jueves, 30 de junio de 2016

SOCIEDAD. "El futuro decimonónico". Jordi Soler

   En "El País":

El futuro decimonónico

La información tiene una rapidez de vértigo, pero seguimos tardando doce horas en ir de Madrid a México, no tenemos coches que vuelan, ni conversamos con androides, ni tenemos naves que nos lleven a otros planetas




EVA VÁZQUEZ

El futuro no es como nos lo habían contado. La literatura y el cine nos pintaron hace décadas un panorama del siglo XXI que no se parece al tiempo en que vivimos. En 1982 Ridley Scott propuso en su película Blade Runner, basada en una novela de Philip K. Dick, una ciudad de Los Ángeles que en el 2019, es decir dentro de tres años, tendría automóviles voladores y una población de androides que convivirían con los humanos.
Antes, en 1968, Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick habían calculado, en 2001 Space Odyssey, que al principio de este siglo los viajes por el espacio serían una cosa habitual. Pero la verdad es que lejos de haber vuelos interplanetarios en naves colectivas de grandes dimensiones, lo que tenemos en el siglo XXI es el mismo cansino avión del siglo XX, casi el mismo aparato en el que volaban los Beatles, y unos automóviles, tóxicos e imprácticos, que siguen polucionando la atmósfera, igual que lo han venido haciendo durante el último siglo. Aunque los aviones de hoy son menos elegantes y mucho más incómodos que los del siglo pasado, se trata esencialmente del mismo artefacto, y su impedimento evolutivo somos claramente nosotros, que vivimos pegados a un cuerpo tan primitivo, o tan sofisticado, como el de nuestros antepasados.



George Langelaan propuso, en 1957, que nuestro cuerpo que se resiste a volar podría ser teletransportado, podría encerrarse en una cabina en Berlín y aterrizar, diez segundos más tarde, en una cabina en Nueva York. Esto nos lo explicó al detalle en La mosca, su famoso cuento que Kurt Neumann (1958) y David Cronenberg (1986) llevaron al cine.
El futuro no se parece a lo que estos creadores, fundamentados en la velocidad con la que avanzaba entonces la tecnología, creían que sería. Ya estamos en pleno siglo XXI y ni siquiera tenemos esa cocina automatizada, que producía café, tostadas y un huevo frito con solo darle a un botón, que proponía Jacques Tati en su película Mon oncle (1958). Es más, si quitamos los teléfonos móviles, los cascos del mp3, los coches y alguna prenda de vestir estentórea, y hacemos una foto en una calle antigua de París o de Barcelona, no encontraremos diferencias sustanciales con una que se haya hecho en ese mismo sitio en el siglo XIX, por ejemplo.


El mundo en general no ha cambiado tanto, ha evolucionado por zonas específicas

El mundo en general no ha cambiado tanto, ha evolucionado por zonas específicas y con énfasis en la micro tecnología, avanzamos a gran velocidad hacia lo pequeño, recibimos y emitimos información con una rapidez que produce vértigo, pero seguimos tardando doce horas en transportarnos de Madrid a la Ciudad de México, no tenemos coches que vuelan, ni conversamos con androides, ni tenemos naves que nos lleven a otros planetas; en muchos aspectos nuestro siglo se parece más al pasado, que a ese deslumbrante siglo XXI que nos enseñaron Kubrick y Ridley Scott.
Resulta que a muchas parcelas de nuestra cotidianidad no ha llegado todavía el futuro, basta asomarse a los artículos de prensa y a los ensayos que se escribían a mediados del siglo XIX en Estados Unidos, para darnos cuenta de que las inquietudes, las pulsiones y las neurosis que bullían en los albores del mundo industrializado, del capitalismo rampante, de la modernidad compulsiva, siguen estando, ciento cincuenta años más tarde, perfectamente vigentes. Para darnos cuenta de que aquellos que vislumbraban este siglo desde el siglo anterior, tendrían que haber mirado hacia atrás y no hacia adelante para no errar tanto en su pronóstico.
Esa preocupación que nos produce hoy el deterioro del planeta, o la desconexión con la naturaleza y la pérdida de nuestra dimensión espiritual ya existía a mediados del siglo XIX en Estados Unidos; los creyentes gremiales se apuntaban a la iglesia calvinista o al grupo cuáquero de su comunidad, y los que no querían someterse a la espiritualidad oficial, husmeaban en las tradiciones orientales, en el taoísmo o el budismo, o en la cosmogonía milenaria de los indios que todavía habitaban aquellas tierras y que pronto serían acorralados por la expansión industrial y la modernidad. Aquella atmósfera espiritual, que era precisamente la reacción a ese mundo industrializado y lleno de humo que ya era muy patente, puede visitarse en la obra de Emerson, de Thoreau o en los poemas incombustibles de Walt Whitman, escritores que buceaban en las tradiciones orientales que proponen el regreso a la naturaleza, el abandono del yo a favor del todo cósmico, la concentración en el único tiempo que tenemos que es el presente, y una muy completa batería de preceptos que en nuestro siglo predican, exactamente por las mismas razones, los gurús del mindfulness y demás invenciones de la new age, que es tan vieja como Lao-Tse.


Esa preocupación que nos produce hoy el deterioro del planeta, ya existía a mediados del XIX

Estados Unidos, después de la Guerra Civil, trataba de reorganizarse como país, de armonizar las diversas nacionalidades que lo conformaban, incluidos los habitantes originales del territorio; era un proyecto económico y multicultural lanzado hacia el futuro que, paradójicamente, no toleraba a los inmigrantes pobres, esa intolerancia tan propia de nuestra especie que siglo y medio después sigue vigente. Walt Whitman nos cuenta, en uno de sus artículos que escribía en la prensa, de los dos mil europeos pobres que llegaron de golpe al puerto de Nueva York, y de cómo fueron confinados en el barrio más sucio e insalubre, mientras la prensa y la sociedad en general los culpaba de todos los robos y fechorías que perpetraban los nativos. Era la época, nos dice el poeta, en la que reinaba el “espíritu de destruir-y-volver a construirlo todo”; los especuladores inmobiliarios en Manhattan creaban burbuja tras burbuja, los edificios se incendiaban y una vez controlado el fuego ya había un especulador dispuesto a construir sobre las cenizas. El poeta nos cuenta de una mujer de avanzada edad que defendía, con una pistola en cada mano, la tumba de su marido sobre la que un especulador quería construir un edificio. Era la época del capitalismo salvaje, todo valía para hacerse rico y nadie parecía tener escrúpulos de ninguna clase, y esa furia afectaba incluso a los escritores, como Charles Dickens que, harto de los piratas que imprimían sus libros, escribía artículos exigiendo al gobierno la protección de sus derechos de autor, mientras la prensa y la opinión pública lo acusaban de ser un escritor majadero y antidemocrático por tratar de impedir que su obra se reimprimiera libremente, más o menos lo que opinaría hoy, del músico que se queja de que le roben sus canciones, el cibernauta que mira desde su cuerpo decimonónico, el futuro que corre en la pantalla de su teléfono.
Jordi Soler es escritor.

miércoles, 29 de junio de 2016

HOLOCAUSTO. "Los engranajes del infierno nazi"

   En "El País Semanal":

Los engranajes del infierno nazi

Un libro revisita los campos de concentración, factorías del odio donde se exprimió y exterminó a millones de seres humanos




Escuchad, basura, ¿sabéis dónde estáis? Estáis en un campo de concentración. ¡Tenemos métodos propios! Tendréis ocasión de probarlos. Aquí no se vaguea, y nadie escapa. Los centinelas tienen instrucciones de disparar sin previo aviso a quien trate de fugarse. ¡Y contamos con la élite de las SS! Nuestros hombres son grandes tiradores”. Las palabras de bienvenida que brindaba a los presos el Standartenführer Hermann Baranowski, comandante de Dachau, son, sin duda, una introducción muy directa a lo que era un campo de concentración nazi.
En general, la expresión “campo de concentración nazi” concita un mundo de niebla y dolor compuesto de retales de violencia y espanto. Un universo desordenado de imágenes y lecturas impactantes, de testimonios reales y reconstrucciones desde la ficción. Una generación los descubrimos en las novelas de Leon Uris (Mila 18, Armagedón, QB VII), la serie de televisión Holocausto y La decisión de Sophie, otras en La lista de SchindlerLa vida es bella El niño del pijama de rayas.
El diario de Ana Frank; los libros de Primo Levi; La pasajera, de Andrzej Munk; Shoah, de Lanzmann; incluso la polémica El portero de noche, de Liliana Cavani…, son algunos de los muchísimos elementos que componen nuestra prismática visión de los campos, a la que no cesan de llegar nuevas aportaciones tan extravagantes como las recientes novelas La zona de interés, de Martin Amis, y En el paraíso, de Peter Matthiessen.

“No hay respuestas fáciles. no hay prisioneros típicos ni típicos guardianes. la historia de los campos es un cambio constante”

Algunos hemos tenido además el oscuro privilegio de visitar Auschwitz, contemplar los crematorios de Ravensbrück de la mano de la deportada Neus Català, enfrentarnos a las pilas de viejos zapatos de los gaseados en Majdanek y a las pesadas sombras de Sobibor, escuchar a Semprún una tarde hablar de Buchenwald, y a Imre Kertész, y a Gitta Sereny…, o ver el número tatuado en el antebrazo de David Galante mientras el superviviente de Birkenau describía quedamente la selección, las chimeneas y los fuegos. En ese caleidoscopio, en ese puzle de aflicción y crueldad cuesta tener una visión de conjunto, global, objetiva y científica.
Eso es lo que nos aporta ahora, más allá del familiar espectáculo de las zanjas rebosantes de cadáveres, los cuerpos enflaquecidos, el perfil de las torres y las cercas de alambre, los hornos y los guardias de la calavera, el historiador Nikolaus Wachsmann, autor de la monumental KL, Historia de los campos de concentración nazis (Crítica). En sus más de un millar de páginas –más de 300 de notas y bibliografía–, el autor recorre todos los campos de las SS desde sus orígenes hasta su final trazando una historia íntegra, completa, del sistema concentracionario. Desde la creación de Dachau, el primer campo, abierto en marzo de 1933, hasta la del de Dora-Mittelbau, el último, en otoño de 1944 (con sus dantescos túneles dedicados a la fabricación de la cohetería nazi), y las marchas de la muerte y la liberación. Una historia en la que escuchamos continuamente, entre los datos concisos, las voces de los presos y los guardianes, las víctimas y los verdugos, los perpetradores y los martirizados. Una de las cosas más notables del libro es precisamente que sin dejar nunca de ser un ensayo científico, cuantificador y esclarecedor, jamás es frío, sino que está lleno de nombres y caras y recorrido por un enorme sentido de la humanidad. Hay que alabar asimismo el magnífico pulso narrativo del autor, que contribuye a que la obra pueda conectar no solo con el especialista, sino con el gran público. Wachsmann destaca que los campos, “en los que se vivía un terror desenfrenado”, encarnan como ninguna otra institución del III Reich el espíritu del nazismo.
La cita con Nikolaus Wachsmann (Múnich, 1971) es en Londres, en cuya universidad enseña historia alemana moderna. En principio habíamos quedado en las salas de la exposición sobre el Holocausto en el Imperial War Museum, pero finalmente prefiere la mucho más sobria Wiener Library. Como tengo tiempo me acerco al primer destino. Nunca deja de conmoverme esa exhibición, probablemente la mejor plasmación en formato expositivo que se ha hecho nunca del genocidio judío (no en balde la asesoró el gran historiador especialista en el Holocausto David Cesarani, fallecido, por cierto, el pasado octubre). Es una visita dolorosa. Hay algunos elementos cuya visión es casi insoportable: la fotografía a gran tamaño de un soldado de los Einsatzgruppen a punto de disparar su pistola sobre un judío arrodillado ante una fosa común en Vinnitsa (Ucrania) que mira a la cámara; las imágenes de las excavadoras arrastrando cadáveres en Bergen-Belsen, la mesa de disección… Me siento a repasar el libro de Wachsmann frente a la gran maqueta blanca de Auschwitz que representa a escala la entrada de Birkenau, la plataforma de selección y, al extremo, las cámaras de gas y crematorios II y III en mayo de 1944 durante la llegada de un convoy de judíos húngaros, cuyo exterminio convirtió al campo en el epicentro de la Solución Final y lugar del mayor asesinato en masa de la historia moderna. Uno podría pasarse la vida ante ese horror en miniatura, tratando de entender.
La Wiener Library para el estudio del Holocausto y el genocidio, una de las colecciones más importantes del mundo de documentos sobre el tema, se encuentra en Russell Square, junto a los jardines, a tiro de piedra del British Museum. La colección fue fundada por el judío alemán Alfred Wiener y su material ayudó a llevar a los criminales nazis ante la justicia. En la recepción me encuentro con Wachsmann, sorprendentemente joven y vestido de manera tan informal que me hace sentir improcedentemente arreglado con mi americana. Nos instalamos en la biblioteca del primer piso, que aún no ha abierto al público, rodeados por paredes cubiertas de estanterías hasta el techo con libros sobre temas como la eutanasia y la doctrina racial, los crímenes de guerra, los guetos o las SS. Un gran ventanal da al parque en el que corretean ardillas grises. Gris Feldgrau, anoto mentalmente.
Le digo a Wachsmann que sorprende descubrir en su libro que en Auschwitz se exterminó a otras personas (prisioneros de guerra soviéticos) antes que a los judíos o que Dachau no era en su inicio un mal sitio, ¡hasta se permitían las visitas! “Al principio, pero en cuanto las SS se hicieron con el control las cosas empezaron a cambiar y la vejación y el maltrato se convirtieron en el sello del sistema; la muerte dejó de ser una excepción”. Al final morirían casi 40.000 presos en Dachau. En total, contabiliza el historiador, las SS instauraron 27 campos de concentración principales y otros 1.100 secundarios, una verdadera telaraña de sufrimiento y terror. No todos existieron al mismo tiempo, unos se abrían y otros se cerraban. Dachau fue el primero, y el único que estuvo siempre en funcionamiento. De los 2,3 millones de personas, hombres, mujeres y niños, que fueron a parar a los campos entre 1933 y 1945, 1,7 millones murieron allí, casi un millón de judíos, aunque también otras víctimas muchas veces olvidadas, recalca el historiador, como los marginados sociales, los homosexuales (que sufrieron especialmente por la brutal homofobia de las SS) o los gitanos (a los que también tenían gran ojeriza las SS: Höss, el comandante de Auschwitz, creía que habían intentado raptarlo de niño).
Liberación de un tren de la muerte de Bergen-Belsen a su paso por las proximidades de Magdeburgo el 13 de abril de 1945.


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Liberación de un tren de la muerte de Bergen-Belsen a su paso por las proximidades de Magdeburgo el 13 de abril de 1945.


¿Cuál era el propósito de los campos? “Obedecían a diferentes fines. Esencialmente eran parte de la red de terror de Estado que incluía los tribunales, la policía, las cárceles o los guetos. El KL [Konzentrationslager, campo de concentración en alemán] debía erradicar a aquellos señalados como enemigos sociales, raciales y políticos para crear una comunidad nacional uniforme y sana. Esa función adoptó, progresivamente, diferentes formas, en constante evolución y solapamiento, como el trabajo forzado, el asesinato selectivo, los experimentos humanos y el exterminio masivo. Los campos eran muy polifacéticos, algo que la gente no suele ver”.
De su libro KL explica que “es fruto de un largo proceso”: “Una de las cosas que me parecía fundamental era integrar las dos visiones, la de las víctimas y la de los perpetradores”. “Cuanto más leía e investigaba sobre los campos, más cuenta me daba de lo complicada que es su historia. No hay respuestas fáciles, no hay prisioneros típicos ni típicos guardianes, ni campos típicos. La historia de los campos es la de un cambio constante, muy dinámica, no es rectilínea, ni siempre coherente. La impunidad en el asesinato de presos, por ejemplo, se alcanzó solo gradualmente, y varios de las SS se sentaron en el banquillo de los acusados por malos tratos en 1934. En 1937 morían de media en los grandes campos (Dachau, Sachsenhausen y Buchenwald) solo cuatro o cinco prisioneros al mes. En 1941, 463 reclusos perdieron la vida solo en Dachau. En septiembre y octubre de 1941, las SS ejecutaron a 9.000 prisioneros soviéticos en Sachsenhausen, 300 al día, y los quemaron. El mayor asesinato en una sola jornada tuvo lugar en Majdanek, el 3 de noviembre de 1943, cuando 18.000 judíos fueron eliminados a tiros; denominaron aquello Operación Fiesta de la Cosecha. Sin embargo, hubo un momento, antes de la guerra, en que los campos casi desaparecieron. Y otro en el que, aunque parezca increíble, Himmler, su gran artífice, mandó que se matara menos para aprovechar la mano de obra”.
Apunta el autor que la propia relación de los campos con el Holocausto –la parte de la historia de los KL que más ha impactado en la imaginación popular–, cómo se implicaron en él y cómo los nazis acabaron perpetrándolo en sus instalaciones, es muy distinta de lo que se suele creer. De hecho, cuando el Holocausto entró en los KL, “muchos de sus elementos estructurales ya habían aparecido antes de que las SS cruzaran el umbral del genocidio judío”. Los “mecanismos esenciales del Holocausto” –el engaño, la muerte de prisioneros inútiles para trabajar, el exterminio masivo, incluso el uso del gas y la profanación de los cadáveres– ya estaban implantados en 1941 en algunos campos como Auschwitz, aunque aún no se tenía en mente la matanza sistemática de judíos en sus instalaciones.
Una de las aseveraciones más impactantes de Wachsmann es que “hay que desmitificar Auschwitz” en la concepción popular de los campos. Auschwitz, afirma, era una singularidad en el sistema KL, y “no era inevitable”. La transición de Auschwitz (abierto el 14 de junio de 1940 para doblegar a los polacos conquistados) de campo de concentración a campo de exterminio “fue casi casual”, y Auschwitz, recalca, pese a representar para todo el mundo el símbolo del Holocausto (allí se asesinó a casi un millón de judíos, más que en cualquier otro lugar), no fue creado especialmente para exterminar a los hebreos ni fue esa su única razón de existir. Como sí lo fue, en cambio, la de otros campos que funcionaban de manera independiente en el sistema KL, los campos de la muerte, como Belzec, Sobibor y Treblinka.

“El mayor asesinato en una sola jornada tuvo lugar en majdanek, cuando 18.000 judíos fueron eliminados a tiros”

Auschwitz, recuerda Wachsmann, no fue porcentualmente el campo más letal: “Sobrevivieron decenas de miles de prisioneros mientras que de Belzec, por ejemplo –uno de los campos concebidos específicamente para matar judíos y en el que el exterminio se realizaba inmediatamente, como en Treblinka–, solo se conocen tres supervivientes”. Pero eso no es óbice, matiza, para que Auschwitz sea la capital de Holocausto. “Aunque funcionara como un híbrido, su papel fue central en la Solución Final”. En todo caso, recuerda, solo se mató allí a uno de los seis millones de judíos asesinados en Europa: el resto lo fue en zanjas y campos por todo el este o en los campos de la muerte como Treblinka.
El Holocausto no iba a parar, revela Wachs­mann. Cuando en noviembre de 1944, ante el avance de los rusos, los nazis desmantelan las cámaras de gas de Birkenau, lo hacen, explica, para enviarlas a un lugar ultrasecreto cerca de Mauthäusen, un último campo de exterminio donde planeaban seguir el asesinato en masa sistemático de los judíos.
¿Hasta qué punto sabía Hitler lo que ocurría en los campos? A diferencia de Himmler, que lo hacía con frecuencia, él nunca visitó ninguno, ¿no? “Probablemente no, se mantenía deliberadamente lejos del trabajo sucio, de todo lo que le pudiera restar popularidad; no le interesaban los detalles y delegaba. Los campos tenían siempre algo de sucio y pecaminoso; cuando hablaba en público de ellos, Hitler siempre recordaba que los habían inventado los británicos. Durante la investigación me pareció encontrar una foto en la que aparecía visitando uno, lo que me entusiasmó, pero finalmente no era él”. ¿Hitler sabía cómo se desarrollaba todo dentro? “Sí y no. Por supuesto todo emanaba de sus decisiones. Pero no era un micromanager como Himmler”.
Los campos de concentración no los inventaron los nazis, pero Wachsmann recalca que los hicieron muy diferentes. “Se ha tratado de relativizar los campos nazis comparándolos con el Gulag. A los nazis no les hacía falta copiar nada, tenían su propio modelo. No hay nada comparable con el lado tecnológico de los campos nazis y su culminación en el complejo de exterminio de Auschwitz. Como decía Hannah Arendt, si los campos soviéticos eran el purgatorio, los nazis eran el infierno. En el Gulag, el 90% de los presos sobrevivieron; en el KL, menos de la mitad. La violencia es un aspecto común, pero lo que hacía tan destructivos los campos nazis es su modernidad: el terror burocrático, la tecnología, el gas. Todo ese lado oscuro de la modernidad que poseían los campos. La modernidad no lleva inevitablemente al progreso y la civilización”.
¿Tienen los campos nazis una lección para nosotros en momentos en que se debaten en Europa recortes a las libertades para frenar el terrorismo y llegan oleadas de refugiados? “Es difícil de contestar. De manera rápida le diría que sí. Que son una advertencia. Pero ¡cuidado con los paralelismos fáciles! Muchas veces buscamos lecciones que el pasado no puede dar. No se puede predecir el futuro y una de las verdaderas lecciones de la historia es su complejidad. Mi libro en todo caso no va por esos derroteros, no quiero imponer mis visiones, yo señalo que no hay inevitabilidad en los procesos y el lector debe sacar sus propias conclusiones”.
Probablemente una de las cosas que sorprenderán a mucha gente es que los campos nazis se hicieron originalmente para llenarlos de alemanes. “Así es, para destruir a la izquierda alemana. Los nazis tenían una paranoia con los comunistas. Y recuerde que los alemanes no votaron masivamente a los nazis por ser antisemitas, sino para que alejaran el espectro de la izquierda y de una revolución. Los KL emergieron en ese contexto, luego, con la guerra, se llenaron de otros europeos, como los españoles republicanos enviados a Mauthausen en 1940, y de judíos”. Pero si eras judío, ya desde el principio, subraya Wachs­mann, eras peor tratado. “Desde luego el antisemitismo y la violencia contra los judíos están presentes en los campos desde el primer momento. No es una coincidencia que los primeros asesinados en Dachau sean judíos. Pero la idea de los nazis al crear los campos no es matar judíos. El plan es mucho más extenso. El KL es el gran arma de terror del régimen contra todos los que considera enemigos”. Apenas ha acabado de pronunciar la frase el historiador cuando una urraca se estrella contra el ventanal con un golpe sordo. Se marcha volando, pero la escena resulta extrañamente perturbadora.
Wachsmann continúa explicando que lo que ocurrió es que al empezar los asesinatos de manera bárbara de cientos de miles de judíos de los territorios ocupados en el este, con ejecuciones masivas y entierro en fosas, los líderes nazis pensaron que esa manera de proceder era insana para… las SS. “Les pareció que resultaba muy duro psicológicamente para los ejecutores matar así”. Entonces Himmler, tan preocupado por el decoro, buscó la manera de hacerlo más humano para los asesinos y se experimentó con diferentes métodos. Como las inyecciones letales y el gas, que ya se habían empleado en los campos en otro contexto, para eliminar a los prisioneros desechables o a los millares de soldados soviéticos capturados.
“Las SS”, dice Wachsmann, “habían recurrido a una serie de expertos en eutanasia, los de la famosa Aktion T4, que habían asesinado en Alemania a minusválidos y deficientes mentales, unas 80.000 personas, muchos por gas, en aras de la política hitleriana de eugenesia, para que aplicaran su experiencia criminal en los campos a partir de 1941”. Cuando se empezó a exterminar en masa a los judíos en Auschwitz, dice el historiador, la maquinaria asesina ya estaba engrasada y había matado a decenas de miles de personas.
Sorprende encontrar en un libro como KL, junto a todo el espanto, la congoja y el hedor, sentido del humor. Como el del comunista Hans Beimler, que, tras escapar de Dachau en 1933, envió desde Checoslovaquia una postal para las SS del campo en la que solo ponía: “Bésame el culo”. Un poco de luz entre tanta oscuridad. “Es algo intuitivo, no premeditado. Tenía que mantener de alguna manera una cierta distancia, pero al tiempo necesitaba mostrar empatía, es un libro que no ha sido fácil de escribir”.
Una cuestión resulta especialmente atormentadora. ¿Cómo pudieron encontrar los nazis a tanta genta malvada, más de 60.000, calcula el historiador, para llevar los campos? Wachsmann ríe con amargura. “Esa es una buena lección. La mayoría de los guardianes, que Himmler y Eicke veían como soldados políticos, una élite, no eran psicológicamente anormales. Podían mostrarse brutales y violentos, sí, pero luego tenían vidas perfectamente normales. Lo que lleva a la pregunta ¿por qué? Que fueran fanáticos creyentes no es toda la historia. Querían imponerse a otros, probarse a sí mismos, ser duros, demostrar masculinidad” –el historiador apunta que las mujeres guardianas nunca fueron miembros de pleno derecho de las SS, no había paridad en las SS–. “Pero los guardias no eran unos sádicos en general, solo unos pocos sufrían alguna disfunción psicológica. No había tantos monstruos como cree generalmente la gente. Ya lo dijo Primo Levi: lo más peligroso son los hombres ordinarios”. Eso no quita que hubiera verdaderos matarifes, como el Oberscharführer Martin Sommer, que en Buchenwald abusaba sexualmente de prisioneros, los mataba y los metía debajo de su cama, o el también suboficial Erich Muhsfeldt, que bromeaba en Majdanek saludando con las extremidades desgajadas de los cadáveres. El historiador destaca “la continuidad de los guardianes”: mandos y subordinados pasaban de un campo a otro, llevando consigo su experiencia acumulada y su camaradería en la violencia.
Un apartado del libro está dedicado a la suerte que corrieron los campos después de la guerra y hasta nuestros días. Wachsmann detalla las polémicas en torno a Dachau o Ausch­witz como lugares de memoria. ¿Qué futuro contempla para los KL que se conservan? “No soy museólogo. Captar la historia en un lugar es increíblemente difícil, y tratar de explicarla en un campo resulta interesante pero complejo. Hoy en día encuentras gente que se hace selfies en Auschwitz y hay un turismo de los campos. Se opta por explicar historias individuales para captar audiencia, quizá las viejas exhibiciones con paneles eran más claras. La historia de los campos cambia, como cambiaron ellos mismos. Hay nuevas formas de pensarlos. No tengo claro que esté dicha la última palabra sobre los campos de concentración nazis".

martes, 28 de junio de 2016

POESÍA. "Raritan Blues". Eduardo Chirinos (Lima, 1960-2016)




Raritan Blues

                                                                Para Margarita Sánchez

Aquí no hay bulla ni miseria,
sólo un bosque de árboles mojados y cientos de ardillas
correteando vivaces o escarbando una nuez.
A lo lejos un puente
una interminable fila de automóviles retorna a sus hogares
y nubes balando ante un perro pastor y amarillo.
¿Eres tú quien camina en las riberas del Raritan?
Recuerdo un río triste y marrón donde las ratas
disputan su presa con los perros
y aburridos gallinazos espulgándose las plumas bajo el sol.
Ni bulla ni miseria.
El río fluye educado como en una tarjeta postal
y nos habla igual que hace siglos, congelándose y
descongelándose,
viendo crecer a sus orillas cabañas, iglesias, burdeles,
plantas refinadoras de petróleo.
Escucho el vasto rumor del Raritan, el silencio de los patos,
de los enormes gansos salvajes.
Han venido desde Ontario hasta New Brunswick,
con las primeras nieves volarán al sur.
Dicen que el río es la vida y el mar la muerte.
He aquí mi elegía:
un río es un río
y la muerte un asunto que no nos debe importar.

lunes, 27 de junio de 2016

POESÍA. "Antes de dormirme". Eduardo Chirinos (Lima, 1960-2016)



Antes de dormirme

Es tarde, pero quisiera decir algo.
Esa música tardía, esos ecos que rebotan
en las piedras y crean silencios.
No, no es eso exactamente:
entre eco y eco hay una música
y en ella un ladrido, un dolor, un golpe seco.
La palabra que alguna vez borramos
vuelve a su lugar
como la música tardía, como el silencio.
Pero no es eso tampoco. Escribir: callar:
cerrar los ojos. Ecos
que rebotan en las piedras y de nuevo
el ladrido, el dolor, el golpe seco.
No sé cómo explicarlo.
Pero es tarde
y en verdad no quiero decir nada.

Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (22 mayo 2016).
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El Roto

viernes, 24 de junio de 2016

CINE Y CIENCIA. "Diálogos de ciencia y ficción"

   En "Jotdown":

Diálogos de ciencia y ficción

Publicado por  y 
Interstellar. Imagen: Warner Bros.
Interstellar. Imagen: Warner Bros.
Cristian Campos: Hace tres meses tú y yo publicamos en esta misma revista un debate sobre Interstellar. Quizá sería buena idea ampliar ese debate a otras películas de ciencia ficción de los últimos años que comparten con la película de Christopher Nolan la voluntad de tratar la ciencia desde un punto de vista adulto o, como se dice en determinados sectores, «duro». Y, ya puestos, quizá podríamos ampliar ese debate a la imagen que se da de la ciencia y de la tecnología en los medios de comunicación y de cómo esa imagen influye en la política científica de los gobiernos (y, por lo tanto, en la vida de los ciudadanos). ¿Empezamos por el cine?
Juan José Gómez Cadenas: Las últimas tres películas de ciencia ficción que he visto (GravityInterstellar yMarte) comparten una tendencia muy interesante. A saber: se toman la ciencia en serio, tanto en la narración como en su defensa de lo que yo llamaría el poder redentor de la ciencia.
Aunque en todas ellas hay alguna concesión a factores prácticos o estéticos (si no recuerdo mal a nadie se le ponen los pelos de punta en gravedad cero, algo inevitable pero poco fotogénico), en ninguna se toleran simplezas y errores de bulto, como el ruido de explosiones en el vacío o naves que aceleran a 10 g sin que nadie se despeine. El caso de Interstellar ya lo tratamos en el artículo que has mencionado. Tratándose de una apuesta tan ambiciosa, los registros en los que se mueve la película de Nolan van desde la ciencia de hoy hasta especulaciones bastante arriesgadas, aunque todas con un fundamento sólido. No olvidemos que un tipo de la talla de Kip Thorne ha escrito un libro entero explicando la física que se maneja en la historia.
En ese sentido, tanto Marte como Gravity son más sencillas y se mueven en el registro de la ciencia y la tecnología de hoy. En ambas hay alguna que otra exageración, pero son más que aceptables. Si comparamos este trío con algunas de sus predecesoras más o menos cercanas en el cine de ciencia ficción (por ejemplo las dos películas sobre asteroides destructores, ambas muy pobres desde el punto de vista científico) o la infame Prometheus (¿qué se había metido el amigo Ridley Scott cuando decidió dirigir eso?) la mejora ha sido enorme y creo que va en la dirección correcta, entretener a la vez que educar. ¿Qué opinas?
C. C.: Creo que una película de este tipo podría considerarse una excentricidad. Dos, una casualidad. Pero tres son una tendencia. Y eso es lo que ha pasado con GravityInterstellar y Marte. Es difícil juzgar con distancia crítica un periodo de apenas tres o cuatro años, pero si me he de mojar diría que el cine de ciencia ficción se está poniendo serio porque una parte del público se está poniendo serio. Es un público no masivo pero sí muy influyente: el tipo de espectador que arrastra a otros espectadores al cine. El resultado son cifras de taquilla más que respetables.
El caso es que siempre ha habido películas de ciencia ficción con vocación de respetabilidad desde el punto de vista científico y narrativo, pero es ahora cuando han surgido un puñado de películas que a esos dos factores añaden el que acabo de mencionar: la comercialidad. Tanto Gravity como Interstellar como Marte son películas solventes científica y narrativamente, pero también éxitos de taquilla. Interstellar, por ejemplo, recaudó seiscientos setenta y cinco millones de dólares cuando su coste de producción fue de ciento sesenta y cinco millones. PrimerMoon y Otra tierra, sin ir más lejos, no eran películas comerciales. Y ese, el de la ciencia ficción dura pero solvente en taquilla, es un fenómeno relativamente nuevo (el éxito de 2001: Una odisea del espacio fue una feliz e inesperada excepción a la regla). Y por eso estamos hablando de él en Jot Down
Pero lo importante no es tanto el hecho de que esas películas hayan surgido ahora como el porqué lo han hecho. Y aquí me mojo de nuevo: la ciencia ha entrado en la cultura pop. Científicos como Steven PinkerRichard Dawkins o Lawrence Krauss son ahora tan populares como muchos actores, cantantes y escritores de bestsellers. Todos ellos venden decenas de miles de libros, hacen giras de conferencias con llenos absolutos, aparecen en televisión de forma regular y han logrado borrar la frontera que separaba hace apenas unos años la divulgación científica (es decir los libros de ciencia sin fórmulas) del mundo del espectáculo.
A mí me gustaría preguntarte una cosa. ¿Cómo ven los científicos esta popularización de la ciencia dura? ¿Como una traición inaceptable que frivoliza el trabajo de miles de científicos que no viajarán jamás a Marte o que nunca descubrirán cómo viajar en el tiempo, o como una pequeña concesión en la que el fin (el aumento de las vocaciones científicas y de los presupuestos destinados a investigación) justifica los medios?
J. J. G. C.: Antes de responder a tu pregunta quiero darle una vuelta al argumento de la ciencia ficción seria. Considera 2001: Una odisea del espacio. La película es de 1968, nada menos. La dirigió un monstruo del cine con la ayuda de uno de los más grandes escritores de ciencia ficción de la historia. Casi roza ya el medio siglo. Pero no tiene nada que envidiarle a los excelentes filmes que estamos comentando, se adelanta cinco décadas a ellos en su tratamiento riguroso (y atrevido) de la ciencia, fue un éxito de taquilla y no ha desaparecido de nuestro imaginario colectivo. Interstellar, como bien sabes, se mira en el espejo de Kubrick y Clarke, igual que aquel tatarabuelo nuestro se miraba, asombrado, en el monolito. 
Y, sin embargo, diez años más tarde, George Lucas arrasa con la saga de Star Wars, que no es otra cosa que un wéstern con naves espaciales en lugar de carromatos. ¿Qué ha ocurrido?
Siguiendo con tu ejemplo de arriesgar hipótesis. Durante las dos o tres décadas que siguieron a la II Guerra Mundial, la ciencia adquirió un prestigio enorme en los Estados Unidos (que emergió como potencia victoriosa gracias a su tecnología superior y que inventó la bomba atómica) y por ende en el resto del mundo. Hay que recordar que 2001: Una odisea del espacio se estrena un año antes de que Neil Armstrong pise la superficie de la luna. En la década de los sesenta, la sociedad norteamericana está convencida de que la ciencia puede conseguirlo todo. Es la época en la que se cree que la fisión nuclear puede producir energía ilimitada y que la fusión está a la vuelta de la esquina. La época en que se cree que la exploración de Marte es inminente y que el coche volador será una realidad pasado mañana. Los científicos atómicos en Estados Unidos y otros países avanzados (entre los que, desgraciadamente, no está incluida España) manejan presupuestos enormes. El CERN está en pleno auge, la física de partículas elementales (mi propio campo) o la NASA prosperan, apoyadas por la fe incondicional tanto de los políticos como del público general. 
Pero a finales de los setenta las cosas han cambiado. La sucesivas crisis del petróleo (1973 y 1979) han hecho más que patente que el mundo no funciona gracias a la energía atómica sino gracias al petróleo, cuya producción está en manos de un cartel. El accidente de Three Miles Island, en 1979, sirve como detonador del movimiento antinuclear, que a su vez supone un cambio de actitud en una parte de la población. La ciencia ya no es la panacea universal y comienza a mirarse con desconfianza. El libro La primavera silenciosa de Rachel Carson se ha divulgado ampliamente y el movimiento ecologista toma fuerza, oponiéndose al uso de pesticidas, a la energía nuclear y a lo que se percibe como abusos de la ciencia y/o de la tecnología, en aras de los intereses económicos de las elites.
Para cuando llegan los años ochenta, la ciencia ha perdido su glamur y la tecnología, aunque sigue avanzando y mejorando la vida del ciudadano de a pie, ha perdido su promesa de redención. El programa Apolo termina en 1975 y ya nadie piensa en llegar a Marte en lo que queda de siglo. La ciencia básica se refugia en su torre de marfil, tolerada por los políticos y por el gran público, pero ya no es admirada. El Super Conducting Super Collider, que debía haberse adelantado al LHC del CERN en una década, es cancelado en 1993, en lo que supone un claro bofetón a la hasta entonces sacrosanta física de partículas en los Estados Unidos. Los títulos de ciencia ficción que nos encontramos en los ochenta incluyen la saga de SupermanHeavy MetalBlade RunnerLa zona muertaEl guerrero del mundo perdido, la saga de Star Trek y, cómo no, Terminator.
Los noventa no andan mucho mejor y en 2001 llega El Señor de los Anillos. El público nunca deja de interesarse por aspectos exóticos de la física (como los viajes en el tiempo y las contradicciones asociadas a los bucles temporales), pero la ciencia se ridiculiza (Viaje al futuro), se ignora (Superman y en general todas las sagas de superhéroes que, por cierto, siguen gozando de buena salud) o incluso se sospecha de ella (Terminator es uno de los muchos ejemplos en los que los robots son los malos de la película, en fuerte contraste con los androides de Isaac Asimov). 
Gravity. Imagen Warner Bros. Pictures.
Gravity. Imagen Warner Bros. Pictures.
Entre tanto, los científicos profesionales se dedican a lo suyo. Hasta primeros de siglo había poca divulgación científica y la que había solía ser rigurosa y más bien pensada para un público bastante selecto. Es muy notable que uno de los mayores pioneros de la popularización de la ciencia, el gran Carl Sagan, fuera atacado con bastante saña por sus colegas, precisamente por dedicarse a la divulgación (y por el gran éxito que tuvo, me temo). Sin embargo, Sagan se estaba anticipando al fenómeno que tú comentas.
A día de hoy, hay toda una escuela de divulgadores de gran éxito, muchos de los cuales son o han sido también científicos de primera línea. El fenómeno viene acompañado de otros que le hacen eco. Las universidades empiezan a invertir mucho más dinero en divulgación y los científicos profesionales se encuentran con que se espera de ellos que dediquen una parte de su tiempo a popularizar su ciencia. Recientemente, Emiliano Bruner ha descrito en un artículo muy lúcido las luces y sombras de esta nueva moda.
En cierto modo, creo que nos encontramos con un nuevo cambio de viento. La ciencia vuelve a ser percibida como algo esencial por el ciudadano. En parte por su enorme impacto en áreas como la salud (estoy pensando en la imagen médica, los tratamientos contra el cáncer o la casi total victoria sobre el sida) y en parte porque cada vez se es más consciente de que nuestro estilo de vida está fundamentado en (y depende de) la ciencia y la tecnología. Seguimos funcionando a base de quemar gasolina, pero todo el mundo entiende que el cambio climático es una realidad con la que va a haber que lidiar. Y para ese viaje se precisan las alforjas de la ciencia. 
Y es en ese contexto donde podemos leer el resurgir de las películas de ciencia ficción dura. Interstellar retoma un viejo tema, el de la humanidad arruinada por culpa suya (el cambio climático). Una humanidad que, al renegar de la ciencia, se condena a una extinción de la que solo la ciencia puede salvarla. Y Marte es, en muchos aspectos, un panfleto de la NASA recordándonos que seguimos teniendo pendiente un viaje tripulado a Marte. 
Por fin, respondo a tu pregunta. ¿Cómo ven los científicos la popularización de la ciencia ? Yo creo que bien. Todos comprendemos que es una necesidad (hace falta convencer a los políticos para que nos financien), una obligación (el ciudadano cuyos impuestos pagan mi trabajo tiene todo el derecho del mundo a que le explique lo que hago, por qué y para qué) y, para gente como yo, un placer y una oportunidad.
Hace unos años, el divulgador científico tendía a ser arrogante y a aproximarse al público en plan lección magistral. Hoy, más de uno peca de lo contrario. Se llega a veces a la payasada y el esperpento. Pero se están descubriendo muchas fórmulas interesantes. Por ejemplo, la gente de Naukas monta cada año en España auténticas ferias de la ciencia donde lo mismo te encuentras a un científico de prestigio desgañitándose para explicar lo que hace, que a Natalia Ruiz Zelmanovitch mezclando ciencia con teatro, vodevil y poesía. El Donostia International Physics Center (DIPC) dedica una parte de su presupuesto al proyecto Mestizajes, en el que colaboro y donde se buscan (e incluso se inventan) territorios comunes a la ciencia, la música y la literatura. Emiliano Bruner mantiene un blog de música y antropología y el biólogo teórico Diego Rasskin mantiene en Jot Down un blog, Metáforas de ajedrez, donde conecta diferentes aspectos de la ciencia y la literatura con las sesenta y cuatro casillas. Y estos son solo algunos ejemplos. El país realmente cuenta con una cantidad creciente de excelentes divulgadores, algo casi inexistente hace un lustro.
Volviendo al cine, estoy convencido de que el mercado responde precisamente a ese espectador que quiere saber más de lo que es real (de Marte por ejemplo) y que está un poco harto de rayos láser y batallas galácticas. Por otra parte, me preocupa un poco una tendencia que detecto en los tres filmes, y es que en ellos la ciencia y/o los científicos acaban por operar milagros. El caso de Interstellar es el más claro. En ella asistimos a una salvación en toda regla de la humanidad. Pero también vemos a la protagonista de Gravity y al de Marte salvarse gracias al poder de la ciencia. Creo que las películas responden a un convencimiento por parte del ciudadano de que la ciencia y la tecnología lo pueden todo. Y eso es peligroso. Por poner un ejemplo obvio, todo el mundo está muy contento con unos acuerdos de mínimos para combatir el cambio climático, pero si echas las cuentas verás que el problema está muy lejos de poder resolverse. De hecho, no está claro en absoluto que sepamos cómo resolverlo. Me preocupa esta fe ciega en la ciencia que parece resurgir en estas películas. ¿Tú cómo lo ves?
C. C.: Me parece que la fe ciega en la ciencia (suponiendo que exista algo parecido a la «fe ciega en la ciencia») es preferible a la fe ciega en cualquier tipo de superstición o, aún peor, en todas esas pamemas que pretenden pasar por ciencia alternativa. El propio nombre es absurdo. ¿Alternativa a qué? ¿A la ley de la flotabilidad de Arquímedes? ¿A la de los fluidos dinámicos de Bernoulli? ¿A la de las presiones parciales de Dalton? Si sus defensores demuestran que esa ciencia alternativa refuta alguna de esas leyes recibirán el Nobel. ¿A qué están esperando?
Cada vez que he escrito sobre este tema se ha liado una batalla campal en los comentarios que ríete tú de la II Guerra Mundial. La acusación más frecuente es la de que la ciencia se ha convertido en una religión más. Y en una religión especialmente deshumanizada y falta de empatía. Supongo que lo que se quiere decir en realidad es que la ciencia ha adquirido algunos de los rasgos distintivos de la fe. A mí eso no me preocupa. Creo que lo interesante no es tanto que la ciencia haya ocupado una parte del espacio que antes ocupaban las religiones como el horizonte moral que eso representa: al menos ahora hemos depositado nuestra fe en algo «real».
Lo verdaderamente grave es lo que está haciendo el periodismo con la ciencia. El diario La Vanguardia, por ejemplo, tiene una sección, La Contra, en la que se da cabida a todo tipo de locos, chalados y conspiranoicos. Uno que dice que te puedes alimentar exclusivamente de luz solar, otro que dice que el cáncer es un estado de ánimo, otro que dice que las vacunas matan… El cinismo con el que el periodismo le da voz a estos tipos es nauseabundo. Por supuesto, La Vanguardia es una empresa privada y puede volcar en sus páginas todas las tonterías que le dé la gana. Yo, por mi parte, soy libre para decir que peor que el analfabeto que defiende memeces es el cínico que le da un altavoz para que las esparza a los cuatro vientos. Si se están riendo de esos pobres locos, malo. Y si creen que la opinión de esos locos merece ser escuchada, peor. Y digo peor 1) porque al periodismo se llega alfabetizado de casa, y 2) porque el periodismo se sustenta sobre una única columna: el pacto con el lector de que lo que se dice en las páginas del diario es verdad. Si dinamitas esa columna, que ya está lo suficientemente carcomida por todo tipo de intereses confesos y no tan confesos, ¿quién me dice que lo que se publica en el resto de páginas del diario es cierto? ¿Para qué necesito yo un diario, entonces?
Y por eso, y puesto en la tesitura de escoger entre dos males (el analfabetismo científico y la fe ciega en los hipotéticos milagros de la ciencia), me quedo sin dudarlo con el segundo. En esto hay que ser un poco maquiavélico porque el otro bando tiene a todos los crédulos del mundo a su favor. Y los crédulos suelen tener una fuerza de voluntad a prueba de bomba.
Ahora te lanzo yo una pregunta. ¿Cuáles son las investigaciones científicas en curso con más potencial «peliculero»? Es decir aquellas que convenientemente exageradas y simplificadas podrían sostener el argumento de una película de ciencia ficción. Los aficionados a la ciencia ficción ya estamos cansados de viajes en el tiempo y agujeros negros. ¿Dónde está la ciencia de vanguardia que ha de alimentar la ciencia ficción del siglo XXI?
Marte. Imagen: Twentieth Century Fox.
Marte. Imagen: Twentieth Century Fox.
J. J. G. C.: Estoy esencialmente de acuerdo contigo, aunque, precisamente por mi formación como científico, me cuesta tener fe ciega en nada. Pero creo que la ciencia nos proporciona una buena forma de entender el mundo, incluyéndonos a nosotros mismos. 
En cuanto al periodismo y la ciencia, aquí habría mucho que hablar y nos arriesgamos a llevarnos algunos capones. De entrada, suscribo al 100% lo que cuentas y me parece de una irresponsabilidad criminal que periódicos y revistas promocionen terapias y tratamientos alternativos (¿alternativos a qué?, como bien dices tú) que no son otra cosa que el viejo timo del crecepelo, el ansiado bálsamo de Fierabrás o, para decirlo en plata, burdos timos. El fenómeno de las seudociencias y la indulgencia en el pensamiento mágico va en aumento. De hecho, mi último artículo en Jot Down toca el tema de lleno y acabo de firmar, junto con otros cincuenta científicos, una carta que ha publicado El País.
El problema es grave. Para empezar, porque cuesta vidas, tal como cuento en «Requiem por Mario». Y, para seguir, porque contribuye al estado general de complaciente desinformación en la que parece que nos encanta sumir al ciudadano. La sociedad en la que vivimos no se concibe sin la ciencia. Empezando por la medicina (desde la vacuna a la imagen médica, pasando por el tratamiento contra enfermedades antaño mortales y hoy ya crónicas, como el sida o la diabetes) y siguiendo por las comunicaciones (desde el móvil a san Google) y el transporte (desde el AVE hasta el avión barato pasando por el automóvil que tenemos). Desde la alimentación de calidad (que sería inconcebible sin los avances de los últimos cien años) hasta el acceso a la educación, somos lo que somos gracias a la ciencia y la tecnología que se basa en esta. Pero los políticos cicatean su financiación, determinados grupos ecologistas se oponen de manera irracional a no pocos avances científicos (por poner un ejemplo, la oposición al arroz dorado me parece delictiva) y los periódicos y revistas promocionan el pensamiento mágico y la brujería new age
En España hay que añadir el hecho de que los periodistas tienen una formación muy deficiente en ciencia. Es algo que está empezando a cambiar, pero todavía estamos muy atrás comparado con los países anglosajones. Supongo que esa deficiencia, en el fondo, es parte del analfabetismo científico en España. En los Estados Unidos se publican cada año (y se venden bien) docenas de títulos sobre ciencia. Libros recientes, de excelente nivel y para todos los públicos, que abarcan desde las matemáticas a la robótica, pasando por la física de partículas o la biología molecular. Como los libros se venden aceptablemente bien, no es infrecuente que buenos científicos dediquen una parte de su actividad a escribirlos. Además, hay toda una generación de periodistas-científicos (e incluso de científicos-periodistas) que pueden vivir aceptablemente de divulgar la ciencia. España es un auténtico desierto, te lo digo por experiencia como autor de ficción y de ensayo y como científico profesional. 
En cuanto a la ciencia y sus temas peliculeros. Coincido contigo en que los agujeros negros ya están bastante explotados, pero creo que los viajes espaciales y los encuentros con ET seguirán dando de sí. No podemos evitarlo, nos come la curiosidad, el ansia de viajar y también el miedo a estar solos en la galaxia.
Otro clásico que creo que aún podemos explotar (y la bola ya está rodando) es el de los robots y la inteligencia artificial. Los avances en ese campo están acelerando. Ya hemos visto filmes bastante potables, como el reciente Ex Machina (donde se manejan buenas ideas, aunque a mí me cabreó enormemente el desenlace), por no hablar del clásico de Spielberg I.A. Inteligencia artificial
Otro tema que puede dar de sí en el cine y que ya ha sido bastante bien tratado en la novela es el de la nanotecnología. No me sorprendería ver pronto, por ejemplo, una adaptación de La era del diamante de Neal Stephenson. En general, creo que el cyberpunk y el postcyberpunk son filones de la ciencia ficción escrita que el cine ha explotado poco. 
En el campo de la biología hay muchos otros filones, también tratados en la literatura y menos en el cine. Desde la manipulación genética (ahí tenemos excelentes filmes, como Gattaca) hasta el hombre híbrido, mitad humano, mitad cíborg. Muchos de estos temas han sido tratados por el cine, pero a menudo de manera bastante infantil. Creo que hay bastante espacio para revisitarlos en esta nueva oleada de ciencia ficción seria.
A mí me interesa preguntarte por un tema análogo. La ciencia ficción también ha tenido siempre una componente de avances y retrocesos sociales: las utopías y las distopías. Ahí tenemos desde trabajos tan esenciales como Un mundo feliz de Huxley (que no sé si ha tenido una buena versión cinematográfica) hasta el rudimentario pero taquillero Mad Max, pasando por Blade Runner y tantos otros. Mi última novela (Spartana, publicada por Espasa) es, de hecho, una distopía en la que identifico la ciencia como la única redención posible para una humanidad cada vez más ignorante, pobre y sometida al capricho de las élites. ¿Qué opinas al respecto? ¿Crees que el cine de ciencia ficción seria se atreverá a revisar este terreno? ¿O nos quedan aún muchos Juegos del hambre que sufrir?
Ex Machina. Imagen: DNA Films.
Ex Machina. Imagen: DNA Films.
C. C.: A las utopías hay que cogerlas con pinzas últimamente porque vienen cargadas de ideología. A mí me sorprendió ver cómo a mucha gente le pasaba desapercibida la distopía que plantea Interstellar, que es la de un mundo dominado por el discurso anticientífico y consparanoico. Una buena parte del público se quedó únicamente con la distopía ecologista de las cosechas arrasadas. Pero no captó la distopía ideológica porque para ellos ese mundo, esa distopía, es aceptable. El Roto, el dibujante de El País, tiene por ejemplo decenas de chistes en los que arremete contra las farmacéuticas, las vacunas y la ciencia en general. Intuyo que su utopía es un mundo sin ciencia. Así que lo que para mí es una distopía, para El Roto y otros como él es una utopía: un mundo controlado ideológicamente por los antivacunas, los homeópatas y una burocracia ideológica y no racionalista. Un mundo que se ha rebelado contra las luces de la razón. 
De hecho, esa burocracia ya la tenemos aquí. Es el caso de algunos partidos políticos cuya relación con la ciencia y el racionalismo es conflictiva, por no decir inviable. Unos por prejuicios religiosos y otros por prejuicios redentoristas y magufos. Así que cuando hablamos de utopías y distopías hay que definir primero de qué hablamos. Gattaca, por ejemplo, es ciencia ficción política. No mucha gente lo ve así. Aunque entiendo por qué ese es un terreno tan poco explorado en el cine. Lo entiendo porque, desde el punto de vista del director, no suele salir gratis rebelarte contra la irracionalidad de la masa. Yo a veces digo, medio en serio medio por tocar los cojones, que la ciencia es de derechas. Es una boutade, pero creo que cualquiera con más de dos libros a cuestas puede entender qué quiero decir con esa frase. La realidad suele ser profundamente de derechas. 
J. J. G. C.A tenor de este diálogo decidí revisitar Her y creo que podría incluirla en esa lista de buenas películas de ciencia ficción que sin embargo no renuncian a ser atractivas comercialmente, junto a MarteGravity oInterstellar (aunque creo que Interstellar, sinceramente, juega en otra liga).
Her plantea uno de los problemas asociados a la singularidad: el momento en el que la inteligencia artificial —o el OS, como se le llama en la película— se vuelve tanto más inteligente que su creador que dejamos de interesarle. Pero el enfoque me parece muy inteligente: Samantha no deja de amar a Theodore, incluso cuando tiene que dejarlo atrás. También me interesa la sugerencia final, la posibilidad de que ambos puedan volver a amarse cuando Theodore gets there, es decir cuando los hombres consigan superar sus propias limitaciones y volverse tan inteligentes como sus inteligencias artificiales (de hecho, fundirse con ellas). Todo eso es standard lore transhumanista, pero encuentro el tratamiento en la película muy afortunado.
Otro detalle que me parece realmente bueno es la interpretación de Scarlett Johansson como Samantha. Su maravillosa voz consigue crear un personaje adorable y sugerente, sensual y amigable a pesar de que (o quizás debido a que) no la vemos nunca. Menos afortunado (pero pasable) es la concesión a la galería con los «polvos mentales» entre Samantha y Theodore. En resumen, una película que me parece afortunada, aunque como bien dices, esquiva distopías complejas. 
Respecto a tu comentario de que hay que llevarse cuidado con las distopías, me llevé una gran sorpresa cuando propuse a mi traductora (Cristina) la traducción de Spartana al italiano. Materia Extraña, mi anterior novela, se tradujo y vendió bien. Pero en el caso de Spartana (que considero una obra más interesante) el hecho de tratarse de una distopía bastante crítica la hizo imposible de colocar, según me aseguraba Cristina.
Si te fijas, el cine actual nos vende pocas películas realmente inquietantes. Ciertamente, la serie de Los juegos del hambre es inocua, así como el resto de productos similares: DivergenteEl corredor del laberinto, etcétera. Son fórmulas enlatadas que en el fondo (y no hay que profundizar mucho) participan de la misma posición que en Avatar se ve magníficamente. Los buenos son los «indios» (ecologistas, unidos a la Tierra, conectados al Todo, jinetes de dragones y medio telépatas) y los malos son los «tecnovaqueros», con sus máquinas y sus robocops. Para colmo, en Avatar los científicos son un cliché formidable, unos simples que no se enteran de nada. La fórmula con variantes se repite una y otra vez en las varias distopías y series pretendidamente ciencia ficción que en el fondo se diría que son anticiencia ficción.
C. C.Respecto a Her, aprovecho para preguntarte a ti, que eres el experto. ¿Es posible para un sistema cualquiera, pongamos una inteligencia artificial, comprender nada que sea más complejo que él mismo? O mejor dicho: ¿Puede un sistema cualquiera comprender una realidad superior de la que él mismo forma parte?
Aquí habría que aclarar qué entendemos por «comprender» y por «complejidad», pero vamos a un ejemplo extremo. ¿Puede un ordenador «comprender» el universo cuando ese mismo ordenador es «universo»? ¿Y no es eso exactamente lo que ocurre con la inteligencia artificial? A fin de cuentas, el concepto de inteligencia es una construcción humana. No hay nada de inteligente en un quark o en un electrón, solo fuerzas físicas y pura abstracción matemática. Inteligencia es solo la palabra con la que definimos una serie de interacciones determinadas en detrimento de otras a partir de cierto nivel de complejidad física. Así que, ¿qué queremos decir cuando especulamos con ese momento en el que la inteligencia artificial será más inteligente que aquellos seres que han inventado no solo el concepto de inteligencia artificial sino el mismo concepto de inteligencia? ¿No es eso ontológicamente imposible? ¿Y no debería ser ese el tema por excelencia de la ciencia ficción dura del futuro?
J. J. G. C.: Sobre Her, la pregunta que me planteas es muy interesante. Pero, si te fijas, no necesitas una inteligencia artificial para plantearla, se puede aplicar perfectamente a la inteligencia humana. El cerebro humano (la máquina más compleja del universo conocido) es parte del universo que intenta describir y la noción no es en absoluto baladí.
Para empezar, el universo que percibimos (y del que formamos parte) solo nos es accesible a través de nuestros sentidos y comprensible a través de nuestra maquinaria intelectual. El hecho, en sí mismo, implica un sesgo importante. Los humanos vemos el rojo, pero no el ultravioleta, así que el mundo que percibimos tiene un espectro de colores diferente al de otros animales (u otros posibles seres inteligentes). Nuestro sentido del olfato es relativamente pobre. Comparado con el de un perro somos medio ciegos al mundo de los olores. Todo eso afecta a nuestra forma de percibir el mundo y de describirlo. Somos animales bípedos y terrestres, con manos capaces de sujetar objetos, y nuestra tecnología (que mediatiza nuestra visión del mundo) responde a esos patrones, al igual que nuestra ciencia.
Uno podría preguntarse si los delfines no han evolucionado hacia una inteligencia tecnológica debido a su condición de mamíferos acuáticos. Disponen de un cerebro comparable al nuestro pero no de nuestras extremidades. Desarrollar el fuego (y a partir de ahí la metalurgia) no es fácil en un medio acuático e incluso no resulta obvio interesarse por ciclos y patrones celestiales, que son útiles para la agricultura y que, con el tiempo, darán lugar a la astronomía. En resumen: nuestra inteligencia no es un observador externo de un universo ajeno a ella, sino parte de este. 
En ese sentido, por supuesto, uno tiene que tomarse la palabra «inteligencia» con un grano de sal. Por un lado, nuestra capacidad de reaccionar frente a situaciones inesperadas y manipular el entorno que nos rodea no tiene nada de relativo. Hay un elemento absoluto muy claro en la inteligencia, aunque las mismas modas seudopostmodernas que tanto se complacen en imaginar que tíos de tres metros subidos a un dragón le pueden dar para el pelo a un ejército de mercenarios armados con bombas atómicas también venden el relativismo en la inteligencia. No es infrecuente encontrarte con la opinión de que un tío como Einstein era inteligente solo a su manera pero que cualquier vecino podría superarle en otros aspectos (tales como la célebre inteligencia emocional).
Sin negar en absoluto que lo que llamamos inteligencia describe un conjunto muy amplio de aptitudes y que no es extraño encontrar individuos que sobresalgan en ciertos aspectos y sean deficitarios en otros, hay que llevarse ojo con la tabla rasa. Einstein nos daba sopa con ondas a la mayoría. Los humanos somos más inteligentes que los gorilas, que son más inteligentes que los perros, que son más inteligentes que las ranas, que superan en inteligencia a las moscas. Al final, hay una base física: cuántas neuronas empaquetas en tu cerebro y cuán bien conectadas están. Eso sí: cuando nos comparamos con otras especies dotadas de grandes cerebros, como los cetáceos, aparecen cuestiones más misteriosas, como la que se pregunta si basta con un gran e hiperconectado cerebro (el caso de los delfines o de las orcas) o hace falta algo más para desarrollar los aspectos más sobresalientes de la inteligencia humana, como su capacidad (y su necesidad) de interpretar el mundo e interpretarse a sí misma. 
Y no te digo ya cuando mencionamos la conciencia, ese misterioso sentido del yo que nos hace vernos como entidades autónomas, separadas del resto del universo, como observadores de nuestra propia película. De nuevo, sin duda, hay una cierta gradación que depende de la complejidad. Una mosca es menos consciente que un perro, sin duda. ¿Pero estamos seguros de que un perro es menos consciente que un gorila y este menos que un delfín? ¿Y un delfín menos que un hombre? Yo he tenido muchos perros de pequeño y estoy seguro de que son conscientes. He visitado a los gorilas en Zaire y no me cabe duda de que también lo son. ¿Más o menos que nosotros? ¿Se puede cuantificar? 
Quizás la gran diferencia con todos ellos es nuestro complejo lenguaje. Y de nuevo aparece la paradoja del huevo y la gallina. ¿Es nuestra consciencia y nuestra complejidad emocional la razón por la que desarrollamos el lenguaje (para representar nuestro universo interno) o, por el contrario, son una consecuencia del hecho de que desarrolláramos el lenguaje (quizás un accidente más de la máquina evolutiva)?
Y ya que esto es una conversación sobre cine (y por lo tanto sobre literatura), vale extender la pregunta a los sentimientos. El amor, por ejemplo. ¿Por qué Romeo y Julieta y sus miles de variantes a lo largo de la historia de la literatura y el cine nos emocionan tanto? ¿Porque capta nuestra capacidad para amar o porque Shakespeare, en ese momento, «inventa» un concepto de amor que tiene éxito y que a partir de ahí nos condiciona?
Otro ejemplo que me encanta es la noción del valor, en particular el valor del héroe. Cuando Héctor de Troya (sin duda el mayor valiente de la historia de la literatura) se enfrenta a Aquiles, hay un momento en que le entra el miedo y echa a correr, da vueltas y vueltas en torno a la muralla de Troya, perseguido por Aquiles. Homero no tiene ningún problema en mostrarnos a Héctor muerto de miedo porque en ese momento la noción del héroe que siempre da la cara y nunca huye todavía no ha tomado la forma que tomará después (y a la que contribuye de manera decisiva un personaje como Héctor, que podríamos decir que inventa el héroe, igual que Romeo y Julieta inventan el amor y Otelo inventa los celos).
El lenguaje condiciona nuestros sentimientos igual que nuestras ideas y de ahí la importancia que tiene hablar de cine, por baladí que parezca a veces. Porque hoy en día el cine, la televisión y los espectáculos visuales son la gran máquina de conformar sentimientos e ideas (en plata, de manipular). 
Her. Imagen: Sony Pictures.
Her. Imagen: Sony Pictures.
En cuanto a tu pregunta, para entender una inteligencia artificial deberíamos entender la nuestra, cosa que no es el caso. Esa es la razón por la que la inteligencia artificial juega un poco con fuego, una idea que va calando en los últimos años. Me explico. En las últimas décadas, la explosión tecnológica nos está permitiendo construir ordenadores cada vez más potentes y creo que es factible que en unas pocas décadas podamos construir cerebros artificiales (basados en chips neuronales, de los cuales ya tenemos un ejemplo: el True North de IBM) con cientos o miles de millones de neuronas (True North ya tiene un millón), cada una de las cuales esté conectada a cientos o miles de otras neuronas. Esas neuronas, además, se activan más rápido que las nuestras, así que no es impensable que antes de final de siglo tengamos un cerebro artificial con una capacidad de cálculo en el rango de los exaflops y una paralelización masiva, similar o superior a la nuestra.
Y entonces, ¿qué? La respuesta no está ni mucho menos clara porque hay muchas cosas que ignoramos. ¿Aprenderemos a programar ese cerebro para que haga lo que queremos nosotros o le daremos las herramientas para que se programe a sí mismo? Y, en este último caso, ¿cómo lo controlamos? ¿Surgirá una conciencia en él como fenómeno emergente (el resultado de billones de procesos e interacciones) o hay algo en el cerebro humano que no sabemos captar en un ordenador y sin el cual la conciencia es imposible? ¿Y el lenguaje? ¿Será esa inteligencia emergente plástica como la nuestra y por tanto capaz de adaptarse al lenguaje o simplemente lo manejará sin inmutarse? Es decir, ¿desarrollará sentimientos o le serán ajenos? ¿Empatía? Y todo un largo etcétera. 
El punto clave es el siguiente. Partimos de la hipótesis de que en algún momento (pronto) podremos construir un cerebro artificial con capacidades superiores a las del cerebro humano. Y postulamos que ese cerebro desarrollará una inteligencia superior a la nuestra. No está nada claro ni lo uno ni lo otro. Para empezar, podría ser que nuestra tecnología necesite mucho más tiempo del que creemos para construir una máquina comparable en complejidad a un cerebro humano. Y si eso ocurre, todavía estaremos bastante perdidos. No sabemos exactamente los mecanismos que resultan en eso que llamamos inteligencia (aunque cada día sabemos más) y no sabemos cómo conectar la complejidad cerebral con las vivencias internas, las emociones, la representación del mundo que se hará esa inteligencia artificial, si es que llega a emerger.
Es todo un misterio y la aventura no está exenta de riesgo. No es obvio como comunicarnos con una inteligencia artificial si es que llegamos a construirla ni es obvio cuál será su agenda ni su representación del mundo. En ese sentido, Her toca alguno de los temas, pero siempre mantiene una visión bastante humanizada de la inteligencia artificial, en eso Samantha no se diferencia mucho de Hal, aunque una sea «buena» y el otro «malo». Pero quizás lo más interesante (y lo que más miedo da) de una inteligencia artificial es que su conciencia, si emerge, sea como un alien para la nuestra. 
En todo caso, y para concluir (me da la impresión de que esto se ha alargado ya bastante), creo que explorar la naturaleza de inteligencias diferentes a las nuestras, sea inteligencia artificial o extraterrestre, es un campo fértil y posiblemente el más interesante para la ciencia ficción en este momento. Lo malo es que es más sencillo y vende más Terminator que Her, pero no está todo perdido. Sin ir más lejos, en Battlestar Galactica, a pesar de todas las muchas imperfecciones y bobadas de la serie, hay algunos elementos muy interesantes relacionados con los Cylons e incluso con el futuro híbrido cylon-humano.
En resumen, ¡larga vida a la ciencia y a la (buena) ciencia ficción!