor en la pintura occidental lo ofrece Miguel Ángel, en esa escena única en la que se pinta sobre el pellejo desollado de San Bartolomé en el Juicio Final de la Capilla Sixtina. Frente a esa visión tenemos los retratos mayestáticos y heroicos de Durero, como el del Prado de 1500 en el que se reviste de Cristo Salvador. Esa alternancia entre las dos visiones se da a lo largo de toda la Historia. Rembrandt y Rubens, por ejemplo, hacen autorretratos de afirmación de sí mismos. Si bien es cierto que cuando llegamos a la modernidad más reciente, a partir de Courbet y Van Gogh, hay una cierta tendencia al autorretrato obsesivo, sobre todo en los últimos años de la vida de determinados artistas, donde se refleja ese lado sufriente, de insatisfacción. Aquí también se constata una de mis obsesiones: conocerse, conciliarse con uno mismo, es algo bien difícil. Y tanto más lo es reflejarse a uno mismo, porque todos nosotros somos múltiples. Eso hace que seamos distintos a lo largo de las horas del día, y no digamos a lo largo de los días y de las distintas estaciones. 

-En el capítulo que dedica a Miguel Ángel recalca su insaciable combate por alcanzar la belleza perfecta, y cómo padece esa "enfermedad de la creación" que llegará a su apoteosis con la figura del artista romántico. 

-Sus contemporáneos encontraron una hermosa palabra para su terrible desesperación: terribilità. Miguel Ángel es un ejemplo muy prototípico porque siendo el más admirado de los artistas en su propia época -tal vez sólo comparable con la extraordinaria estima de que gozó durante su vida Pablo Picasso- llegó a la constatación de su fracaso como artista, como reflejan sus poemas del último período. Aquí se da la paradoja de que mientras desde fuera era tremendamente apreciado y calificado de divino, él cada vez iba manifestando una frustración mayor como creador que se refleja en esas maravillosas obras finales, tan misteriosas, tan enigmáticas, dominadas por el non finito: la Pietà Rondanini y la Pietà Palestrina, donde deja las figuras atrapadas en el mármol precisamente como constatación de su fracaso como artista pero que a nosotros nos llegan como una especie de anticipo de una modernidad expresionista muy contemporánea. 

-En 1666 Jan Vermeer pinta 'El taller o Alegoría de la Pintura', tal vez la más compleja de sus obras. ¿Qué aspectos le interesan más de este singular autorretrato donde el pintor se representa de espaldas? 

-Creo que Vermeer es el primer artista que muestra el taller como un lugar sagrado y que pretende recrear la atmósfera en la que se crea una pintura. Hasta después del Renacimiento, el taller no deja de ser el heredero de los talleres medievales, muy colectivos, muy amplios. El de Andrea Verrocchio llegó a tener más de cincuenta personas, el de Rafael era también muy amplio. En cambio, Vermeer muestra esa intimidad casi religiosa de un nuevo espacio sagrado en el cual se da el triángulo entre el artista, la modelo y la obra que se está realizando. Este tema tendrá su continuidad en toda la modernidad hasta llegar a todas las variaciones que sobre dicha cuestión hace Pablo Picasso. 

-¿Qué diferencia esa intención alegórica de Vermeer respecto a la que desarrolla Velázquez en su obra maestra Las Meninas

-Velázquez da un tratamiento radical a esta cuestión porque Las Meninas no sólo es el taller del artista modificado sino que es también una radiografía del acto mismo de pintar en la que además, como sucede siempre en la gran pintura, toda su época queda integrada. Por eso el cuadro nos desconcierta todavía hoy tanto, porque es difícil descubrir el juego de relaciones y de correspondencias que hay en Las Meninas, donde el juego de los espejos llega a su máxima tensión: ¿quién mira a quién y desde dónde se mira? En este libro cito también el caso de un poeta, Hölderlin, que en un momento determinado se planteó hacer una radiografía del acto de escribir poesía, rozando la esencia misma del acto creador. 

-Goya es, junto con Picasso y Velázquez, el pintor español al que dedica más atención en este singular viaje por su educación sensorial. ¿Cómo se da en el artista aragonés la tensión entre belleza y sacrificio? 

-De una manera muy rotunda. Al inicio de su carrera Goya parte de un esquema relativamente tradicional pero su relación con la pintura y con el acto de creación pictórica se va radicalizando cada vez más, en un camino sin retorno en el cual, en mi opinión, va abandonando todo prejuicio. Esto se pone fundamentalmente de manifiesto después de su época de sordera, en la época de sus grandes grabados, y llega a la rotundidad absoluta en uno de los grandes frescos de la historia de la pintura que es la serie de pinturas negras. Si antes decíamos que el taller desde Vermeer es un espacio sagrado, la Quinta del Sordo es una especie de templo del arte creador ensimismado porque, en definitiva, Goya se encerró allí con sus catorce pinturas con la creencia además de que esas pinturas desaparecerían con él. La Quinta del Sordo es uno de los grandes tabernáculos de la historia del arte, como lo son la Capilla Sixtina o la Capilla Octogonal de Rothko en Houston, a la que dedico otro capítulo del libro. 

-Dentro de poco se cumplirán nueve décadas desde que Thomas Mann publicara, en 1924, La montaña mágica, libro que le sirve para reflexionar sobre la distancia que existe entre el prestigio de un título y el éxito de su lectura. ¿Qué consejo daría a quienes aún no se han dejado atrapar por esta obra maestra? 

-La montaña mágica tiene un tiempo narrativo propio como sucede con En busca del tiempo perdido de Proust, otra obra de arquitectura elaboradísima cuya evocación está mucho más extendida que su conocimiento. De una manera muy manifiesta, La montaña mágica parece radicalmente opuesta al tipo de narración que ahora se propone hegemónicamente. Pero tiene algo excepcional, y es que si uno entra en la lógica interna de La Montaña Mágica, va quedando embrujado, va cayendo en el sortilegio que propone la narrativa. Es una obra en la que se da en cierto modo la coincidencia entre esa experiencia mágica del tiempo que se refleja en el argumento -y que da título a la novela- y la propia experiencia mágica del tiempo que puede experimentar el lector. Podría poner aquí un equivalente personal, el viaje a través del Transiberiano de Pekín a Moscú que reflejé en mi libro Visión desde el fondo del mar. El trayecto duraba muchos días y diez mil kilómetros. Al principio entré en el tren con una lógica occidental europea, de mantener un orden, pero al final, al cabo de 24 ó 48 horas, yo ya me había dejado hundir, succionar y chupar por una cadencia del espacio y del tiempo completamente distinta. Y cuando empecé a disfrutar del viaje es cuando me dejé ir. Del mismo modo creo que, aunque una narrativa como la de Thomas Mann a algunos les puede ser dificultosa al principio, si logran superar esa dificultad se convierte en iniciática. 

-Maldita perfección brinda una apasionada defensa de la gran literatura en un país cuyos estudiantes, según el último informe PISA, siguen por debajo de la media eropea en comprensión lectora. ¿Por qué debemos leer? 

-Porque la lectura es un buen contrapunto contra la hegemonía excesiva de lo idolátrico. Yo no contrapongo nunca la cultura de la palabra a la de la imagen sino la cultura del sentido a la cultura idolátrica. Y en este aspecto, no sólo las grandes obras literarias sino también las grandes obras visuales constituyen un antídoto contra la idolatría del simulacro y del espectáculo. 

-¿Espera a los bárbaros? 

-Depende del día en que me lo preguntan, si me lo plantean por la mañana o por la noche, depende de mi propia multiplicidad. A veces me parece que vienen los bárbaros, a veces espero a los bárbaros y, a veces, pienso que de entre los bárbaros puede producirse un Renacimiento.

PRENSA CULTURAL. "Profecías (1984, 2001, 2019)", por Rafael Argullol

   En "El País":

Profecías (1984, 2001, 2019)

El año señalado por George Orwell en su novela, el que titula la película de Stanley Kubrick y la fecha en la que transcurre 'Blade Runner' anticipaban realidades que solo se han cumplido en parte. No obstante, todas han dejado una huella indeleble


Harrison Ford, en un fotograma de Blade Runner (1982), de Ridley Scott. / FOTO: LADD COMPANY / WARNER BROS ("El país")
Recuerdo que cuando el calendario nos introdujo en 1984 algunos nos preguntamos qué se había cumplido y qué no de las visiones descritas por George Orwell en la novela que llevaba por título ese año. El balance era desigual. Por un lado parecía relajarse el clima de la guerra fría que había marcado, tres décadas antes, la escritura del texto. De hecho, poco después, caería el muro de Berlín y, oficialmente, se daría por terminada una etapa nacida en la Segunda Guerra Mundial. Como le sucedía a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, 1984 estaba completamente moldeado por el terror al totalitarismo que se había despertado en muchos escritores tras descubrir la deriva sanguinaria del estalinismo. El mismo Orwell había experimentado en carne propia esta amarga revelación durante su estancia en España como combatiente republicano en la contienda civil. Al llegar el año 1984 el mundo parecía alejarse velozmente del fantasma comunista profetizado por Marx y convertido por Stalin en un carnicero.
Por otro lado, sin embargo, una vertiente fundamental de las advertencias de Orwell sí estaba plenamente en vigor. El poder operativo del Gran Hermano crecía sin cesar, en gran parte gracias al descomunal esfuerzo de vigilancia y tutela universales que significó la guerra fría. Los ejércitos y policías habían generado mecanismos de control sin precedentes. Con todo, en el año 1984, todavía no éramos capaces de imaginar la sofisticación que adquiriría el ojo orwelliano a principios del siglo XXI. Si entonces se nos hubiera sugerido que entrábamos en una existencia atravesada por miles de cámaras que espiarían todos nuestros pasos, habríamos considerado tal hecho como un totalitarismo peor que el expuesto por Orwell y Huxley. No intuíamos en absoluto que al llegar el año 2012 nuestras vidas estarían controladas con tanta minuciosidad como lo están, no sólo por imposición exterior —como preveía Orwell— sino por concesión propia, voluntariamente expuesta nuestra intimidad a través de artefactos y sistemas de comunicación apenas vislumbrados por la ficción. Resulta elocuente que ni Internet ni el teléfono móvil fueran realmente esbozados, como testigos del futuro, por los escritores-profetas. El siniestro programa televisivo Gran Hermano —de origen holandés, creo, y de perdurable éxito en multitud de países— no deja de ser un negro homenaje a la perspicacia de Orwell.
Cuando el calendario nos introdujo en el año 2001 algunos nos acordamos de la película de Stanley Kubrick basada en el relato de Arthur C. Clarke. También en este caso era fascinante calibrar por dónde habían ido los aciertos y los desaciertos. Lo más llamativo era el progresivo desinterés popular por la carrera espacial. 2001. Una odisea del espacio había sido rodada bajo el influjo de las grandes aventuras de los años sesenta. El vuelo de Yuri Gagarin no quedaba lejos y la llegada a la Luna del primer hombre era una imagen familiar. Como Ulises, en la obra de Homero, el héroe moderno se lanzaba a un periplo lleno de expectativas y peligros. Pero, al llegar la fecha que daba título a la célebre película, la pasión por el viaje espacial se había enfriado notablemente. La humanidad, más ensimismada, comprendía mejor la travesía del cuerpo humano que la del cosmos. La genética o la neurología han sustituido a la astrofísica en las preferencias de los espíritus inquietos, no demasiado numerosos y bastante acobardados ante la indiferencia general. En 2012 resulta difícil encontrar jóvenes que muestren un mínimo interés por los viajes espaciales.
Es probable, en cambio, que esos mismos jóvenes, si tienen la paciencia de adentrarse en la película de Kubrick, sientan mayor curiosidad por el destino del ordenador Hal, y casi encuentren natural que éste, sin conformarse con su frío mecanicismo, tenga emociones y sentimiento. Al fin y al cabo en 2012 ya habitamos un mundo en que muchos otorgan más realidad al ámbito virtual que a lo que Clarke y Kubrick, en su época, hubiesen considerado perteneciente a la esfera de lo real. Aquí sí hubo una fuerte intuición del porvenir, menor, no obstante, a la demostrada por Ray Bradbury en El hombre ilustrado, conjunto de cuentos en los que se escenifica, sobre todo en el denominado ‘La pradera’, una auténtica inversión, a través del poderío de las pantallas, entre realidad y virtualidad.

Resulta elocuente que ni Internet ni el móvil fueran realmente esbozados, como testigos del futuro, por los escritores-profetas
Tras dejar atrás estas fechas simbólicas ya falta poco para alcanzar 2019, el año señalado en Blade Runner, con su metrópoli en el frágil equilibrio de lo sofisticado y lo apocalíptico. Cuando llegue ese año también se discutirá sobre lo que se cumple y no se cumple en la película de Ridley Scott y en la narración ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, que le sirve de base. Siete años antes, en 2012, ya podemos presagiar algunos resultados de la futura discusión. A la perspectiva espacial de Blade Runner le ocurrirá lo mismo que a2001. Una odisea del espacio. Es difícil que el público de 2019, por lo que ahora podemos comprobar, se conmueva con los recuerdos de los replicantes cuando rozaron Orión o cruzaron las puertas de Tanhäuser. Sólo algunos espectadores selectos —que serán considerados extravagantes— participarán de la delicia que es el monólogo final de Roy, del mismo modo que casi nadie, hoy, quiere entrar en la metáfora nietzscheana compuesta por Kubrick para el desenlace de su película.
Sin embargo, el Blade Runner interiorizado en una ciudad tenebrosa en la que el hombre experimenta sus límites biológicos y en la que el sentido de la libertad está dramáticamente sometido a la eficacia del espectáculo, ese decorado abstracto y barroco al mismo tiempo, ese mundo claustrofóbico sí puede despertar adhesión y complicidad en públicos amplios. Nuestro escenario no está en absoluto lejos de lo que puede ser el de 2019, incluso en su dimensión desesperanzada y apocalíptica, tras el abandono de las utopías.
1984, 2001, 2019: las profecías no se cumplen. Aunque en cierto sentido sí se cumplen, y marcan nuestros días.

sábado, 28 de diciembre de 2013

PRENSA. Viñeta de Erlich

   En "El País" (27 diciembre 2013):

PRENSA CULTURAL. Entrevista a Pablo García Baena

Pablo García Baena

   En la revista "Mercurio" (marzo 2013):

Pablo García Baena. El último testigo

“La Roma pagana y la católica son Roma, yo lo que soy es romano”

ENTREVISTA DE FERNANDO DELGADO 
   "Para mí hay dos focos distintos en Cántico —sostiene Pablo García Baena—. Uno lo constituyen Ricardo Molina y Juan Bernier, que nos llevaban diez años a Ginés Liébana y a mí, y el otro foco era el de Ginés, Faustino Fernández Arroyo y yo, que hacíamos los cuadernillos para la hermana de Liébana. Esos dos focos confluyen en cierto momento en un mismo fuego y de ahí surge Cántico. Ricardo y Juan eran amigos anteriores a la guerra y se conocían desde el Instituto y se carteaban. Y había más amigos alrededor de ellos. Estaba Anastasio Pérez Dorado, que era una persona inteligentísima, muy admirado por todos. Carlos Castilla del Pino, que no habla bien de casi nadie en sus Memorias y menos de los de Cántico, que éramos sus amigos, de Anastasio habla muy bien. Pero yo conozco a Juan y a Ricardo en el año 40 y Cántico no sale hasta el 47. Juan había colaborado en Ardor, revista de la que salió solo un número y que acabó porque vino la guerra, y escribió allí una nota muy breve. Pero Cántico no empieza hasta que nos unimos y lo primero que se hace es el homenaje a don Carlos López de Rozas, que tenía aquella tertulia musical a la que nos llevaron Juan y Ricardo. Cuando tú ves ese libro dices, ya está aquí Cántico. Aunque su orientación, con esas cosas tan wagnerianas, era muy de Juan Bernier. Y ahí está Cántico, en el tamaño y en todo.
—Juan Bernier fue de hecho el director de Cántico… 
—Bernier figura como director, sí, pero él jamás hizo nada por la revista, aparte de aportar sus poemas para el cuadernillo que se le hizo: Aquí en la tierra. Es más, cuando se estaba imprimiendo, Ricardo y yo nos dijimos: Juan no ha dedicado ningún poema; vamos a dedicar nosotros nuestros poemas a quien nos parezca. Y los dedicamos a quienes en aquel momento nos protegían de alguna manera —Joaquín de Entrambasaguas o Gerardo Diego—, pero a Bernier ni se le pasó por la cabeza. 
—No obstante, contaba mucho para vosotros. 
—Contaba su figura. Tenía una especie de majestad o de magisterio, eso sin duda, y era el mayor, pero su vida iba por otro lado. Ni siquiera perseguía una suscripción cuando estábamos buscando apoyos por todas partes y hasta le escribíamos a Mario López, a Bujalance, nos mandaba una lista de cinco o seis suscriptores y nos poníamos contentísimos. Pero teníamos grandes amigos que sostuvieron Cántico. Se ha hablado de que hubo un mecenas, cosa disparatada, pero no los hay hasta que Ricardo, que era un lince para la economía, se inventa los suscriptores de honor, una lista interminable.
—Ricardo Molina sí tuvo un papel muy preponderante. 
—Sin él la revista no se hubiera hecho, pero solo con Ricardo tampoco. Porque él hubiera terminado haciendo una revista de las cofradías de Puente Genil. Y de las borracheras de Puente Genil —el rostro de mirada pícara se le ilumina con una sonrisa—. Eso le encantaba, llegó a salir de mujer adúltera en las procesiones —rompe ahora en carcajadas—. Fundó una vieja corporación para comer y beber durante todo el año, a la manera vasca.
 EL PAISAJE DE 'CÁNTICO’
   Pablo menciona las peculiaridades propias o de los otros con un humor que apenas abandona en toda la conversación, pero evoca con más satisfacción lo que los unía que lo que pudiera separarlos. Y la ciudad, Córdoba, era un elemento esencial.
—La ciudad que nosotros anhelábamos no tenía nada que ver con la Córdoba de pandereta y morería y bailarinas, era una Córdoba de mármol y de columnas alzadas. 
—La Córdoba romana, claro…
—Sí, porque la Córdoba árabe la inventan los románticos. La Carmen de Mérimée que hace famosa a Andalucía es un tópico como un demonio, lo que pasa es que luego los andaluces lo hemos seguido y nos hemos disfrazado de bailarinas y de matadores en una Córdoba artificial de teatro y de ópera. Bernier decía que la cal era un deseo de blancura del mármol. Decía cosas muy bellas sobre la cal.
—Pero no todo sería culturalismo y mármoles y gárgolas, supongo. La diversión no fue ajena a vosotros. 
—Divertirse en Córdoba, en la posguerra, era imposible, pero como teníamos tanta amistad, de lo poco, ya sabes, se hace mucho. Las tabernas, sobre todo. Y hablar y hablar, como los jóvenes que hablan tanto de intimidades y amoríos, hasta la madrugada. Éramos muy cómplices. La ciudad, sí, nos unía mucho, pero es curioso, porque en realidad Bernier era de La Carlota, Ricardo Molina de Puente Genil, Mario López de Bujalance, Vicente Núñez de Aguilar y en realidad solo Julio Aumente y yo éramos cordobeses de la ciudad… Y Liébana nada menos que de Jaén… El ambiente de la ciudad era hostil, pero era hostil a todo lo que se moviera. 
—En todo caso os unió mucho Córdoba hasta que empezó la diáspora. 
—El primero que se va a Madrid es Ginés Liébana, para dibujar en El Español de Juan Aparicio con gran éxito. Y también se va a Madrid Miguel del Moral, aunque vuelve pronto; intenta allí pintar, hace retratos a mujeres de ministros, a duquesas, a aquellas orondas señoras de las que decía Miguel, que era tan divertido, que le pedían: “Maestro, más turgencia, más turgencia”. 

—Más tarde Julio Aumente se va a Madrid y tú a Torremolinos. ¿Huías de esa Córdoba de vuestros sueños? 
—Yo me voy por un desastre moral, una especie de desengaño amoroso, una bajada de tono vital. Me proponen abrir una tienda de antigüedades y no lo pienso. Torremolinos entonces era como Nueva York, y además yo, desde pequeño, tengo una enorme predilección por Málaga, con sus playas, el mar que siempre me impresionó casi de una manera religiosa. Creo que lo más grande de la creación es el mar. 
—En Málaga, sin embargo, no te apartas del mundo de la poesía. 
—Claro que no. Vivía Bernabé Fernández-Canivell, y estaban allí Rafael León, Alfonso Canales, María Victoria Atencia, Rafael Pérez Estrada, todos íntimos amigos… Un mundo de reuniones y tertulias. Mientras, en Córdoba, a Ricardo, que ya estaba muy enfermo del corazón y no salía de su casa, le preocupaba que yo no escribiera, y se lo decía a Miguel del Moral, que iba a verlo mucho. Y Miguel del Moral bromeaba: “Lo que le pasa a Pablo es lo de Greta Garbo, que no quiere hacer ya cine porque cree que va a ser peor que lo anterior”. Y eso era un poco verdad, hasta que empiezo a recibir a los jóvenes que llegan allí en peregrinación. Fui en Málaga muy feliz. 
 LECTURAS Y DEVOCIONES
—También os unían los gustos literarios compartidos, las lecturas. 
—Conocíamos bien a los novelistas románticos franceses. La comedia humana de Balzac, por ejemplo, era nuestra Biblia… Proust fue una aportación total de Bernier, una devoción, y Ricardo tenía un entusiasmo insano por Claudel. Pero en mi casa había mucha afición a la lectura y con doce años ya tenía allí a Baroja y a Valle-Inclán. 
—La religiosidad también es un factor común. 
—Es cierto, con altibajos. Vamos al principio llevados por los padres, como todos los niños de la época, pero luego, ya atraídos por el arte, por el gregoriano, los ritos católicos, el barroco de las procesiones, es otra cosa. Mario es el más ortodoxo del grupo, un católico practicante. Quizá Ricardo sea el que se acerca a una religiosidad más seria, más formal, casi luterana. El más religioso de verdad era Ricardo, aunque Bernier ponía muy en duda esa religiosidad. Te diré que a mí su visión religiosa, con todos los respetos, no me gusta nada. Yo le dije de broma, y él se rio mucho: “Mira, Ricardo, cuando metes a Dios en esos poemas es que metes la pata. Ese libro de salmos no se puede leer”. Juan en cambio es un heterodoxo, un profeta, que no se aparta de Dios, lo invoca. Alguien le dijo con razón: “Pero, por favor, Juan, no metas a Dios en esos poemas tan terribles que escribes”. Los poemas de Aquí en la tierra son magníficos, verdaderos truenos. El caso de Aumente es otro: no se sale de la ortodoxia, pero cuando sale rompe con todo. Lo de la religiosidad interpretada por cada cual a su manera tiene su origen en el libro de Carnero, y hubo polémica por medio, con Tovar, que salió en defensa de Cántico, pero después, hablando con Carnero le he hecho comprender que yo soy religioso, con mis dudas y mis obras, aunque la mía es una religiosidad más humana. La Roma pagana y la católica son Roma, yo lo que soy es romano.
 LA HERENCIA
—¿Ha seguido vivo el espíritu de Cántico en el tiempo? 
—Sí, mientras han vivido mis compañeros. Yo lo llevo como un escudo, como un escapulario que me colgara. Sí, Cántico ha seguido de algún modo en el tiempo.
   Pablo descarta herencias de Cántico. Dice que se han producido afinidades, no magisterios, que en la poesía hay cosas que flotan en el aire y hacen coincidir a gente que se conoce o no. 
—No tengo por qué dudar de que Gimferrer, cuando publicó Arde el mar, como le dijo a Pepe Hierro y Hierro me contó, no había leído Antiguo muchacho. 
—Hay también coincidencias lamentables... 
—Hubo un momento horrible en que aparecían por doquier verdaderas caricaturas de Cántico. Me daban vergüenza aquellas mascaradas. Luego eso ha pasado afortunadamente y ahora la poesía se ha hecho muy seca, muy adusta. No tiene nada que ver con Cántico, pero por lo menos no lo implican a uno.
—¿Qué le faltó o le sobró a Cántico? 
—Le faltó unidad, no una visión más universal, que la tenía, y le sobró pasar la mano a la mediocridad. Sobra, por ejemplo, Pemán, que Ricardo lo puso como un paraguas frente a la censura. Pero un homenaje a Luis Cernuda con un poema de Pemán es lógico que a Cernuda le sentara mal. Claro que Ricardo lo vio con mucho ojo político: ¿cómo iban a censurar una revista donde estaba Pemán? También hay otros que sobran, muchos. Lo que le faltó a la revista fue tener una visión selectiva de lo que intentó de verdad ser. Y, a pesar de todo, lo consiguió.

“Nosotros éramos nosotros” 
RICARDO MOLINA
   “Era el único que tenía vocación de escritor y tocó también el ensayo o el teatro, con maestría. Luego se aleja de todo y se dedica al flamenco, convive con los gitanos y frecuenta los tablaos. Era muy sonriente, con un humor estupendo, muy sociable, pero cuando alguien no le gustaba levantaba un muro”.
JULIO AUMENTE
   “Fue al que más quise del grupo. Era la persona con más humor y más extravagancia, el más exquisito —amante de la buena mesa y cuanto más cara mejor— y al mismo tiempo ingenuo. Yo lo llamo, en un poema que le he dedicado, el cisne de Cántico, porque era verdaderamente aristócrata en lo suyo”.
JUAN BERNIER
   “Para nosotros era como una madre, un protector. Digo esto y me acuerdo de esos cuadros de Valdés Leal, donde la Virgen abre el manto y se cobijan los santos de rodilla a sus pies. Era maestro nacional, abogado también, pero ejercía de maestro. Y por las noches también iba de tabernas, donde nos citábamos”. 
MARIO LÓPEZ
   “Nos parecía el más desvalido y era el más distinto. Pero cuando se empieza a hablar más libremente del amor griego en relación con Cántico, va y hace la declaración patética de que a él siempre le han gustado las mujeres, como si alguien lo hubiera puesto en duda. Me pareció ridículo”.
VICENTE NÚÑEZ
   “Fue un gran personaje. Ricardo y yo, después del Congreso de Santiago en el que estuvimos juntos, quedamos deslumbrados por ese talento, ese ingenio, esa gracia andaluza que tenía, y por su cultura extraordinaria. En Cántico tiene dos o tres colaboraciones y por supuesto es magistral la del número de Cernuda”.
PABLO GARCÍA BAENA
   “Nosotros éramos nosotros, no había intento de provocación ni afán de polémica. En cuanto a mí, no me había propuesto ser escritor, pero la lectura de Lorca me abrió la puerta a la poesía. Y ahí sigo, fiel a la poesía. Trabajando no, porque no es para mí un trabajo. A la poesía la espero”. 
GINÉS LIÉBANA
   “Los pintores de Cántico son Miguel del Moral y Ginés Liébana por derecho propio. Creo que los dibujos de Liébana se acercan más al tono poético. Una ilustración o despista o te avisa ante un poema oscuro”.
MIGUEL DEL MORAL
   “Quizá es más maestro Del Moral, pero no tan afín a la poesía o no se mete tanto en la piel del poeta como Liébana. Entonces parecía que la poesía no podía aparecer sola, siempre la pintura la acompañaba”.

PRENSA. "Había una vez una crisis". José Luis Pardo

José Luis Pardo

   En "El País":

Había una vez una crisis

El relato que llevamos contándonos desde hace ya más de cinco años empieza a producir fatiga, indiferencia o hartazgo porque “dura demasiado”. Y empieza a surgir la funesta sospecha de que nunca llegaremos al final

 15 MAR 2013

Hay que reconocer que, desde el punto de vista narratológico, este relato de la crisis económica en el que llevamos sumidos ya más de cinco años está bastante bien traído. Cuenta con una gigantesca adversidad inicial (la explosión de la burbuja inmobiliaria y la consiguiente crisis de la deuda bancaria) y con una gran meta final a modo de desafío del destino (el equilibrio presupuestario); tiene sus héroes esforzados y dispuestos al sacrificio (los pueblos endeudados y cada vez más recortados, y los líderes políticos que los conducen por la estrecha senda de la austeridad) y sus adversarios malignos (los “mercados” y los “inversores”, ciegos ante cualquier cosa que no sea el beneficio inmediato, en santa alianza con el espíritu prusiano), cada uno de los cuales tiene a su vez aliados ambivalentes (los movimientos populistas y los ultraliberales, ambos siempre ofuscados); y dispone de numerosos mecanismos de aumento de la tensión en forma de fluctuación de las primas de riesgo, y de un depósito muy nutrido de episódicos “giros inesperados de la fortuna” prestos a quebrantar las fronteras de la verosimilitud para impedir que decaiga la atención. Para evitar cualquier intento de buscar desenlaces simples o alternativos e interpretaciones fáciles, se ha ganado la reputación de una intrincada complejidad de su trama (que hace las veces de lo que en los mitos era la conspiración de los dioses y las parcas y en las religiones monoteístas el plan de Dios) a fuerza de catapultar al estrellato a una nueva raza de narradores que ha desplazado tanto a los poetas y a los novelistas como a los periodistas: la estirpe de los asesores financieros, que ahora ocupan el lugar de los oráculos a la hora de hacer profecías crípticas y enigmáticas o de los teólogos e ideólogos a la de ofrecer explicaciones insondables, hondamente técnicas y convenientemente confusas, que sirven de entretenimiento (ya que de consuelo es imposible) a quienes lo han perdido todo por culpa de tan enmarañada y misteriosa cadena de oscuros acontecimientos nombrados en inglés.

Los asesores financieros ocupan ahora el lugar de los oráculos a la hora de hacer profecías crípticas
Pese a ello, desde hace algún tiempo venimos notando un cierto cansancio narrativo, una especie de fatiga que ya se ha convertido un poco en hartazgo y otro poco en indiferencia. Una manera de comprender el desgaste de credibilidad de un relato sin embargo tan brillante es la que se expresa en la sensación generalizada de que “dura demasiado”. Desde la Poética de Aristóteles se sabe que la excesiva longitud es uno de los defectos por donde una construcción épica puede venirse abajo. Pero la sensación de que el relato está resultando demasiado largo no hace más que traducir al lenguaje cronométrico una sospecha más funesta: la de que —precisamente porque la madeja está tan embrollada y sus nudos son tan retorcidos, como sucede con algunos de los “escándalos” con los que también se nos amenizan las últimas jornadas— nunca llegaremos al final. O, dicho más claramente: la sospecha de que no se trata en absoluto de llegar a ningún final, de que no hay ningún final al que llegar o de que, si lo hay, hace ya tiempo que lo hemos alcanzado. De los mitos es corriente (y sensato) decir que no hay que juzgarlos por su referencia a unos supuestos “hechos históricos”, sino por su eficacia simbólica, lo que muy bien puede significar “por su eficacia para justificar ciertas acciones, conductas y reglas sociales”. En el caso que nos ocupa, quizá debiéramos también evaluar este relato de la crisis no por su verdad sino por su eficacia simbólica. Entonces comprenderíamos que, sin necesidad alguna de ser cierto (o, lo que es lo mismo, sin necesidad de que los héroes, los villanos, los aliados o las metas sean exactamente los que ostentan dichos papeles en el drama), puede cumplir muy competentemente una función legitimadora de ciertas acciones que, de no estar mediadas por ese relato, resultarían difícilmente explicables y hasta del todo increíbles. Por lo que sabemos, hasta ahora ha servido para dejar sin expectativas a buena parte de los jóvenes del país, para despojar de su empleo o de su vivienda a amplias capas de la población, para mutilar, descualificar y desacreditar a todas las instituciones de naturaleza pública (incluidos los servicios públicos como sanidad, educación o justicia) y para empobrecer a las clases medias y miserabilizar a las más desfavorecidas. Y aunque, como habría dicho cierto pensador escocés de bien ganada fama, el vínculo particular entre cada uno de estos desastres y su supuesta causa (la crisis económica) es, pese a los esfuerzos de los analistas financieros, inobservable, basta la imposición ideológica de la consigna que lleva en su publicidad un diario gratuito (quizá ya todos lo son en algún sentido), es decir, que “todo está conectado con todo” en un mundo globalizado, para mantener la obra en cartel y el relato en marcha.
He aquí, pues, una posible razón para explicar la fatiga narrativa que empieza a minar la credibilidad de esta historia tan bien construida: una vez que el relato ha servido ya para instaurar un nuevo régimen cuyo parecido con la democracia parlamentaria avanzada y el Estado de derecho pronto será solamente superficial, una vez que se ha impuesto la reducción de todo lo público a la lógica, no solamente de la empresa privada, sino de cierto tipo de empresa tecnológicamente deslocalizada, inmune al fisco e infinitamente flexible y voluble en todos sus parámetros, convirtiendo a los Estados-nación y a las uniones políticas (con todas sus instituciones a las espaldas) en gigantescos zombis anacrónicos y derrochadores que se avergüenzan de su mera existencia debido al retraso que llevan en esa operación de “reducción”. Una vez alcanzado este logro ya empieza a ser prescindible seguir fomentando la creencia en un “gran final” del relato (la ansiada “recuperación económica”) o en la inminente conquista de algunas plazas decisivas (tal o cual cifra de déficit público, tal o cual indicador de crecimiento del PIB), cada vez más inverosímiles. Es totalmente coherente con nuestro tiempo este tipo de narración que, a diferencia de los folletines y novelas de antaño, no acaba porque haya llegado al final, al desenlace del argumento sino, como las comedias de situación o las series televisivas, porque la audiencia, saturada, empieza a abandonarla y la publicidad huye en busca de mejores oportunidades. Así como Richard Sennett hablaba de “corrosión del carácter” para describir las consecuencias ético-psicológicas del capitalismo flexible, que impide a sus personajes contar una historia con principio, nudo y desenlace, quizá quepa observar las consecuencias ahora ostensibles de este relato de la crisis (el auge de los payasos populistas, los salvadores de la patria, los contables mafiosos y los duques empalmados) no como un episodio más de corrupción política (un clásico del discurso periodístico contemporáneo), sino como un síntoma de la corrupción de la política y, por tanto, de la corrosión del espíritu cívico. Los think tanks no se estrujan hoy los sesos buscando la manera de aminorar el descontento, sino que calculan cuál será la mejor estrategia para capitalizar un malestar que no tienen previsto curar. Las soluciones de moda en esta tesitura no pasan ya por cambiar de política, sino por cambiar de país, de continente, de monarca o de líder.

En la trama tiene mucha fuerza el aguijón del remordimiento, la culpa y la mala conciencia
Quienes aún se afanan en encontrarle defectos narrativos a este relato dominante que está llegando a su punto de agotamiento (pero de agotamiento por éxito), sorprendiéndose de tanto en tanto de la “falta de resistencia” ante la instauración del nuevo régimen (ya sea porque la resistencia es numéricamente escasa, ya porque suscita más miedo que adhesión), olvidan dos cosas. La primera, la poderosísima fuerza del aguijón del remordimiento, la culpa y la mala conciencia (“hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades”) a la hora de minar, vencer o contener esa resistencia, lo que muy probablemente significa que quienes no vivieron por encima de sus posibilidades (y tendrían todo el derecho del mundo a la indignación), sea cual fuera su puesto en la escala social, debieron de ser más bien pocos. La segunda: que el triunfo de este relato se debe también a que las narraciones que podrían presentarse como alternativas para explicar nuestra situación (como la de “la pérdida de las esencias” o la de “la maldad del imperialismo”) son mucho peores; no porque sean menos ciertas, pues a la verdad no se le ha repartido papel alguno en esta farsa, sino porque su capacidad de legitimación de conductas y reglas está aún más agotada y resulta mucho más sospechosa.
José Luis Pardo es filósofo.