Manuel Vicent
MANUEL VICENT 17 JUN 2012
Los católicos deben enfrentarse a dos clases de misterios: los que se derivan de la teología propiamente dicha y los que anidan en los bajos fondos del Vaticano. A los no creyentes les trae sin cuidado que Dios sea uno y trino, o que la Virgen fuera concebida sin pecado, pero les excita sobremanera que Roberto Calvi, el causante de la quiebra del Banco Ambrosiano, apareciera colgado del puente de los Frailes Negros de Londres. Más que la sagrada comunión a los agnósticos les interesa saber qué clase de brebaje le dieron a probar al Papa Luciani, poco después de ser elegido, para mandarlo a los cielos por la vía rápida. Es irrelevante el hecho de que el Espíritu Santo sea una paloma; en cambio resultaría más morboso si se demostrara que realmente se trata de uno de esos cuervos que en este momento revolotean por las dependencias privadas del Papa Ratzinger y que tienen la habilidad de abrir los armarios más secretos con el pico. Decía Borges que la teología es la rama más excelsa de la ciencia ficción. Este encaje de bolillos mentales no es nada comparado con el realismo sucio del perverso arzobispo Marzinkus, llamado el banquero de Dios, huido por los pasadizos oscuros de la Iglesia Romana a uña de caballo como los antiguos condes facinerosos se fugaban del castillo después de una reyerta. El prestigio literario del Vaticano no se deriva de los dogmas etéreos sino de los misterios que emanan de sus sótanos conectados con las pasiones más turbias. A este caudal de inspiración contribuyeron los Borgia, cuyo veneno o, en su defecto, el certero puñal, no han dejado de producir literatura a lo largo de la historia, no tan profunda, aunque más intensa, que de la de san Agustín y otros padres de la Iglesia. En la actualidad los cardenales y obispos pedófilos, los fundadores de sectas religiosas que llevan una vida depravada, las conexiones de los sagrados dicasterios con la Mafia son los que dotan a la sopa teológica de la grasa más sustanciosa del puchero. Si el Vaticano fuera una entidad aséptica, literariamente sería anodina. Son sus sótanos los que mueven la imaginación de la gente y la obliga a dirigir la atención a los grumosos enredos del papado, que nada tienen que ver con el misterio de la fe sino con el laberinto de la miseria humana.
Los católicos deben enfrentarse a dos clases de misterios: los que se derivan de la teología propiamente dicha y los que anidan en los bajos fondos del Vaticano. A los no creyentes les trae sin cuidado que Dios sea uno y trino, o que la Virgen fuera concebida sin pecado, pero les excita sobremanera que Roberto Calvi, el causante de la quiebra del Banco Ambrosiano, apareciera colgado del puente de los Frailes Negros de Londres. Más que la sagrada comunión a los agnósticos les interesa saber qué clase de brebaje le dieron a probar al Papa Luciani, poco después de ser elegido, para mandarlo a los cielos por la vía rápida. Es irrelevante el hecho de que el Espíritu Santo sea una paloma; en cambio resultaría más morboso si se demostrara que realmente se trata de uno de esos cuervos que en este momento revolotean por las dependencias privadas del Papa Ratzinger y que tienen la habilidad de abrir los armarios más secretos con el pico. Decía Borges que la teología es la rama más excelsa de la ciencia ficción. Este encaje de bolillos mentales no es nada comparado con el realismo sucio del perverso arzobispo Marzinkus, llamado el banquero de Dios, huido por los pasadizos oscuros de la Iglesia Romana a uña de caballo como los antiguos condes facinerosos se fugaban del castillo después de una reyerta. El prestigio literario del Vaticano no se deriva de los dogmas etéreos sino de los misterios que emanan de sus sótanos conectados con las pasiones más turbias. A este caudal de inspiración contribuyeron los Borgia, cuyo veneno o, en su defecto, el certero puñal, no han dejado de producir literatura a lo largo de la historia, no tan profunda, aunque más intensa, que de la de san Agustín y otros padres de la Iglesia. En la actualidad los cardenales y obispos pedófilos, los fundadores de sectas religiosas que llevan una vida depravada, las conexiones de los sagrados dicasterios con la Mafia son los que dotan a la sopa teológica de la grasa más sustanciosa del puchero. Si el Vaticano fuera una entidad aséptica, literariamente sería anodina. Son sus sótanos los que mueven la imaginación de la gente y la obliga a dirigir la atención a los grumosos enredos del papado, que nada tienen que ver con el misterio de la fe sino con el laberinto de la miseria humana.
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