Ricardo Menéndez Salmón
La vida en veinticuatro horas (con epílogo)
A poco que se rasque en la superficie más o menos pulcra de la realidad, descubrimos que los países de nuestro entorno conservan un armario repleto de los cadáveres que acumularon durante el pasado siglo. Buena parte de la mejor literatura de nuestra época sigue empeñada, consciente y felizmente, en ese proceso exhumatorio. Por emplear una fórmula consagrada en la novela homónima de Isaac Rosa, todo país posee su «vano ayer». Ahí están los ejemplos de Portugal, Grecia y España con sus dictaduras militares; ahí están los casos de Italia y Alemania con sus desmanes totalitarios; y ahí está el drama de Francia con ese doble asunto que no ha dejado de resonar en sus mejores ficciones: el colaboracionismo durante el régimen de Vichy, corolario de la derrota del año 40, y el abismo de Argelia, epítome de un colonialismo atroz.
La memoria de la Francia aplastada por la Wehrmacht en los albores de la guerra y la vergüenza de la Argelia ocupada que tanto hizo lamentarse a Camus ya desde los tiempos de la Liberación se tienden la mano en Al envejecer, los hombres lloran (editorial Seix Barral), novela de Jean-Luc Seigle que obra la satisfacción de un anhelo al que quizá sólo la literatura puede aspirar: narrar en veinticuatro horas la vida de una familia, pero también la de un país y, por extensión, la de una época. Dibujar dentro del antiguo marco aristotélico de la unidad de tiempo, acción y lugar la debacle de un mundo que fenece y la esperanza de otro que nace a la condición adulta mediante el reconocimiento de los demonios familiares, que son, en el fondo, los demonios de una sociedad y de un statu quo.

Una memoria consagrada en la persona del padre, Albert Chassaing, antiguo soldado en Schoenenbourg y representante de un campesinado en trance de extinción, que se proyecta hacia el pasado en la figura de la abuela, Madeleine, quien ha perdido el mundo pero no los recuerdos, y que se extiende hacia el futuro en la piel del hijo menor, Gilles, un niño que, como su gemelo en Los cuatrocientos golpes, ha levantado un altar en su corazón a Balzac, y que en ese altar de la literatura del hombre que dejó escrito que el arte de la novela es la historia privada de las naciones, está a punto de descubrir la verdad que tantos desvelos y afanes cuesta conquistar: que la familia es el surco donde la aguja salta.

La temperatura emocional de la novela explota así en una improvisada clase de Historia alimentada por el fuego íntimo de la(s) historia(s), revelando a quien escucha los secretos de un acto en apariencia inexplicable, pero que obedece a los dictados de la conciencia, que es siempre el tribunal más severo, el único al que no se puede escapar. Y de ese modo, mediante el expediente del recuerdo, el niño Gilles, convertido ahora en el profesor Gilles, devuelve a su padre muerto no sólo los afectos de la sangre, sino la expiación de la dignidad. Esa dignidad tan humana, sin dioses ni cielos prometidos, sin iglesias ni evangelio, en que cada hombre, cada vida y cada acto encuentran su lugar. Esa dignidad cuyo sacerdote es el novelista y cuya hostia amarga es la novela.
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