Eduardo Mendoza
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EDUARDO MENDOZA
LA IRONÍA DE LA TRADICIÓN
FUERA DE LUGAR
Cataluña tiene fama de ser un país serio, un país en el que sus gentes suelen adoptar poses
circunspectas, graves, las propias de personas atrafegades, apremiadas por obligaciones
impostergables y por el trabajo. Es un tópico sempiterno que a los propios nativos les gusta
cultivar. Tal vez porque tradicionalmente les ha dado un aire de modernidad en la España de la
siesta y la indolencia, de los toros y el primitivismo, una imagen también estereotipada. Dice
Javier Marías que cuando Eduardo Mendoza y él mismo fueron invitados a Apostrophes, el
programa televisivo que dirigía Bernard Pivot, tuvieron la ocurrencia de acudir al plató con
aspecto de españoles decimonónicos: con patillas de hacha y con una faca, arma dispuesta
para ser ensartada en la mesa del estudio. ¿Con qué fin? El propósito era el de reforzar la
España del tópico, confundir a nuestros vecinos con imágenes redundantes y previsibles sobre
nuestra violencia salvaje. Hablamos de 1992, fecha de emisión del programa televisivo.
Finalmente se comportaron: evitaron la sobreactuación histriónica presentándose como un
catalán y un madrileño sensatos y modernos.
¿Podemos tomar a Eduardo Mendoza como guía o introductor de la Cataluña real en la España
presente? Su literatura es exagerada y caricaturesca, con resabios expresamente anacrónicos:
es un riesgo, pues, servirnos de una escritura extremada y deliberadamente arcaizante para
hacernos una idea cabal de la sociedad de hoy. Sin embargo, en ocasiones, los disparates
literarios más elaborados podemos verlos como documentos muy fieles del mundo material. En
el Diccionario de autoridades de 1732, sin ir más lejos, la voz documento se definía del
siguiente modo: «doctrina o enseñanza con que se procura instruir a alguno en cualquiera
materia, y principalmente se toma por el aviso u consejo que se le da, para que no incurra en
algún yerro o defecto». La literatura de Eduardo Mendoza podría tomarse, sí, como doctrina y
enseñanza con que el autor procura instruirnos para que no incurramos en algunos yerros o
defectos. Eduardo Mendoza es un letraherido. Tanto en el sentido del que tiene mucha afición a
la literatura, como en el de quien usa la escritura para dolerse. Pero Mendoza se duele
satirizando.
Eso lo ha sabido ver muy bien Llàtzer Moix en el libro que le dedica. Se titula Mundo Mendoza
(2006). Su autor es redactor jefe de Cultura en La Vanguardia y, por lo que parece, se ha
especializado en escritores excéntricos. Hay que estar atentos: si vemos en los expositores de
novedades un volumen de Moix, no hay que perdérselo. Es garantía de una exquisita
elaboración: por su prosa ajustada, precisa, y por el cariño con el que aborda su objeto. Trate
de lo que trate, Moix siempre confirma lo que es, un riguroso periodista cultural que sabe de
qué modo hay que presentar las cosas sin impostarlas: con cuidado, con algo de guasa y con
erudición contenida. Hace un tiempo, por ejemplo, leí su Wilt soy yo. Conversaciones con Tom
Sharpe (2002). No era fácil convencer a los lectores, sobre todo para quienes habían sido
seguidores fieles de Sharpe, cuyo humor está algo decaído. Pues bien, Moix conseguía
persuadir reanimando al autor de Wilt, vitaminizándolo con preguntas inteligentes, con
acotaciones exactas, expresadas con todo respeto. Años después, al leer Mundo Mendoza,
volvemos a disfrutar. La Cataluña de Eduardo Mendoza que compendia Moix parece más
auténtica que la que nos transmiten los medios de comunicación: es un mundo plural, menos
homogéneo y menos envarado de lo que los políticos locales nos presentan.
Por supuesto, las novelas de Mendoza no aspiran a ser un calco o reflejo de la Cataluña
histórica: se escriben con el propósito evidente de escarnecer unos vicios en un contexto
concreto que es, básicamente, la Barcelona natal del autor. Es decir, son documentos en el
sentido moral del término. Hay admoniciones y severas reprensiones: muy serias y a la vez
muy burlescas. Sobre esa meta, estas ficciones exageran el lado cínico y aprovechado de los
poderosos y el lado pendenciero y menesteroso de las clases populares. Como en los folletines
de antaño, en las radioteatros de posguerra o en las comedias de enredo. Pero sobre todo sus
novelas suelen mostrar de manera satírica el lado gamberro y descacharrante que hay y aflora
en aquel país, en esa Cataluña circunspecta. A pesar del porte reservado de sus habitantes,
que les sirve de máscara o de defensa, los catalanes serían gente cómica o involuntariamente
cómica, incluso desquiciada: eso parece inferirse de sus ficciones. En sus páginas siempre hay
locos o excéntricos que con torpeza, ingenio e impudor malviven o sobreviven en una tierra
aparentemente discreta, grave y severísima. Esos individuos son tipos que no han sabido
gobernarse, que están fuera de lugar, gentes con existencias desastrosas y risibles: incapacesde acomodarse a la norma común, a ese estadio general de una civilización hipócrita.
Entre las figuras de esta calaña más célebres está el chiflado que protagoniza El misterio de la
cripta embrujada (1979), El laberinto de las aceitunas (1982) y La aventura del tocador de
señoras (2001). Es un orate, un tipo que entra y sale de un manicomio. Se encuentra allí bajo la
tutela del doctor Sugrañes, un tipo huraño y probablemente con migrañas, como su propio
apellido nos induce a creer. De cuando en cuando, el trastornado es convocado por la policía.
Se le franquea el paso con el fin de resolver casos difíciles, aparentemente ilógicos o
simplemente locos que los investigadores no consiguen solucionar, concretamente el comisario
Flores. Los polis aplican la racionalidad y el buen sentido. Más o menos. Por su parte, el
lunático aplica… lo que buenamente puede. El individuo tiene mucho de personaje infausto, de
pícaro desgraciado al que la vida da muchos trompicones: su psiquismo está averiado de tanto
golpe, seguro, y su hermana es una prostituta a la que no puede redimir.
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