viernes, 29 de junio de 2012

POESÍA. "Bilhana", de Jesús Aguado (Madrid, 1961)

Jesús Aguado

BILHANA

Todavía recuerdo
el tintineo frío de sus labios
y el tintineo cálido de sus pulseras,

y a mi amada desnuda corriendo por la orilla
perseguida por tigres y la aurora,

y a mi amada desnuda sumergiéndose en mí
como un tiro de flecha
que atravesara
el corazón del tiempo.

PRENSA CULTURAL. Entrevista a Mario Vargas Llosa, sobre la cultura

Mario Vargas Llosa

   En "El País":
ENTREVISTA


"Sería una tragedia que la cultura acabe en puro entretenimiento"
   Premio Nobel de Literatura. Publica ahora el ensayo ‘La civilización del espectáculo’.

Jan Martínez Ahrens 15 ABR 2012
 
   A Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) le asaltaba desde hacía algún tiempo la incómoda sensación de que le estaban tomando el pelo. Lo empezó a sentir al visitar ciertas exposiciones y bienales, asistir a algunos espectáculos, ver determinadas películas y programas de televisión e incluso le ocurría cuando se arrellanaba en el sillón para leer ciertos libros y periódicos. En esos momentos, como él mismo cuenta, le sobrevenía la sensación, poco definida al principio, de que se estaban burlando de él, de que estaba “indefenso ante una sutil conspiración” para hacerle sentir un inculto o un estúpido, para hacerle creer que un fraude era arte; un embuste, cultura.
   De esa sensación surgió una convicción y de esta un ensayo, La civilización del espectáculo (Alfaguara). En sus páginas el premio Nobel de Literatura disecciona la conversión de la cultura en un caos donde “como no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. Esa disolución de jerarquías y referentes es consecuencia, para Vargas Llosa, del triunfo de la frivolidad, del reinado universal del entretenimiento. Pero los efectos de este clima de banalización extrema no se limitan a la cultura. Para el escritor, y quizá sea este su juicio más severo, el empuje de la civilización del espectáculo ha anestesiado a los intelectuales, desarmado al periodismo y, sobre todo, devaluado la política, un espacio donde gana terreno el cinismo y se extiende la tolerancia hacia la corrupción, algo que el autor de Conversación en La Catedral ilustra con una anécdota de su tierra natal:
   “En las últimas elecciones peruanas, el escritor Jorge Eduardo Benavides se asombró de que un taxista de Lima le dijera que iba a votar por Keiko Fujimori, la hija del dictador que cumple una pena de 25 años prisión por robos y asesinatos.
   “¿A usted no le importa que el presidente Fujimori fuera un ladrón?”, le preguntó al taxista.
   “No” -repuso este- “porque Fujimori solo robó lo justo”.
   Lo justo. La indiferencia moral. La civilización del espectáculo.
   El ensayo, un diamante para la polémica, lo explica Vargas Llosa con voz cálida y precisa, que inunda la línea telefónica desde el otro lado de Atlántico, viernes por la mañana en Lima.
 
   P. Mantiene usted que la cultura se ha banalizado, que triunfa la frivolidad en su peor sentido, que el erotismo pierde en favor de la pornografía, que la posmodernidad es, en parte, un experimento fallido y pedante, que el periodismo amarillea, que la política se degrada, que en la civilización del espectáculo el cómico es el rey… ¿Hay escapatoria?
   R. Sí, hay escapatoria. La historia no está escrita, no es fatídica, cambia. Justamente nos ha tocado vivir una época en que hemos visto las transformaciones históricas más extraordinarias e inesperadas. Si alguien me hubiera dicho cuando yo era joven que iba a ver la desaparición de la Unión Soviética, la transformación de China en un país capitalista; si alguien me hubiera dicho que América Latina iba a estar en pleno proceso de crecimiento, mientras Europa vivía su peor crisis financiera en un siglo, no me lo hubiera creído y, sin embargo, todas esas cosas han pasado. Desde luego que se puede esperar una renovación de la vida cultural, de las artes, de las humanidades, y que abandone ese sesgo cada vez más frívolo, superficial, que yo creo que es una de sus características principales hoy en día; no la única, porque hay excepciones a la regla, afortunadamente. Pero esa banalización tiene consecuencias no solamente en el campo de la cultura, sino en todos los otros. Por eso en el libro me refiero a la política, incluso a la vida sexual, a la relación humana. Todo eso se puede ver muy afectado si la cultura vive en la banalización, la frivolización permanente.
 
   P. Y eso le produce un cierto enfado, sensación de tomadura de pelo. ¿Desde cuándo?
   R. Es un proceso, no llega de una vez, pero sí recuerdo, por ejemplo, el shock que supuso para mí hace algunos años visitar la Bienal de Venecia, que era una vitrina del prestigio y la modernidad, de la novedad, del experimento, y de pronto, después de un recorrido de un par de horas, llegar a la conclusión de que allí había mucho más fraude, embuste, que seriedad, que profundidad. Fue para mí una experiencia bastante importante, que me llevó a reflexionar sobre este tema. Al final del libro, en un texto que es bastante personal, cuento cómo enriqueció mi vida leer buenos libros, conocer la gran tradición pictórica, el mundo de la música, cómo eso dio un sentido, un orden, una organización al mundo que lo hizo para mí muchísimo más interesante, más rico, más estimulante. Yo creo que sería una tragedia que justamente en una época en que hay un progreso tecnológico, científico, material extraordinario, al mismo tiempo, la cultura vaya a convertirse en un puro entretenimiento, en algo superficial, dejando un vacío que nada puede llenar, porque nada puede reemplazar a la cultura en dar un sentido más profundo, trascendente, espiritual a la vida.
 
   P. Hay un momento, cuando habla usted de la añoranza, en el que dice: “Lo peor es que probablemente este fenómeno [la banalización de la cultura] no tenga arreglo y lo que yo añoro sea polvo y cenizas sin reconstitución posible”.
   R. Espero equivocarme.
 
   P. Ese pesimismo resulta llamativo en alguien de su éxito.
   R. …nostalgia de viejo. A ratos siento, sí, cierta angustia porque… Mire, yo viví en Inglaterra y me acuerdo el deslumbramiento que me produjo ver la televisión; la que había conocido antes era muy pobre, muy mediocre, y de pronto descubrí que sí había posibilidades de utilizar la televisión en un sentido creativo y no solo porque los mejores escritores y dramaturgos escribían para la televisión… Había un programa que veía con pasión, se llamaba Panorama, periodismo de investigación. Me acuerdo, por ejemplo, de una entrega de dos horas sobre los disidentes en la Unión Soviética filmado en Moscú clandestinamente. Y de pronto, al cabo de los años, vi que la televisión de Inglaterra había caído también en la frivolidad total. Los mejores países, los que uno supondría que están más defendidos contra eso, han ido también sucumbiendo a esa especie de mandato generacional hacia el facilismo, la superficialidad, la frivolidad. Hay excepciones, desde luego...
 
   P. …su propia obra es una excepción. ¿No es un ejemplo de que la capacidad de autocrítica sobrevive? ¿Qué no todo es autocomplacencia y frivolidad?
   R. Sí, pero es siempre preocupante que el mayor vigor, la mayor riqueza, esté ahora en el pasado más que en el presente; que no sea algo de actualidad, sino que hay que volver la vista atrás… Y hay otro aspecto. Junto a la frivolización, hay un oscurantismo embustero que identifica la profundidad con la oscuridad y que ha llevado, por ejemplo, a la crítica a unos extremos de especialización que la pone totalmente al margen del ciudadano común y corriente, del hombre medianamente culto al que antes la crítica servía para orientarse en la oferta tan enorme.
 
   P. Pero lo que plantea es volver a los patrones culturales. ¿Es eso posible? ¿Existe legitimidad para hacerlo? ¿No hay un cierto aristocratismo en todo ello?
   R. Aristocratismo es una palabra que provoca mucho rechazo, pero por otra parte el rechazo de la élite en bloque es una gran ingenuidad. No todos pueden ser cultos de la misma manera, no todos quieren ser cultos de la misma manera y no todos tendrían que ser cultos de la misma manera, ni muchísimo menos. Hay niveles de especialización que son perfectamente explicables, a condición de que la especialización no termine por dar la espalda al resto de la sociedad, porque entonces la cultura deja ya de impregnar al conjunto de la sociedad, desaparecen esos consensos, esos denominadores comunes que te permiten discriminar entre lo que es auténtico y lo que es postizo, entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo que es bello y lo que es feo. Parece mentira que se haya llegado a un mundo donde ya no se pueden hacer este tipo de discriminaciones. Porque, eso sí, si desaparecen esas categorías es el reino del embuste, de la picardía… La publicidad reemplaza al talento, lo fabrica, lo inventa.
 
   P. Usted extiende su crítica a la cocina o la moda que están pasando a formar parte de la alta cultura.
   R. Justamente esa es una de las manifestaciones de esa banalización y de esa frivolidad. No tengo nada contra la moda, me parece magnífico que haya una preocupación por la moda, pero desde luego no creo que la moda pueda reemplazar a la filosofía, a la literatura, a la música culta como un referente cultural. Y eso es lo que está pasando. Hoy en día hablar de cocina y hablar de la moda, es mucho más importante que hablar de filosofía o hablar de música. Eso es una deformación peligrosa y una manifestación de frivolidad terrible. ¿Qué cosa es la frivolidad? La frivolidad es tener una tabla de valores completamente confundida, es el sacrificio de la visión del largo plazo por el corto plazo, por lo inmediato. Justamente eso es el espectáculo.
 
   P. Pero no encierra esa perspectiva una excesiva idealización del pasado, como esa edad dorada platónica que tanto criticaba Popper, y que tiene como consecuencia fosilizar la sociedad, cerrarla al cambio...
   R. No, yo no estoy por la fosilización. No soy un conservador en ese sentido, desde luego que no, y sé que en el pasado, al mismo tiempo que Cervantes y que Shakespeare, existía la esclavitud, el racismo más espantoso, el dogmatismo religioso, la Inquisición, las hogueras para el disidente… Yo sé muy bien que el pasado venía con todo eso, pero al mismo tiempo no se puede negar que en ese pasado había cosas muy admirables, que han marcado profundamente el presente, que enriquecieron la vida de las gentes, la sensibilidad, la imaginación. Y esa era una función que tenía la alta cultura, y hoy día no se puede ni siquiera hablar de alta cultura porque eso es incorrecto, políticamente incorrecto.
 
   P. Hay una defensa muy interesante del erotismo en el libro, como obra de arte frente al “sexo descarnado”.
   R. El erotismo fue en el mundo de la experiencia la conversión de un instinto en algo creativo, en una verdadera obra de arte y eso fue posible gracias a la cultura. Yo no creo que el erotismo nazca simplemente de una experiencia pragmática del sexo, ni muchísimo menos. Creo que es la cultura, que son las artes, el refinamiento de la sensibilidad que produce la alta cultura, la que crea el erotismo. El erotismo es una manifestación de civilizaciones, se da en sociedades que han alcanzado un cierto nivel de civilización. Y al mismo tiempo significa el respeto de las formas, la importancia de las formas en la relación sexual. Y ahí yo cito mucho a Georges Bataille, él defendió siempre el erotismo justamente como una manifestación de civilización, y fue muy reticente a la permisividad total porque creía que la permisividad total iba a matar las formas y al final se iba a llegar, otra vez, a una especie de sexo primitivo, salvaje. Y algo de eso ha pasado en nuestro tiempo.
 
   P. Es decir, le falta erotismo a nuestra cultura.
   R. Por eso el sexo significa tan poco para las nuevas generaciones. Significa un entretenimiento que es casi una gimnasia. Es como segar una fuente riquísima no solo de placer sino de enriquecimiento de la sensibilidad.
 
   P. ¿Qué pensaría el Vargas Llosa de 25 años del libro que ha escrito el Vargas Llosa de ahora?
   R. No me lo puedo imaginar. A nosotros nos ha tocado vivir una diferencia generacional sin precedentes en la historia. Precisamente por la extraordinaria revolución tecnológica, audiovisual, el mundo es tan absolutamente diferente que es muy, muy difícil ponerse hoy en día en la piel de un joven. Hay muchas cosas en el pasado que hay que suprimir, que hay que reformar sin ninguna duda. Pero hay una que yo creo que no, que hay que conservarla renovándola, actualizándola, que es la cultura. Una civilización que ha producido Goya, Rembrandt, Mahler, Goethe no es despreciable, no puede ser despreciable. Eso fijó unos ciertos patrones que deben ser, si se quiere, criticados pero mantenidos, continuados. Y esa continuación es la que yo creo que se pierde si la cultura pasa a ser una actividad secundaria y relegada al puro campo del entretenimiento.
 
   P. Habla del pesimismo, del catastrofismo, incluso como un peligro mayor que la corrupción y cita una juventud apática, recluida en la hostilidad sistemática, aburrida. Fenómenos como el del 15-M, el de Occupy Wall Street, ¿no le generan cierta esperanza?
   R. Sí, cierta esperanza sí. Siempre y cuando no se orienten en el sentido equivocado. Porque hay un cierto conformismo en la inconformidad. En eso Foucault escribió cosas muy interesantes. Pero sí, creo que hay estallidos entre los jóvenes que son bastante interesantes. No soy pesimista, sino más bien optimista, las cosas pueden cambiar para mejor. Pero hay algunos aspectos en los que es muy importante una crítica muy radical de un fenómeno representa una decadencia.
 
   P. Una decadencia en la que incluye la corrupción política. Para ilustrarla cita usted una anécdota vivida por el escritor Jorge Eduardo Benavides, en Lima, cuando un taxista le dijo que votaba a Fujimori porque “solo robó lo justo”.
   R. A mí me pareció maravillosa la historia. Hay una mentalidad ahí detrás ¿no? Un político puede robar; es más, no puede no robar, pero lo importante es que robe no más de lo debido.
 
   P. Y ese tipo de conductas se están extendiendo…
   R. …es por el desplome de los valores, no solamente estéticos, sino otros que antes, por lo menos de la boca para fuera, todos respetábamos. El político ya no debe ser honrado, debe ser eficaz. El ser honrado parece una imposibilidad connatural al oficio. Bueno, si se llega a un pesimismo de esa naturaleza entonces estamos perdidos. Y creo que no es verdad y yo lo digo, eso no es verdad. Pero hay una mentalidad que identifica la política con la picardía, con la deshonestidad. Es peligrosísimo sobre todo para el futuro de la cultura democrática. Si vamos a pensar eso entonces la cultura democrática no tiene sentido y a la corta o la larga va a desplomarse también.
 
   P. Pero hay países donde hay mayor protección frente a la corrupción.
   R. Por supuesto. La gran diferencia está en el mundo de la democracia y en el mundo del autoritarismo. En democracia hay corrupción, desde luego, lo estamos viendo todos los días. Pero precisamente lo vemos, sale a flote, existe una justicia más o menos independiente que puede todavía sancionar a los culpables. España es un ejemplo. Se puede decir que hay mucha corrupción pero estamos viendo casos de políticos importantísimos que son sentados en el banquillo de los acusados y que son condenados por pícaros, por ladrones, por traficantes. Bueno, esa es la gran diferencia. Eso no se ve en Cuba o China, donde de repente te enteras de que le cortan la cabeza a un señor porque dicen que delinquió y tenía cargos políticos. Hay diferencias. Y dentro de las democracias también. Las más avanzadas son menos corruptas que las más primitivas, las que son mucho más ineficientes. Recuerdo que en los años en que viví en Inglaterra, el escándalo más grande de corrupción fue el de un ministro de Margaret Thatcher, que no solamente perdió su ministerio sino que fue preso y perdió prácticamente todo su patrimonio por haber pasado un fin de semana en el Hotel Ritz de París, pagado por un jeque árabe. O sea, una corrupción de unos cuantos cientos o unos cuantos miles de libras esterlinas. Como comprenderá, eso en la época de Fujimori en el Perú era lo que robaba normalmente un pequeño alcalde. Ya no le digo los millones de millones de millones que consiguieron Fujimori y Montesinos. La sanción social fue muy escasa, puesto que en las últimas elecciones estuvo a punto de subir otra vez al poder con el voto popular. Esas diferencias sí son muy importantes. Y creo que es fundamental ser muy exigente y riguroso en ese campo, y no pensar que por ser político se tiene derecho a robar hasta cierto límite.
 
   P. En las dictaduras hay evidentemente más corrupción. Pero también se da un fenómeno inverso. Ahí es donde la lucha de los intelectuales cobra mayor sentido. Es el caso de China con un premio Nobel de la Paz encarcelado.
   R. Absolutamente. Cuando la libertad desaparece es cuando la libertad de pronto resulta importante. Y cuando la lucha por la libertad se convierte en una prioridad, el intelectual, el escritor, el poeta, el novelista, el pintor, de pronto empiezan a tener una importancia central en esa lucha. Ese es un fenómeno que lo estamos viendo en China, es interesantísimo, el caso de Ai Weiwei. Es una figura que representa hoy en día el espíritu de resistencia, la voluntad de apertura, de modernización, de democratización.
 
   P. Al tratar de la degradación de los valores, incluye también el sensacionalismo en la prensa. ¿Cree usted en la autorregulación como una vía para atajar estas prácticas?
   R. Creo que es la única. Que la propia prensa asuma una responsabilidad. Eso no se resuelve con sistemas de censura, ni muchísimo menos. Pero además yo creo que el sensacionalismo es la expresión de una cultura. La prensa forma parte de la vida cultural de un país. Y si la cultura empuja a la prensa a la chismografía, y hace de la chismografía un elemento central, al final el mercado se lo va a imponer a los periódicos, por más responsables y serios que quieran ser. Y eso lo estamos viendo en todas partes. Los periódicos más serios tratan de resistir, pero en un momento dado, si la supervivencia está en juego, tienen que hacer concesiones. El origen no está en los periódicos, el origen está en la cultura reinante, que impone la frivolidad y el amarillismo.
 
   P. Usted ha sufrido el sensacionalismo.
   R. Lo he padecido. Toda persona que es conocida hoy en día es irremediablemente víctima de la chismografía. Pasas a ser un objeto que ya no puede controlar su propia imagen. La imagen se puede distorsionar hasta unos extremos indescriptibles. Mucho más si haces política en un mundo subdesarrollado. Allí ya todo puede ocurrir.
 
   P. Y hay un efecto multiplicador con las nuevas tecnologías.
   R. Frente a las cuales te puedes defender muy mal. A mí me pasó una experiencia hace un tiempo en Argentina. Una señora me felicitó por un texto que me dijo le había conmovido mucho de homenaje a la mujer. Y yo le dije que muchas gracias, pero que no había escrito ningún homenaje a la mujer. Pensé que era una cosa que se había inventado ella o que se había confundido. Un tiempo después me mandan mi elogio a la mujer, que había aparecido en Internet. Un texto de una cursilería que da vergüenza ajena, firmado por mí y lanzado al espacio con motivo de no sé qué. ¿Cómo te defiendes contra eso? Es absolutamente terrible. De pronto pierdes tu identidad, porque hoy en día hay esos mecanismos que permiten falsificaciones de esa índole. A mí me parece bastante aterrador. Tampoco puedes dedicar tu vida a rectificar. Al final dejas de escribir, dejas de leer, para tratar de rectificar todas las falsedades, invenciones que te atribuyen. Eso es uno de los aspectos justamente de la irresponsabilidad que ha traído la gran revolución audiovisual.
 
   P. Pero también hay que reconocer que el universo de Internet y las redes sociales permiten la exposición universal de un artista o de un pensador al instante.
   R. Y burlar todos los sistemas de censura; eso es un progreso. Pero al mismo tiempo también es otra forma de confusión que tiene efectos muy negativos en la cultura, en la información. El exceso de información en última instancia también significa la desaparición de la discriminación, de las jerarquías, de las prioridades. Todo alcanza un mismo nivel de importancia por el simple hecho de estar en la pantalla.
 
   P. Aunque no ataca a las religiones, sino al contrario, se percibe en el libro un canto al ateísmo ilustrado. Hay un momento incluso que identifica cultura profunda con aquella fuerza capaz de reemplazar el vacío dejado por la religión.
   R. La idea liberal, tradicional, de que con el avance del conocimiento, la religión se iba a ir desvaneciendo fue una ingenuidad. El grueso de la gente, países cultos o países incultos, necesita una trascendencia, algo que le asegure que no perecerá definitivamente, y que habrá otra vida de la índole que sea, y eso es lo que sostiene la religión. Solo una minoría de personas, y eso ha sido igual en el pasado y en el presente, llega a llenar ese vacío con la cultura, que les da suficiente seguridad, suficiente resistencia para aceptar la idea de la extinción. Pero es una ingenuidad combatir a la religión. Tiene una función que cumplir, y es dar ese mínimo de seguridad que permite vivir a la gente con la esperanza de otra vida, de una defensa contra la extinción que aterra a todas las generaciones, no importa qué nivel de cultura tenga esa sociedad. Eso lo debemos aceptar los creyentes o no creyentes, siempre y cuando la religión no pase a identificarse con el Estado, porque entonces desaparece la libertad. La religión por definición es dogmática, establece verdades absolutas, y no quiere coexistir con verdades contradictorias. Pero mientras la religión ocupe el espacio que le es propio, creo que es indispensable para que una sociedad sea verdaderamente democrática, libre, en la que se pueda coexistir en la diversidad.
   ***
   La diversidad, la libertad, la tolerancia. El escritor vive y revive en esas palabras. A lo largo de la entrevista, la amargura que, a veces, asoma en su discurso ante lo que considera la devastación de la cultura, siempre se atempera con ellas. De algún modo, son su anclaje ateo y su religión frente al espectáculo.
   —“Hemos escrito otro libro, ¿eh?”, bromea antes de despedirse.

PRENSA CULTURAL. Sobre un poema de Gil de Biedma


   En "blogs.elpais":

Versos del mes de junio

Por:  18 de junio de 2012
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NOCHES DEL MES DE JUNIO
Alguna vez recuerdo
ciertas noches de junio de aquel año,
casi borrosas, de mi adolescencia
(era en mil novecientos me parece
cuarenta y nueve)
                               porque en ese mes
sentía siempre una inquietud, una angustia pequeña
lo mismo que el calor que empezaba,
                                                            nada más
que la especial sonoridad del aire
y una disposición vagamente afectiva.

Eran las noches incurables
                                            y la calentura.
Las altas horas de estudiante solo
y el libro intempestivo
junto al balcón abierto de par en par (la calle
recién regada desaparecía
abajo, entre el follaje iluminado)
sin un alma que llevar a la boca.

Cuántas veces me acuerdo
de vosotras, lejanas
noches del mes de junio, cuántas veces
me saltaron las lágrimas, las lágrimas
por ser más que un hombre, cuánto quise
morir
         o soñé con venderme al diablo,
que nunca me escuchó.
                                       Pero también
la vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos. 
Jaime Gil de Biedma incluyó este poema en Compañeros de viaje, el libro que publicó en 1959. Había pasado una década desde aquella adolescencia a la que alude en sus versos. Adolescencia larga si pensamos que en junio de 1949 tenía 19 años. En 1988, dos antes de morir, leyó ese poema en la Residencia de Estudiantes de Madrid durante un recital -se editó en audiolibro- que cerró con una evocación del histórico fundador de la Residencia y de su mujer, Alberto Jiménez Fraud y Natalia Cossío, a los que había frecuentado en Oxford. Dejó ese texto para el final para poder leerlo, dijo, “sin llorar”.

Gil de Biedma abrió la lectura con un poema de la serie “Las afueras” y continuó con “Noches del mes de junio”, que introdujo con estas palabras: “señala el inicio del género de poesía que yo he cultivado posteriormente, es un poema que está dedicado a Luis Cernuda, primero porque hay una cita verbatim de un verso suyo, que no me acuerdo si es de Un río, un amor o de Los placeres prohibidos, ‘lágrimas por ser más que un hombre’; segundo porque desarrolla un motivo que es muy frecuente en la poesía de la juventud de Cernuda, en la poesía de ese ciclo, que es el del adolescente a solas y el de la frustración del deseo”.
Es imposible leer el poema de Gil de Biedma sin que la memoria se cargue de meses de junio, de imágenes y de habitaciones, de calles regadas, de diablos que nunca escuchan y de noches leyendo cualquier cosa con tal de no estudiar… la selectividad. Leyendo a Cernuda, por ejemplo, que no iba a caer en el examen pero que había escrito aquel verso que Jaime Gil le tomó prestado. En efecto, estaba en Los placeres prohibidos, escrito en 1931, dentro del poema “Como leve sonido”.
COMO LEVE SONIDO
Como leve sonido:
hoja que roza un vidrio,
agua que acaricia unas guijas,
lluvia que besa una frente juvenil;
Como rápida caricia:
pie desnudo sobre el camino,
dedos que ensayan el primer amor,
sábanas tibias sobre el cuerpo solitario;
Como fugaz deseo:
seda brillante en la luz,
esbelto adolescente entrevisto,
lágrimas por ser más que un hombre;
Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo;
Como todo aquello que de cerca o de lejos
me roza, me besa, me hiere,
tu presencia está conmigo fuera y dentro,
es mi vida misma y no es mi vida,
así como una hoja y otra hoja
son la apariencia del viento que las lleva.
(Hasta aquí Cernuda. Ahora, junio de 2012, sabemos que la vida iba en serio.

...............
La editorial Galaxia Gutenberg acaba de publicar en rústica la edición de James Valender de Las personas del verbo, la poesía completa de Jaime Gil de Biedma, uno de esos libros esenciales de la literatura española contemporánea.
Fotografía: Jaime Gil de Biedma retratado en junio de 1986 por Joan Sánchez.

PRENSA CULTURAL. "Herta Müller no puede olvidar"

Herta Müller durante su visita al CCCB. / MARCEL·LÍ SAÈNZ ("El país")

   En "El País":

Herta Müller no puede olvidar

La Nobel repasa su vida bajo la dictadura de Ceausescu en una muestra en el CCCB

"Con el miedo no se pierde la fantasía”, afirma

Quizá sea el recuerdo del resplandor de la nieve del lager, donde estuvo cinco años recluida su madre; o quizá se deba a la luz en los interrogatorios a los que la sometió la Securitate de Ceausescu. O por el dolor ya eterno del frío clavándose como agujas en los ojos en el camión que permitía su emigración definitiva a Alemania. Sea por lo imaginado o por lo vivido, la premio Nobel de Literatura de 2009 Herta Müller no quiere que la fotografíen con flases. No confía en la luz. Tampoco en la lengua, como hizo saber ayer en una conferencia en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), ciudad donde hoy cierra su estancia con un coloquio. Tras su paso, quedan dolorosos jirones de vida en una exposición dedicada a su vida y su obra en el CCCB, auspiciada por el Goethe Institute.
Vestida de negro, con una media melena que apunta con sus astas al interlocutor y más de un mohín al final de sus respuestas, la dura tristeza de Müller embiste con el lenguaje, desde el mismo título de la conferencia: El idioma como patria. “Ese epígrafe no es mío: la lengua no es una patria, nunca lo es; las lenguas no causan las catástrofes… Un escritor cubano hablará la misma lengua que sus carceleros pero esa lengua habrá dejado de ser su patria”.
En el transcurso de una perorata que resultó tan inquietante y profunda como su prosa, la Nobel tuvo palabras también para España: “Olvido es una palabra muy complicada. ¿Quién debe hacerlo? ¿La víctima? Esta lo necesita para seguir. ¿El verdugo? ¿Para justificarse? Debe ser un proceso colectivo y es difícil. Si no se aborda bien acaba rebrotando, como ha sucedido en España”.
No es gratuita la preocupación de la escritora por la memoria. Ni por el lenguaje. Van ligados a su vida. Nada en ella es gratuito, ni su nombre: Herta, le dijo su abuela, era el de la mejor amiga de su madre en el campo de trabajos forzados en Rusia, adonde llegó en enero de 1945 para un confinamiento de cinco años como una más de los 85.000 rumanos de la minoría alemana que fueron obligados así a reparar su pecado colectivo. Su madre siempre le echó la culpa a la nieve, que delató su escondrijo bajo tierra al encajar sus pisadas. La metáfora en casa fue “la traición de la nieve”, como recordaba la Nobel en la conferencia, ante la proyección de sus collages de palabras.
Müller afirma que no sabe dónde está la frontera entre olvido y recuerdo ni qué deben hacer los ciudadanos con la memoria histórica. Su obra, su vida, es fiel reflejo de ello. En los relatos de En tierras bajas (su primer libro, de 1982, editado en España, como el resto de su obra, en Siruela; Bromera, en catalán) aparecen los rumanos de habla alemana que como su padre participaron en la SS. También, las deportaciones a Ucrania.
“Escribo en alemán”, dijo, “pero la lengua rumana va también conmigo y cada lengua tiene una mirada distinta sobre el mundo; la rumana es dura y vulgar pero tiene una dimensión metafórica que no poesee la alemana; envidio a los autores de escritura de cristal pero yo sólo puedo tocar la realidad haciendo uso de las metáforas”. Esa capacidad metafórica se muestra en los primeros poemas que publica en la prensa en 1972 esa jovencita, que en una de las fotos de la muestra del CCCB se la contempla como a una chica de piernas largas entre sus padres. En otra imagen, aparece el progenitor, ufano soldado del duro Regimiento número dos de la 10ª División Panzer SS Frundsberg del Reich.
“Mis preferencias por escribir prosa o lírica son intuitivas. Cuando iba hacia los interrogatorios de la Securitate solía recitarme poesías, me daban fuerza… El miedo a la muerte no elimina nuestros sentimientos; con el miedo no se pierde la fantasía, sino que ella y tú misma te vuelves un poco más loca, los ojos se te hacen más grandes… Lo he vivido; la poesía es más pragmática para sobrevivir, te da más tranquilidad; por eso el amor desmesurado por la poesía en las dictaduras”.
En la exposición se repasan sus heroicidades bajo una de las más feroces tiranías, la de Ceausescu. Fueron años de militancia en grupos de acción como Banat. Rápidamente despertó las suspicacias del aparato rumano. En una carta de 1985 incluida en la muestra se alerta sobre una chica que escribe de manera “discriminatoria, moral y religiosamente indecente”. Una “autora de embustes a la que se le llama la atención”. Tras El hombre es un gran faisán en el mundo (1986), el acoso de los interrogatorios, el cerco a sus amistades, escuchas y censura de sus textos la colocan al borde del abismo. Y la obligan en marzo de 1987 a buscar desesperadamemte un permiso de salida que le costó 8.000 marcos al gobierno alemán y otros tantos a su familia en sobornos.
Esto le supuso cruzar la frontera con una caja con sus pertenencia que no podía sobrepasar los 70 kilos. El reto de sus cosas tuvo que malvenderlas en una tasación oficial el resto, como recuerdan en el CCCB las fotos con su entonces marido.
Tres volúmenes con 914 páginas son la memoria oficial en Rumanía de Herta Müller: las cifras del “expediente Cristina”, que le dedicó la Securitate. “Algunos exmiembros bromearon cuando me dieron el Nobel hace tres años al decir que merecían la mitad del premio por haber contribuido a crear las obsesiones de mi mundo literario... No, no volveré a Rumanía, para ellos no soy rumana, sino alguien de una minoría; además, no es una democracia consolidada y existe una corrupción escalofriante; tampoco veo la necesidad de vivir donde se nace”.
Hoy, de los 1.500 habitantes de Nitchidorf, donde nació Müller en 1953, apenas quedan una veintena de alemanes. En su última novela, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, el protagonista, a su regreso del lager ruso, confiesa: “En mis tesoros pone: NO SALGO DE ALLÍ”. Müller tampoco parece poder salir de ese triángulo formado por el papel de su padre, la represión a su madre y la persecución que sufrió ella. Para su propio mal. Para bien de la literatura.

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (28 junio 2012):

jueves, 28 de junio de 2012

POESÍA. "Como aquel alfarero...", de Jesús Aguado (Madrid, 1961)

Jesús Aguado

Como aquel alfarero que rompía las jarras...

Como aquel alfarero que rompía las jarras
nada más terminarlas.
Sin perder la sonrisa
destrozaba los platos y los vasos

y luego se ponía a decorar
los fragmentos dispersos por el suelo
con sangre que sacaba gota a gota
de sus dedos y brazos, de sus muslos,
de las callosas plantas de sus pies.

Extraía de sí los pigmentos del alma
hasta quedar exhausto
y venir los insectos
a chupar sus heridas.
Los vecinos,
por compasión, ponían monedas en el torno
y se llevaban trozos de loza hasta sus casas.

Al despertar seguía sonriendo
y de nuevo amasaba en el barro mojado
las formas de lo informe,
los diminutos cuencos donde cabe lo eterno.

Vikram Babu pregunta:
¿dónde bebes?

PRENSA CULTURAL. Entrevista al escritor E. L. Doctorow

E. L. Doctorow ("El País")

   En "El País":

Doctorow: “El modo de pensar ficticio es un talento”

El escrtior estadounidense da una clase de relato en 'Todo el tiempo del mundo'

Afirma que Ee cuento no tiene reglas, y si las tiene hay que romperlas"



E. L. Doctorow (Nueva York, 1931) se convirtió en un grande de la literatura norteamericana gracias a su luminosa reinvención de la novela histórica con libros fundamentales como Ragtime (1975), Billy Bathgate(1989) o Homer y Langley (2010). Ganador de todos los premios importantes de su país –desde el National Book Award hasta el Pen/Faulkner--, Doctorow es también un cuentista inspirado, como lo prueba Todo el tiempo del mundo, en editorial Miscelánea, y que incluye algunos relatos magistrales ('Walter John Harmon', 'Integración', 'El escritor de la familia'). Doctorow ha accedido a conversar con EL PAÍS por correo electrónico.
Pregunta. En el prólogo, usted sugiere que la novela es una exploración y el cuento algo mucho más decidido de antemano. ¿No se puede explorar en el género cuentístico?

Respuesta. El cuento es más pequeño en escala de modo que puedes ver el final más fácilmente. El viaje no es tan largo aunque sigue siendo un viaje, una forma de descubrir lo que quieres contar camino a su final. Ni el cuento ni la novela tienen reglas. Y si las tienen, están ahí para ser rotas.
P. ¿Por qué la decisión de publicar un libro que mezcla cuentos antiguos con nuevos? ¿Es una antología?
R. Quería publicar una selección de mis mejores cuentos, tanto antiguos como nuevos. Algunos cuentos tratan de temas muy contemporáneos: la inmigración, el lugar de la religión, etcétera.
P. ¿Puede leerse el libro como una mirada a los Estados Unidos hoy?
R. Puede leerse como el lector quiera leerlo. El poeta norteamericano Archibald MacLeish solía decir: “Un poema no debería significar, solo ser”. Pienso de la misma manera con relación a los cuentos.

Ni el cuento ni la novela tienen reglas. Y si las tienen, están ahí para ser rotas
P. Uno de los temas que domina el libro es el deseo de perderse en una comunidad, asimilarse al país, en oposición al deseo de individualidad y libertad ('Walter John Harmon')…
R. El deseo de libertad y el de encontrar una comunidad no son siempre opuestos. Que sean vistos así es la forma en que las nuevas religiones nacen, o, si usted lo prefiere, la forma en que la gente escapa de una forma de opresión a otra.
P. Al final de 'Willi', el narrador sugiere que nuestras historias personales no son nada cuando se las compara con la destrucción producida por las grandes fuerzas de la historia…

El deseo de libertad y el de encontrar una comunidad no son siempre opuestos
R. No lo veo así. Para mí el final es irónico: incluso cuando las grandes fuerzas de la historia nos destruyen, las historias personales lo son todo para nosotros. De otro modo, ¿para qué contarlas?
P. 'El escritor de la familia' hace recordar una de las definiciones de Mario Vargas Llosa sobre la literatura: una mentira que permite llegar a la verdad. Novelas como Ragtime o Homer y Langley juegan con la exactitud de los detalles históricos en un intento de llegar a una verdad más profunda…
R. Bueno, Vargas Llosa no ha sido el primero en decir eso. En todo caso, en relación a ese cuento, me gusta pensar que el joven escritor aprende primero a través de su propia escritura, incluso antes de aprenderlo de manera consciente. El modo de pensar ficticio es un talento, un don. Las verdades que uno descubre así son tan confiables como las de la ciencia o la filosofía.
P. Uno de sus cuentos, 'Wakefield', trae a la mente a Hawthorne. ¿Qué cuentistas incluiría en su canon personal?
R. Hawthorne, por supuesto, pero también Joyce, Hemingway, Chejov. Hawthorne por su imaginación alegórica; Joyce, por el momento de revelación en torno al cual construye sus cuentos; Hemingway por lo mismo, pero también por su confianza en la frase declarativa simple. Todos ellos me han enseñado algo. Quizás Chejov es el que más me ha enseñado, sobre todo porque la suya es la voz más natural de la ficción. Sus cuentos parecen esparcirse sobre la página sin arte, sin ninguna intención estética detrás de ellos. Y así uno ve la vida a través de sus frases.

PRENSA CULTURAL. "El último de los mohicanos", por Jorge Volpi. (Sobre "La civilización del espectáculo", de Vargas Llosa

Jorge Volpi

   En "El País":
El último de los mohicanos
   En 'La civilización del espectáculo', Vargas Llosa acierta al diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él. Parece añorar los buenos tiempos en que una élite —justa e ilustrada— conducía nuestras elecciones.

Jorge Volpi 27 ABR 2012
 
   El último sabio de la tribu recorre el campo de batalla. Ante su mirada comparecen los árboles troceados, las cabañas incendiadas, los cuerpos exangües, los restos del pillaje y el saqueo, y no contiene su furia. Levanta los brazos y, con voz de trueno, impreca contra los bárbaros que han transformado al mundo en un páramo sin sentido. Con un nudo en la garganta, sigue su camino, consciente de que sus días están contados y de que —ay— ya nadie atiende sus consejos. Su nostalgia le impide recordar que, no hace tanto, sus palabras animaron la batalla.
   En La civilización del espectáculo (2012), Mario Vargas Llosa se suma a la abultada lista de hombres de letras que, hacia el ocaso de sus días, se lamentan por la triste condición de su época. Si él no hubiese sido uno de los novelistas más portentosos y arriesgados del siglo XX —en muchos sentidos, el más joven—, recordaría al Sócrates que, en el Fedro, ruge contra la aparición de la escritura. Aunque a veces su tono moralista sea el de un héroe en el retiro, su voz mantiene la lucidez de sus mejores textos, aunque al final la ideología, más que los años, estropee algunas de sus conclusiones.
   ¿De qué se lamenta Vargas Llosa? De todo. Del estado actual de la cultura y la política, de la religión e incluso del sexo. Según él, todas estas vertientes de lo humano han sido pervertidas por la gangrena de la frivolidad. Ésta consiste “en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y el desplante —la representación— hacen las veces de sentimientos e ideas”. La frivolidad, pues, como causa de que la cultura haya desaparecido; de que los políticos se hayan vuelto inanes o corruptos; de que el arte conceptual sea un timo; y de que hayamos extraviado el erotismo. Por su culpa, vivimos en la civilización del espectáculo: una era que ha perdido los valores que separaban lo bueno de lo malo —en sentido ético y estético— y donde, al carecer de preceptores, cualquiera puede ser engañado por mercachifles.
   Bajo esta justa invectiva contra el carácter banal —y venal— de nuestros días, Vargas Llosa parece añorar los buenos tiempos en que una élite —justa e ilustrada— conducía nuestras elecciones. Según él, la existencia de una auctoritas permitió el desarrollo de la cultura gracias a que un pequeño grupo de sabios, cuya influencia no dependía de sus conexiones de clase sino de su talento, señaló el camino a los jóvenes. (¿Quiénes serían esos aristócratas sin vínculos con el poder?) La consecuencia más perniciosa de la rebelión estudiantil de 1968 fue destruir la legitimidad de esa élite, provocando que toda autoridad sea vista como sospechosa y deleznable. Y, a partir de allí, le déluge.
   El de Vargas Llosa es un vehemente elogio de la aristocracia (en el mejor sentido del término). No deja de ser curioso que alguien que se define como liberal —invocando una estirpe que va de Smith, Stuart Mill y Popper a Hayek y Friedman—, se muestre como adalid de una élite cultural que, en términos políticos, le resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de La República, resulta más propio de un universo totalitario como el de Platón que del orbe de un demócrata. Por supuesto, Vargas Llosa no admite la paradoja: a sus ojos, su lucha contra al autoritarismo político —de Castro a Chávez, pasando por Fujimori—, no invalida su defensa de la autoridad en términos culturales porque ésta se demuestra a través de las obras.
   Reluce aquí la fuente de su malestar: si el respeto a la élite cultural se desvanece, los parámetros que permiten distinguir las obras buenas de las malas —y a los autores que merecen autoridad de los estafadores— se resquebrajan. En un mundo así, ya no es posible confiar en nadie, ni siquiera en un Premio Nobel. Las masas ya no siguen a los sabios y, en vez de escuchar una ópera de Wagner o leer una novela de Faulkner, se lanzan a un concierto de Lady Gaga o devoran las páginas de Dan Brown. Para Vargas Llosa, no lo hacen porque les gusten esos bodrios, sino porque dejaron de hacer caso a los happy few que, a diferencia de ellos, poseían buen gusto. Vista así, la cultura —esa cultura— desaparece. Y se impone el caos.
   Vargas Llosa no es, por supuesto, el primero en entristecerse al ver un estadio lleno para Shakira cuando sólo un puñado de fanáticos asiste a un recital de Schumann pero, en términos proporcionales, nunca tanta gente disfrutó de la alta cultura. Nunca se leyeron tantas novelas profundas, nunca se oyó tanta música clásica, nunca se asistió tanto a museos, nunca se vio tanto cine de autor. El novelista acepta esta expansión, pero piensa que algo se perdió en el camino, que el público de hoy no comprende el sustrato íntimo de esas piezas. ¿En verdad piensa que en el siglo XIX los lectores de Hugo o Sue, o quienes abuchearon la première de La Traviata, eran más cultos?
   ¿Qué es, entonces, lo que le perturba? En el fondo, sólo ha cambiado una cosa: antes, las masas trabajaban; ahora, trabajan y se entretienen. Pero al marxista que Vargas Llosa tiene arrinconado en su interior esto le resulta indigerible: al divertirse, sin abrevar en las aguas del espíritu, las masas están alienadas. En cambio, la pequeña burguesía ilustrada sigue allí, aunque ya no sea tan pequeña. De hecho, muchos de los lectores de Vargas Llosa provienen de sus miembros, aunque él también se haya convertido en parte de esa cultura popular que tanto fustiga —y que vuelve sinónimo de “incultura”.
   Cuando extrapola este análisis a la política, sus argumentos se tornan más inquietantes. Tras el fin del comunismo —el único lugar donde, por cierto, la alta cultura se mantuvo intacta—, las democracias liberales no han respondido a las expectativas de los ciudadanos. La causa es, de nuevo, la frivolidad. En la arcadia que dibuja, los políticos estaban comprometidos con un ideal de servicio que la civilización del espectáculo destruyó. Vargas Llosa no contempla que la actual crisis del capitalismo no se debe tanto a la falta de valores como a la ideología ultraliberal, inspirada en Hayek o Friedman, que hizo ver al Estado como responsable de todos los males y provocó la desregulación que precipitó la catástrofe.
   Aún más lacerante suena la vena aristocrática de Vargas Llosa al hablar de religión. Él, que se declara no creyente y ha combatido sin tregua la intolerancia, recomienda para la gente común, es decir, para aquellos que no tienen la grandeza moral para ser ateos, un poco de religión, incluso en las escuelas. Aunque falsa, ésta al menos les concederá un atisbo de vida espiritual. Como cuando se refiere a la necesidad de devolverle ciertos límites a un sexo que juzga anodino, el discípulo de Popper no parece tolerar esa sociedad radicalmente abierta, en términos culturales, que tanto defendió en política.
   En La civilización del espectáculo, Vargas Llosa acierta al diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él. Poco a poco se difuminan nuestras ideas de autoría y propiedad intelectual; ya no existen las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular; y, sí, se desdibuja el mundo del libro en papel. Pero, en vez de ver en esta mutación un triunfo de la barbarie, podría entenderse como la oportunidad de definir nuevas relaciones de poder cultural. La solución frente al imperio de la banalidad, que tan minuciosamente describe, no pasa por un regreso al modelo previo de autoridad, sino por el reconocimiento de una libertad que, por vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que Vargas Llosa siempre luchó.
 
Jorge Volpi es escritor mexicano.
twitter: @jvolpi

PRENSA. "La verdad", por Manuel Vicent

Manuel Vicent

   En "El País":

La verdad

 24 JUN 2012
Ciertamente, quien busca la verdad corre el riesgo de encontrarla. ¿Pero, adónde hay que ir a buscarla? Sin duda el método socrático más moderno para llegar a ella es el TAC, la tomografía axial computarizada. La verdad ya no es propiedad de ninguna filosofía, porque tantas doctrinas contrapuestas, al final, conducen al escepticismo. Tampoco se halla en ninguna iglesia. Todas las creencias son, en el fondo, el reflejo humano de la pelea entre dioses enemigos. Puede que la verdad anide en el alma intransferible de cada uno, pero solo existe un camino para alcanzarla: se trata de hacerse un chequeo médico completo y para eso hay que pedir hora en una clínica, no en un templo ni escuela. El riesgo de encontrar la verdad es proporcional a la edad de quien la busca. A los jóvenes que llevan una vida sana, salvo casos raros, este asunto no les va nada, pero a medida que uno envejece la verdad se esconde en algún lugar del cuerpo, forma parte del alma y solo en contadas ocasiones asoma por el rostro. La forma de llegar al alma empieza por un análisis de sangre. Aparecen los leucocitos, los hematíes, la glucosa, la urea, la creatinina, el hierro, el ácido úrico, las enzimas, los triglicéridos, los marcadores tumorales. En este caso, si la verdad no da la cara, uno respira tranquilo. Pero a continuación la verdad te exige más sacrificios: placas por si aparecen sombras de sospecha en los pulmones, una colonoscopía para detectar pólipos en los intestinos, un tubo que habrá tragarse buscando sus huellas en el estómago, una prueba de esfuerzo por si la verdad fuera ese trombo que pudiera obstruir la aorta y después, ecografías, resonancias magnéticas, contrastes. Cada uno de estos chequeos requiere previamente que firmes tu responsabilidad en el caso de que mueras en el empeño. Finalmente, si uno se pone exigente, el médico te pedirá que ofrezcas tu cuerpo entero a una máquina infernal cuyo diabólico rodillo irá dividiendo en rodajas todo lo que la existencia ha ido dejando en cada una de tus mucosas más secretas hasta el tamaño de una lenteja. Si al final de este proceso no has encontrado la verdad, entra en el primer bar, tómate un par de cervezas y luego, como King Kong, súbete al Empire State con tu novia en brazos.

PRENSA. Viñeta de Erlich

   En "El País" (7 junio 2012):

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (8 junio 2012):

miércoles, 27 de junio de 2012

POESÍA. "El saltador", de Jesús Aguado (Madrid, 1961)

Jesús Aguado

El saltador

El saltador se encoge, se agarra las rodillas,
esconde la cabeza entre las piernas.
A punto de llegar da un latigazo
y se estira de golpe contra el agua:
al sumergirse nace, y el mundo, sacudido,
vuelve a iniciar de nuevo sus circunvoluciones,
su salto de gestante que atraviesa el espacio
como una caracola o bosta o piedra
lanzado hacia la luz: le enseña el saltador
al mundo su trabajo, y a convertirlo en juego,
y cómo al zambullirse quedar recién nacido:
le enseña el mecanismo de la vida.

El mundo se detiene y mira concentrado,
quizás reconociéndose en los gestos del hombre
que rota y se traslada dibujando una elíptica
con su cuerpo visible sobre un eje invisible.

Es el mundo el que salta, no es el hombre:
esa bola que rasga la seda de la tarde
desnudándolo todo, no es un hombre:
es el cauce de un río, las raíces de un árbol,
la tierra de aluvión, pero no un hombre:
es el molde de un hombre, un recipiente
vaciado de un hombre y luego vuelto
a llenar con el cauce, las raíces, la tierra:
es el hueco dejado por un hombre
para darle un cobijo a las cosas del mundo.

El hombre, cuando salta, ya no piensa,
pues su interior es agua, filamentos o polvo.

Cuando salta es el puro movimiento
y es la inmovilidad perfecta y pura:
es el mundo que gira y el mundo detenido.

El mundo, ese aprendiz de saltador,
y el saltador, ese aprendiz de mundo,
se duermen en el aire
y nos suenan.

PRENSA CULTURAL. Sobre Daniel Pennac y su nueva novela, "Diario de un cuerpo"

Daniel Pennac durante el Hay Festival de Segovia. / EL PAÍS

   En "El País":

Historia de un cuerpo contada por él mismo

Daniel Pennac presenta en España su nueva novela, una exploración sobre las sorpresas que da el organismo

 París 24 JUN 2012 

Un pequeño estudio en el sector menos caro del distrito 5 de París. Sonriendo ante un café italiano recién hecho, Daniel Pennac fuma su pipa y todavía festeja la derrota de Nicolas Sarkozy: “Si volvía a ganar tenía pensado irme de gira por América cuatro o cinco años”, cuenta. “Regresé de un viaje después de su derrota y de repente el país estaba más tranquilo, todo parecía calmado. Sarkozy era una especie de Clausewitz: atacaba y luego se hacía la víctima. El ambiente que se vivía era insoportable. Todo está mucho más tranquilo con Hollande, pero de repente llega Valérie Trierweiler, mete la pata con un tuit y se pone todo patas arriba. Un tsunami por un microevento. ¡Se ve que estábamos acostumbrados al ruido y lo echamos de menos!”.
Conversar con Pennac es como leer sus libros: una delicia. Es simpático, tiene un permanente sentido del humor y habla sin tapujos. En su última novela, Diario de un cuerpo (Mondadori), escribe el diario íntimo del organismo de un francés burgués, alto funcionario, nacido en 1923 y fallecido en 2010. Sin tapujos y con mucho humor. Anotación del 28 de abril de 1940, en plena pubertad: “Lo extraordinario, cuando me doy placer, es ese instante que llamo el trance del equilibrista: el segundo en que justo antes de gozar, no he gozado todavía. El esperma está ahí, dispuesto a brotar, pero lo retengo con todas mis fuerzas...”.
Las sorpresas del cuerpo, no las del alma. Esa es la materia de la novela de Pennac. “El cuerpo vive una doble vida: sobreexpuesto en Internet, la publicidad, el cine porno, convertido en espectáculo, y sin embargo no hablamos nunca de nuestro propio cuerpo. Sigue siendo tabú, nunca se le invita a la mesa, aunque no está prohibido, no hablamos de ello. Y, pese a todo, el cuerpo es una caja de sorpresas permanente. Incluso una mala digestión es una sorpresa…”.
¿No será ese pudor una cosa muy de Francia, ese lugar donde el retrete está siempre aparte? “El pudor es una invención de la burguesía. En el XVI, Montaigne hablaba de la vida tal cual era. La corte de Luis XIV era un mundo muy físico, lleno de olores y perfumes. Y Napoleón le escribió a Josefina: ‘No te laves, que llego enseguida’. Pero para pagar las deudas del imperio, la burguesía se tuvo que poner a trabajar, se casaba por contrato y ya no era cuestión de bromear con el cuerpo. Tras las pequeñas ratas de Ópera, las prostitutas que morían de sífilis y los poetas que morían de tuberculosis, en 1830 se instala el concepto de pudor ¡y ya no volvemos a hablar del cuerpo ni siquiera en las novelas!”.
Se diría que Pennac ha leído todo sobre el cuerpo y su relación con la mente y los otros. Dice que lleva “30 años investigando” sobre eso, preguntando a sus amigos, y que el diario contiene aportaciones de gente de todas las edades, de niños a abuelos, como el espléndido relato de la aparición de una mancha en la mano: mancha de vejez, flor de cementerio. Cree que el pudor “subsiste”, y espera que una mujer narre el diario de un cuerpo femenino: “Ellas tienen el ciclo menstrual, que les obliga a una relación permanente con su cuerpo, aunque siempre es una enorme sorpresa la primera vez. El feminismo liberó a la mujer en el lenguaje de ella misma y de los otros. Nosotros estamos más lejos del cuerpo, guardamos un silencio antropológico porque lo ignoramos todo”.
Mientras escribió la novela, Pennac estuvo cuatro años en una isla: la literatura. “Así tomé distancia mental y geográfica". Pero cuenta que la decadencia de Francia se resume en el abismo que separa al general Charles de Gaulle de Sarkozy: “En 1958, la historia oral registró que un manifestante insultó a De Gaulle y este replicó con ironía: ‘¡Enorme programa!’. Medio siglo después, un agricultor insultó a Sarkozy y este respondió: “Lárgate, capullo. Ese es el balance. La ruptura con De Gaulle y Chirac ha sido una involución. Ha popularizado las tesis del Frente Nacional presentando ideas de extrema derecha como si fueran centristas”.
Nacido en Casablanca en 1944, hijo de militar, Pennac fue profesor y todavía enseña a niños con problemas, aunque se retiró del día a día a finales de los años noventa, cuando sus novelas empezaron a venderse por millones con la saga de El señor Malaussène. Su visión sobre los ataques y los recortes a la educación, el núcleo del ensayo Mal de escuela, de gran éxito en Francia y en España, suena irrebatible: “Si creen que la cultura es cara, prueben con la ignorancia. A medio y largo plazo, ahorrar en educación y cultura se paga carísimo. Los Gobiernos de derechas actúan como si la escuela fuera su peor enemigo. No quieren historia, filosofía, razón, laicismo. La política liberal y clientelista quiere que el 90% de los alumnos sean consumidores y el otro 10% managers. Así que se quitan las ciencias sociales y todos a estudiar economía y marketing, y a consumir”.
“Esto no es nuevo, empezó a finales de los años ochenta”, añade, “cuando los niños empezaban a ir con el walkman al colegio. Poco a poco la escuela se convirtió en una sucursal de la mercadotecnia: ropa juvenil, comida juvenil, ocio juvenil… Marcas, marcas y marcas, y cada vez menos transmisión de saberes. Y desde ahí hemos llegado a proponer a los profesores ganar más a cambio de trabajar más horas: como si fueran mercenarios”.
Cosas de la decadencia de Francia, y de Europa: “La especie humana es hipocondríaca y suicida al mismo tiempo: vive aterrorizada por los problemas que ella misma crea”, concluye.