domingo, 5 de junio de 2016

HISTORIA. Reseña de "SPQR. Una historia de la antigua Roma", de Mary Beard

   En la revista "Mercurio":


Roma, primer milenio

IGNACIO F. GARMENDIA  |  ENSAYO · MERCURIO 182 - JUNIO-JULIO 2016

Mary Beard
Mary Beard.
SPQR. Una historia de la antigua Roma
Mary Beard
Trad. Silvia Furió
Crítica
664 páginas | 27,90 euros
SPQREsta es la historia, tantas veces contada, de cómo una aldea del centro de Italia se apoderó primero de la península y llegó a convertirse, luego de siglos de crecimiento incesante, en el más extenso y formidable imperio de la Antigüedad. La cuenta una prestigiosa catedrática que es también una popular divulgadora, la británica Mary Beard, recién premiada en España y cuyos libros son conocidos entre nosotros gracias a las ediciones de Crítica. Es una historia de conquistas, pero no sólo militares, parte de esa “larga conversación” que generaciones de estudiosos han mantenido con uno de los dos pueblos que dieron a Europa —y no sólo a Europa— su identidad clásica.
A la hora de fijar el marco cronológico de la antigua Roma, se usa como punto de partida la fecha legendaria de 753 a.C. que los propios latinos establecieron como la de la fundación de la ciudad, pero los historiadores no siempre coinciden en lo que respecta al término del itinerario. Beard opta aquí no por la conversión de Constantino al cristianismo, la separación de los Imperios de Oriente y Occidente, el saqueo de Roma por los visigodos o la destitución del último emperador de Occidente, sino por un hito más temprano: la decisión de Caracalla (212 d.C.) de convertir en romanos de pleno derecho a todos los habitantes libres del Imperio, que señalaría el final de un secular proceso de extensión de la ciudadanía. Esta periodización le permite hablar del “primer milenio” —el segundo se extendería hasta la toma de Constantinopla y lo que quedaba de Bizancio por los otomanos— para centrarse en la larga fase de expansión y predominio, dejando fuera lo que Edward Gibbon llamó la decadencia y caída.
La Historia de Beard empieza in medias res, con un capítulo dedicado a Cicerón que lo retrata en su “mejor momento” —guiño a lo que Churchill, émulo mediocre del citado Gibbon, llamó su mejor hora, cuando la batalla de Inglaterra—, esto es, en las décadas postreras de la República y concretamente en 63 a.C., año de la famosa conspiración de Catilina que el orador, entonces cónsul, se jactó siempre de haber desbaratado. Aunque aún es objeto de controversia, se trata de un episodio profusamente documentado que sirve a la autora como preámbulo para retrotraerse a continuación a la más oscura época arcaica, en la que se entrelazan mito e historia y de la que interesa tanto como los hechos probados la fabulación que los romanos hicieron de sí mismos. En adelante Beard apenas se sale del curso lineal para recrear de modo claro y ameno, riguroso pero accesible, el vasto panorama comprendido entre las peripecias atribuidas a los gemelos fundadores y los inicios del siglo III después de la Era.
Roma, dice Beard, es el pasado remoto, pero no se trata sólo de que seamos herederos de aquel mundo en realidad tan ajeno, aunque perviva de muchas formas en el actual, sino de que sus conflictos, sus crisis, sus instituciones, su literatura, siguen planteando cuestiones perfectamente vigentes. La perspectiva cambia con el tiempo, conforme a un desarrollo acumulativo al que se incorporan nuevas fuentes de información o nuevos planteamientos —el que atiende a la vida de las mujeres o de los esclavos o de la gente común, cuyo rastro puede seguirse a partir de pequeños indicios— que amplían los datos conocidos o ponen en entredicho las antiguas certezas. Roma nos concierne y el relato de su devenir, unido al de los interlocutores que nos precedieron, precisa de una constante reescritura, desde una mirada crítica que vaya más allá de la admiración por los indudables logros para tratar también de las contradicciones o las zonas oscuras. Suele afirmarse que no es razonable juzgar a los antepasados desde los criterios de hoy, pero de algún modo hay que hacerlo para no caer —aunque también estos formen parte de la historia— en el ensueño esteticista o la idealización retrospectiva.

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