Jorge Volpi
El último de los mohicanos
En 'La civilización del espectáculo', Vargas Llosa acierta al diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él. Parece añorar los buenos tiempos en que una élite —justa e ilustrada— conducía nuestras elecciones.
Jorge Volpi 27 ABR 2012
El último sabio de la tribu recorre el campo de batalla. Ante su mirada comparecen los árboles troceados, las cabañas incendiadas, los cuerpos exangües, los restos del pillaje y el saqueo, y no contiene su furia. Levanta los brazos y, con voz de trueno, impreca contra los bárbaros que han transformado al mundo en un páramo sin sentido. Con un nudo en la garganta, sigue su camino, consciente de que sus días están contados y de que —ay— ya nadie atiende sus consejos. Su nostalgia le impide recordar que, no hace tanto, sus palabras animaron la batalla.
En La civilización del espectáculo (2012), Mario Vargas Llosa se suma a la abultada lista de hombres de letras que, hacia el ocaso de sus días, se lamentan por la triste condición de su época. Si él no hubiese sido uno de los novelistas más portentosos y arriesgados del siglo XX —en muchos sentidos, el más joven—, recordaría al Sócrates que, en el Fedro, ruge contra la aparición de la escritura. Aunque a veces su tono moralista sea el de un héroe en el retiro, su voz mantiene la lucidez de sus mejores textos, aunque al final la ideología, más que los años, estropee algunas de sus conclusiones.
¿De qué se lamenta Vargas Llosa? De todo. Del estado actual de la cultura y la política, de la religión e incluso del sexo. Según él, todas estas vertientes de lo humano han sido pervertidas por la gangrena de la frivolidad. Ésta consiste “en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y el desplante —la representación— hacen las veces de sentimientos e ideas”. La frivolidad, pues, como causa de que la cultura haya desaparecido; de que los políticos se hayan vuelto inanes o corruptos; de que el arte conceptual sea un timo; y de que hayamos extraviado el erotismo. Por su culpa, vivimos en la civilización del espectáculo: una era que ha perdido los valores que separaban lo bueno de lo malo —en sentido ético y estético— y donde, al carecer de preceptores, cualquiera puede ser engañado por mercachifles.
Bajo esta justa invectiva contra el carácter banal —y venal— de nuestros días, Vargas Llosa parece añorar los buenos tiempos en que una élite —justa e ilustrada— conducía nuestras elecciones. Según él, la existencia de una auctoritas permitió el desarrollo de la cultura gracias a que un pequeño grupo de sabios, cuya influencia no dependía de sus conexiones de clase sino de su talento, señaló el camino a los jóvenes. (¿Quiénes serían esos aristócratas sin vínculos con el poder?) La consecuencia más perniciosa de la rebelión estudiantil de 1968 fue destruir la legitimidad de esa élite, provocando que toda autoridad sea vista como sospechosa y deleznable. Y, a partir de allí, le déluge.
El de Vargas Llosa es un vehemente elogio de la aristocracia (en el mejor sentido del término). No deja de ser curioso que alguien que se define como liberal —invocando una estirpe que va de Smith, Stuart Mill y Popper a Hayek y Friedman—, se muestre como adalid de una élite cultural que, en términos políticos, le resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de La República, resulta más propio de un universo totalitario como el de Platón que del orbe de un demócrata. Por supuesto, Vargas Llosa no admite la paradoja: a sus ojos, su lucha contra al autoritarismo político —de Castro a Chávez, pasando por Fujimori—, no invalida su defensa de la autoridad en términos culturales porque ésta se demuestra a través de las obras.
Reluce aquí la fuente de su malestar: si el respeto a la élite cultural se desvanece, los parámetros que permiten distinguir las obras buenas de las malas —y a los autores que merecen autoridad de los estafadores— se resquebrajan. En un mundo así, ya no es posible confiar en nadie, ni siquiera en un Premio Nobel. Las masas ya no siguen a los sabios y, en vez de escuchar una ópera de Wagner o leer una novela de Faulkner, se lanzan a un concierto de Lady Gaga o devoran las páginas de Dan Brown. Para Vargas Llosa, no lo hacen porque les gusten esos bodrios, sino porque dejaron de hacer caso a los happy few que, a diferencia de ellos, poseían buen gusto. Vista así, la cultura —esa cultura— desaparece. Y se impone el caos.
Vargas Llosa no es, por supuesto, el primero en entristecerse al ver un estadio lleno para Shakira cuando sólo un puñado de fanáticos asiste a un recital de Schumann pero, en términos proporcionales, nunca tanta gente disfrutó de la alta cultura. Nunca se leyeron tantas novelas profundas, nunca se oyó tanta música clásica, nunca se asistió tanto a museos, nunca se vio tanto cine de autor. El novelista acepta esta expansión, pero piensa que algo se perdió en el camino, que el público de hoy no comprende el sustrato íntimo de esas piezas. ¿En verdad piensa que en el siglo XIX los lectores de Hugo o Sue, o quienes abuchearon la première de La Traviata, eran más cultos?
¿Qué es, entonces, lo que le perturba? En el fondo, sólo ha cambiado una cosa: antes, las masas trabajaban; ahora, trabajan y se entretienen. Pero al marxista que Vargas Llosa tiene arrinconado en su interior esto le resulta indigerible: al divertirse, sin abrevar en las aguas del espíritu, las masas están alienadas. En cambio, la pequeña burguesía ilustrada sigue allí, aunque ya no sea tan pequeña. De hecho, muchos de los lectores de Vargas Llosa provienen de sus miembros, aunque él también se haya convertido en parte de esa cultura popular que tanto fustiga —y que vuelve sinónimo de “incultura”.
Cuando extrapola este análisis a la política, sus argumentos se tornan más inquietantes. Tras el fin del comunismo —el único lugar donde, por cierto, la alta cultura se mantuvo intacta—, las democracias liberales no han respondido a las expectativas de los ciudadanos. La causa es, de nuevo, la frivolidad. En la arcadia que dibuja, los políticos estaban comprometidos con un ideal de servicio que la civilización del espectáculo destruyó. Vargas Llosa no contempla que la actual crisis del capitalismo no se debe tanto a la falta de valores como a la ideología ultraliberal, inspirada en Hayek o Friedman, que hizo ver al Estado como responsable de todos los males y provocó la desregulación que precipitó la catástrofe.
Aún más lacerante suena la vena aristocrática de Vargas Llosa al hablar de religión. Él, que se declara no creyente y ha combatido sin tregua la intolerancia, recomienda para la gente común, es decir, para aquellos que no tienen la grandeza moral para ser ateos, un poco de religión, incluso en las escuelas. Aunque falsa, ésta al menos les concederá un atisbo de vida espiritual. Como cuando se refiere a la necesidad de devolverle ciertos límites a un sexo que juzga anodino, el discípulo de Popper no parece tolerar esa sociedad radicalmente abierta, en términos culturales, que tanto defendió en política.
En La civilización del espectáculo, Vargas Llosa acierta al diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él. Poco a poco se difuminan nuestras ideas de autoría y propiedad intelectual; ya no existen las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular; y, sí, se desdibuja el mundo del libro en papel. Pero, en vez de ver en esta mutación un triunfo de la barbarie, podría entenderse como la oportunidad de definir nuevas relaciones de poder cultural. La solución frente al imperio de la banalidad, que tan minuciosamente describe, no pasa por un regreso al modelo previo de autoridad, sino por el reconocimiento de una libertad que, por vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que Vargas Llosa siempre luchó.
Jorge Volpi es escritor mexicano.
twitter: @jvolpi
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