Ilustración de MATT ("El País")
¿Cabe la felicidad en tiempos de crisis?
Ni el PIB ni la prima de riesgo mide su satisfacción consigo mismo
A Falta dinero, pero otros valores pueden llevar a la plenitud
JOHN CARLIN Madrid 16 JUN 2012
Cualquiera que haya visto la película La vida de Brian no olvidará nunca la escena final. Ahí está Brian crucificado, como Jesucristo, y a su lado, también sujeto a una cruz, un ladrón. El ladrón le dice: “Anímate, Brian. Tampoco es para tanto”. Y el ladrón empieza a cantar una canción, a la que se une —no tan convencido— Brian. El plano se amplía y vemos un sinfín de individuos crucificados, hasta el horizonte, coreando:
“Mira siempre el lado bueno de la vida… Cuando te sientas hundido, ¡no seas idiota! Frunce los labios, silba y mira siempre el lado bueno de la vida…”.
Ya que en España hoy, como en buena parte de Europa, lo que percibimos hasta el horizonte es un vía crucis sin fin y lo que palpamos es una sensación de hundimiento general, quizá convenga examinar hasta qué punto existe la posibilidad de consuelo. ¿El absurdo optimismo del compañero de cruz de Brian ofrecerá, a su frívola manera, una clave para hacer más llevaderos los difíciles tiempos que corren, y que están por venir? ¿Hay alternativa a la (comprensible) obsesión actual con medir la calidad de nuestras vidas y del futuro que nos espera en función de la prima de riesgo, de la deuda pública, del déficit presupuestario, de los eurobonos, del crecimiento —o no crecimiento— del producto interior bruto? ¿Existe, en resumen, compatibilidad posible entre la austeridad que el destino —o Alemania— impone y la felicidad?
Curiosamente, como si alguien hubiera previsto este preciso momento histórico, existe una abundancia de material académico sobre la cuestión. Desde el año 2000 se ha visto una enorme expansión en la investigación de lo que podríamos llamar la ciencia de la felicidad. Se ha convertido en un terreno de estudio académicamente lícito, extendiéndose desde la psiquiatría y la filosofía (donde ha residido desde tiempos de Sócrates) al campo económico. Las Naciones Unidas, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la Unión Europea, varios Gobiernos y muchas universidades se han dedicado a profundizar en la antigua noción —propuesta en el Nuevo Testamento— de que no solo del pan vive el hombre. Y a darle legitimidad.
La idea consiste en evaluar la salud general de las naciones no solo en base al PIB, sino —por utilizar un término patentado por el Gobierno budista de Bután— al PFB, el “producto de felicidad bruta”. Robert Kennedy dijo una vez que el PIB medía todo “salvo aquello que da valor real a la vida”. Lo que seguramente no concebía Kennedy es que este valor real podría llegar a ser medible en cifras. Hoy no hay más que hacer una breve incursión en Google para constatar que existe una abrumadora cantidad de datos —números, gráficos, complejas fórmulas matemáticas— basados en detalladas encuestas hechas en todos los países del mundo sobre la relativa felicidad del ser humano. Las preguntas, tanto a noruegos como nigerianos, suelen ser del tipo: “¿Cómo está de satisfecho usted con su vida? ¿Muy? ¿Algo? ¿Poco? ¿Nada?”. O directamente se pregunta a la gente que mida su grado de felicidad en una escala de cero a diez.
El problema es que existen tantos organismos haciendo encuestas de este tipo que hay grandes variaciones en los supuestos ranking mundiales de felicidad. Una encuesta hecha en 2010, ya con la crisis avanzada, sitúa a España en quinto lugar en cuanto a la satisfacción general de vida de sus ciudadanos, otra la coloca en un puesto veintitantos y otra por el setenta. Un estudio coloca a Guatemala, Honduras y el Salvador entre los diez países más felices, cosa bastante curiosa, ya que son países pobres con altísimos índices de criminalidad y que, en general en estas encuestas, los países ricos ocupan los puestos más altos y los más pobres, los más bajos. Mucho más interesante, útil y reveladora es la conclusión que se extrae de la llamada Paradoja Easterlin.
Richard Easterlin, profesor de Economía de la University of Southern California, ha recopilado datos que demuestran que en varios países de Occidente y en Japón los ingresos medios han subido de manera espectacular desde la II Guerra Mundial, pero los niveles de satisfacción y felicidad que la gente reporta no han cambiado. El célebre economista Jeffrey Sachs explica la paradoja de la siguiente manera en un informe sobre la felicidad mundial (World happiness report) que se presentó en un fórum de la ONU sobre el tema en abril: “En determinado momento los individuos ricos son más felices que los pobres”, dice el informe, “pero a lo largo del tiempo una sociedad no se vuelve más feliz tras hacerse más rica”. Una de las razones principales es que los individuos tienden a medir su felicidad material en comparación con la riqueza de sus vecinos. Si todos ascienden al mismo ritmo ser más rico tiene menos gracia. Como explica uno de los gurús de la ciencia de la felicidad, el profesor Bruno Frey, de la Universidad de Zurich, “no es el nivel absoluto de ingresos lo que importa sino la posición de uno respecto a la de otros individuos”.
Esto podría ayudar a explicar otra paradoja, la del boxeador cubano Teófilo Stevenson. Stevenson, que murió esta semana, fue campeón olímpico de los pesos pesados tres veces seguidas. Siempre se sospechó que estaría a la altura de Muhammad Ali, y durante los años setenta recibió varias ofertas multimillonarias de promotores estadounidenses para que se batiera con él. Pero siempre se negó. Consentido por Fidel Castro, que siempre le llamaba en sus cumpleaños, Stevenson dijo una vez: “No cambiaría un pedazo de la tierra de Cuba por todo el dinero que podrían darme, prefiero el cariño de ocho millones de cubanos”. Y quizá también la envidia de muchos de ellos. Podemos suponer que Stevenson tuvo un nivel de vida más similar al de los miembros del Comité Central del Partido Comunista que al de las masas proletarias cubanas. No tuvo un Mercedes Benz pero sí un Lada, un coche fabricado en la Unión Soviética, posesión del cual lo colocaba en una esfera material insoñable para la gran mayoría de sus compatriotas. En Cuba, Stevenson, amigo del poder, era un hombre rico.
Otra razón por la cual la felicidad de la gente no asciende de manera sistemática en proporción a sus ingresos, según Jeffrey Sachs, es que mientras es probable que uno experimente un subidón al recibir la noticia de un aumento de sueldo —o de que ha ganado la lotería—, ese subidón será pasajero y pronto la felicidad bajará a sus anteriores niveles.
La cuestión ahora —hoy— sería si el inevitable bajón que acompaña la noticia de una reducción de sueldo, o de la pérdida del empleo, también podría llegar a ser pasajero y con el tiempo uno podría adaptarse a las nuevas circunstancias, recuperando la felicidad perdida. Esta va a tener que ser, guste o no, la pregunta del millón para millones de españoles. El profesor Bruno Frey, que acaba de estar de visita en España, sospecha que la respuesta a la pregunta va a ser que no, pero al mismo tiempo considera necesario que la gente haga un esfuerzo grande para adaptarse con resignada serenidad a las nuevas circunstancias.
“Ante todo va a ser difícil por el alto índice de desempleo”, me dijo Frey. “Perder el trabajo, o incluso temer que uno lo vaya a perder, genera depresión, ansiedad, baja autoestima y, en general, una enorme infelicidad”. Un grado de infelicidad, según han escrito Frey y otros expertos de su rama, comparable a una separación matrimonial. Para muchos, perder el trabajo es perder la identidad. También va a ser difícil adaptarse con la necesaria calma a estos tiempos austeros por el sencillo motivo, dice Frey, de que la gente ha generado altas expectativas en cuanto a bienes y servicios durante años de creciente prosperidad. “La gente es muy obstinada, no olvida los buenos tiempos y es reacia a reducir sus expectativas materiales”, explica Frey. “Pero eso es, por supuesto, exactamente lo que se debe de hacer, porque si no los españoles van a ser muy infelices en los próximos años. No sé si tendrán la sabiduría necesaria —serían muy especiales si la tuvieran—, pero recomiendo que intenten adquirirla”.
¿Por dónde empezar? Primero, quizá, como me dijo una vez una persona durante tiempos económicos difíciles, optando por un cambio de actitud frente a la vida similar al que debe hacer alguien que ha sobrevivido a un ataque al corazón. Segundo, fijándose en los siete elementos identificados por los economistas especializados en el tema que contribuyen a la felicidad. Los siete son: el dinero, la calidad del trabajo, la salud, relaciones familiares, amistades, valores personales y libertad individual. Ignacio de la Torre, profesor de la escuela de negocios IE, propone que todo el mundo se detenga a hacer una reflexión personal sobre cuáles realmente deberían de ser las prioridades en la vida. “En tiempos de boom económico la gente se obsesiona con solo uno de los factores, el dinero”, me dijo De la Torre. “Los tiempos de crisis permiten arrojar valor sobre los seis que dan felicidad y que no son la renta”. ¿Y será verdad en este caso, sería aceptable —o incluso de buen gusto— proponer la idea de que tiempos de crisis son tiempos de oportunidad? “Si uno está en el paro, si a uno le cuesta dar de comer a su familia, si se ha roto lo básico, pues, difícilmente va a ver la situación así. Pero hay una parte positiva de la crisis, y es que ofrece una oportunidad para ver qué realmente es importante en la vida. Nos permite detenernos a reflexionar si queremos seguir comparándonos con otros, cuando la verdad es que siempre va a haber alguien encima, con un coche mejor; o a juzgar si queremos sacrificar valores familiares y amistades en aras de más renta”.
O como me dijo una mujer hace algunos años en Estados Unidos que había optado (voluntariamente, eso sí) por trabajar menos horas para dar más calidad y valor a su vida, “una vez que llegas a entender realmente lo que necesitas para vivir, y dejas de creer que el éxito se mide solo en términos económicos, te liberas”.
De lo que se había liberado esta persona también era de la envidia, de compararse con los demás, el punto de partida imprescindible, según Ignacio de la Torre, si uno va a tener la posibilidad de hacer el reajuste mental necesario para vivir en relativa paz en tiempos de crisis. Otra opción, más práctica y de especial valor para aquellos que están en el paro, es intentar tomar más control de nuestras vidas; mostrar iniciativa —lo cual, en sí, independientemente del resultado, genera autoestima, ergo mayor felicidad —. Una posibilidad es dedicarse a estudiar, para abrir nuevos caminos o prepararse para el día en el que el clima económico vuelva a cambiar. Otra es montar una pequeña empresa. Según cuenta De la Torre, las señales son alentadoras. Ha habido un crecimiento del 6% en 2012 sobre 2011 en España en la creación de nuevas empresas. “Esto es algo nuevo y muy bueno en nuestro país, donde el objetivo siempre ha tendido a ser encontrar trabajo como empleado o funcionario. Un cambio de paradigma. Va como nunca esto en España, y ya que, junto con profesor universitario, la profesión con más satisfacción es la de emprendedor, lo veo como muy relevante en cuanto al PIB y la felicidad general. Yo soy muy optimista acerca del futuro económico de España”.
Quizá las cosas se vean diferentes desde la perspectiva privilegiada del globalmente reconocido IE Business School. Pero, ¿cuál es la alternativa a tomar la iniciativa, a moverse en vez de estar quieto? ¿Estar sentado en casa viendo la televisión a la espera de que vengan tiempos mejores? Esa es la receta para que España se desplome en los rankings mundiales no solo del PIB, sino también del PFB. Cambiar los hábitos mentales y ser positivo es muy difícil en los tiempos que corren, quizá sea imposible, pero —otra paradoja— intentarlo hoy es más necesario que nunca.
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