Fotograma de 'La Cenicienta' de Disney ("El País")
En "El País":
Cuéntame un cuento
Manuel Rodríguez Rivero 11 ABR 2012
El enorme impacto en la cultura universal de las historias y leyendas populares recopiladas por los hermanos Jakob (1785-1863) y Wilhelm (1786-1859) Grimm fue reconocido por la UNESCO cuando incluyó los Cuentos de niños y del hogar en su 'Registro de la Memoria del Mundo' (véase en Internet), al lado de, por ejemplo, la 'Novena Sinfonía de Beethoven', la 'Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano' o la primera inscripción islámica conocida.
Los Grimm pertenecieron a una generación europea que, impulsada por el Zeitgeist del nacionalismo romántico, buscó ávidamente en el folklore y en las diversas manifestaciones de la cultura popular las raíces de sus respectivas identidades nacionales. Filólogos de formación, su campo fue el de los cuentos y leyendas orales transmitidas de padres a hijos, y que, en no pocos casos, presentaban variaciones regionales debido a las migraciones multiculturales producidas en el continente desde la edad media.
La primera recopilación de Cuentos de los Grimm apareció en 1812, de modo que este año conmemoramos su bicentenario. No pensados como lectura para niños (se publicaron sin ilustraciones y acompañados de notas eruditas), el éxito de las sucesivas ediciones, siempre enriquecidas con relatos suministrados por escogidos cuentacuentos, les hizo comprender la conveniencia de atender a un floreciente mercado infantil desarrollado al abrigo de la consolidación de la burguesía urbana creada por la revolución industrial. Para atender a ese público sin chocar con las convenciones y la moral social, los Grimm comenzaron a editar o adaptar los cuentos: las madres malvadas -como la desalmada que abandona en el bosque a Hansel y Gretel-, se convirtieron en madrastras; se disimularon las relaciones sexuales, como la de la cautiva Rapónchigo (Rapunzel) con su príncipe; se sustituyeron los elementos paganos por otros cristianos; se atemperó considerablemente la violencia de los castigos (originalmente, la madrastra de Blancanieves moría tras verse obligada a bailar sobre unas chanclas de hierro al rojo vivo; y a las hermanastras de Cenicienta, que para intentar que su pies cupieran en el dichoso zapatito habían llegado a cortarse los dedos, les sacaban los ojos unas palomas justicieras). Por cierto que, si quieren releer (o contarles a sus hijos) esas narraciones sin censuras, Taschen acaba de publicar Los cuentos de los hermanos Grimm, una estupenda edición, bien traducida e ilustrada, de 27 de las más conocidas.
Desde 1812 esos relatos han circulado profusamente, ocupando (por delante de los de Perrault y los de Andersen) un lugar de privilegio en la formación del imaginario infantil y, por extensión, en el de los adultos. Su ascendiente es perceptible en multitud de creaciones artísticas, cinematográficas, musicales y, desde luego, literarias. Claro que, como todos los clásicos, su recepción ha experimentado vaivenes. Los nazis los celebraron como lectura volkisch particularmente adecuada a la educación de los niños arios: al contrario de la impresentable madrastra, Blancanieves y su príncipe serían cabales representantes de la pureza racial. En las democracias su valoración también ha experimentado altibajos. Disney contribuyó a su globalización gracias a dos adaptaciones cinematográficas (Blancanieves, 1937, y La bella durmiente, 1950) que hicieron época y obviaban los aspectos más conflictivos: los mismos que, en no pocas ocasiones, les han sido reprochados por educadores y pedagogos que los consideraban excesivamente violentos o moralmente peligrosos, cuando no perversos instrumentos ideológicos de todo tipo de discriminaciones y anomias.
Fue Bruno Bettelheim, en su todavía imprescindible Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976) el que sentó las bases para la reconsideración de esos cuentos tradicionales que todo el mundo ha leído o escuchado alguna vez. Ahora ya sabemos que los niños aprenden en ellos a discernir entre distintos registros (realidad / ficción) y que los elementos simbólicos y emotivos de los cuentos constituyen herramientas imprescindibles para su crecimiento afectivo y su paulatino descubrimiento del mundo. Lo cierto es que sin ellos seríamos emocionalmente más pobres. Y aún menos sabios.
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