martes, 31 de agosto de 2010

POESÍA. "Epitafio para la tumba de un héroe", de José Hierro (1922-2002)

José Hierro

EPITAFIO PARA LA TUMBA DE UN HÉROE

Se creía dueño del mundo
porque latía en sus sentidos.
Lo aprisionaba con su carne
donde se estrellaban los siglos.
Con su antorcha de juventud
iluminaba los abismos.

Se creía dueño del mundo:
su centro fatal y divino.
Lo pregonaba cada nube,
cada grano de sol o trigo.
Si cerraba los ojos, todo
se apagaba, sin un quejido.
Nada era si él lo borraba
de sus ojos o sus oídos.

Se creía dueño del mundo
porque nunca nadie le dijo
cómo las cosas hieren, baten
a quien las sacó del olvido,
cómo aplastan desde lo eterno
a los soñadores vencidos.

Se creía dueño del mundo
y no era dueño de sí mismo.

(De Quinta del 42 -1952-)

PRENSA CULTURAL. "Babelia". "Historia de la noche", por Antonio Muñoz Molina

Antonio Muñoz Molina
En Babelia, suplemento cultural de "El País":
Historia de la noche

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 14/08/2010

Leemos una escena nocturna en una novela del siglo XIX y si el autor no lo menciona explícitamente no pensamos en el modo en que está iluminada. ¿Qué luz había en la alcoba en la que Ana Ozores se entrega al seductor Messía en La Regenta, o en la taberna de San Petersburgo a la que entra Raskolnikov al principio de Crimen y Castigo? La imaginación se vuelve más pobre a medida que viajamos hacia atrás en el tiempo. Las noches de la literatura, como las de la Historia, nos las imaginamos distraídamente iluminadas de la misma manera limpia y regular en que lo están las nuestras, y en lo que estaban las del cine hasta que Stanley Kubrick usó unas lentes y una película tan sensibles que le permitieron rodar las escenas interiores de Barry Lyndon a la luz de las velas.
Así intuimos lo que podía haber sido una noche del siglo XVIII, aunque no se nos ocurrió pensar que esa noche no podía ser igual en el interior de un palacio que en el de una choza, y que la iluminación nocturna, aparte de problema de tecnología, también es una cuestión de clase. Suponemos vagamente que en el pasado anterior a la electricidad y a las lámparas de gas la gente se iluminaba con velas. No se nos ocurre pensar que las velas de calidad, las de cera de abeja y las de esperma de ballena, eran muy caras, de modo que entre las diferencias sociales estaban la longitud y la oscuridad de la noche. Las iglesias y los palacios de los poderosos irradiaban una luz más cegadora todavía porque contrastaba con la negrura en la que sobrevivía casi todo el mundo después del anochecer: en los palacios los espejos multiplicaban el resplandor; en las iglesias, el oro de los retablos. Durante una gran parte de la historia humana, la noche ha sido una tiniebla sólo traspasada por el resplandor de las hogueras, por la llama solitaria y móvil de una lámpara, por la claridad de la luna llena, que revela los volúmenes pero no los colores de las cosas.
Nuestros abuelos o nuestros bisabuelos se alumbraron con candiles de aceite, pero nosotros estamos tan acostumbrados a la luz eléctrica que reparamos en ella menos todavía que en el agua corriente. Cuando yo era niño, aún se iba la luz con cierta frecuencia. Nos quedábamos a oscuras en mitad de la cena, y mientras alguien iba a buscar una vela o a comprobar si se habían fundido los plomos los niños cantábamos una canción que tenía algo de rogativa: "Que venga la luz, / que vamos a cenar / pan y huevos fritos / y encima una ensalá". La luz podía venir al cabo del rato o no venir en toda la noche. Y si había que subir a acostarse antes de que hubiera regresado era preciso hacer frente a una oscuridad fácilmente poblada por las criaturas temibles de los cuentos, que los adultos no tenían el menor reparo en invocar, en aquellos tiempos anteriores a los traumas infantiles y a la pedagogía.
Yo he temblado de miedo subiendo en la oscuridad por una escalera mientras en el rellano de abajo uno de mis tíos se moría de risa diciéndome que el Tío Sacamantecas o la Tía Tragantía iban siguiéndome, y si llevaba una palmatoria en la mano mi propia sombra agigantada era un monstruo al acecho. Otras veces, para el Día de los Difuntos, se ponían en los dormitorios y en las habitaciones menos frecuentadas de la casa tazones de aceite en los que flotaba una lamparilla: una base redonda, recortada en cartón; un pábilo como el de una vela. La lamparilla ardía inmóvil o se movía despacio sobre el aceite, si la empujaba una corriente de aire, iluminando los muebles severos en la habitación sin nadie, resaltando más la ausencia de los que habían vivido y ya no estaban.
Me acuerdo de esas velas ardiendo en un tiempo que me parece anterior a mi vida y me pregunto cómo sería la luz a la que escribían de noche Cervantes o Shakespeare porque estoy leyendo un libro asombroso que cuenta la historia de la iluminación artificial: Brilliant, de Jane Brox. Es uno de esos descubrimientos que al principio lo aturden a uno con la rotundidad de su sorpresa: cómo habré estado para no pensar antes en lo que ahora mismo, empezada la lectura, es tan evidente, incluso tan perentorio, para no prestar más atención a las menciones a la luz artificial que hay en la literatura, para no darme cuenta de que contando la historia de los inventos que han servido para iluminar la noche y las tinieblas se encuentra uno de esos hilos narrativos que acaban arrastrando el relato formidable de todo: las lámparas de piedra con una concavidad para la grasa animal que se han exhumado en la cueva de Lascaux; los candiles de bronce y de barro en las casas romanas; las pequeñas jaulas en las que los nativos del Caribe y de las islas de los mares del Sur guardaban las luciérnagas o los escarabajos luminosos con que se alumbraban; los pescados podridos que a veces usaban los mineros para alumbrarse sin peligro con el resplandor de su fósforo, eludiendo así usar las lámparas cuya llama provocaba las explosiones terribles del gas grisú; los faroles de aceite de las calles de París en los cuales los revolucionarios ahorcaban a sus víctimas antes de la invención de la guillotina; el holocausto de ballenas gracias al cual fue posible iluminar de noche las fábricas de la revolución industrial y por lo tanto prolongar hasta la extenuación las jornadas de los trabajadores; la invención de la vida nocturna hacia mediados del siglo XIX, cuando la luz de gas en las calles y en los escaparates volvió por primera vez habitable y tentadora la noche de las ciudades, permitiendo que las prostitutas salieran a exhibirse fuera de los prostíbulos y que los hombres se quedaran hasta muy tarde en los cafés; la innovación de los arcos voltaicos, altas torres metálicas que por primera vez inundaron plazas enteras de una cegadora luz eléctrica, tan extraña en su intensidad que provocó el rechazo de Stevenson: "Una nueva forma de estrella urbana brilla ahora por las noches, horrible, extraterrenal, irritante para el ojo humano; una lámpara para una pesadilla...".
Porque la iluminación eléctrica, contra lo que todos creemos saber, no la inventó Edison: lo que se inventó en el laboratorio de Edison, en 1878, fue la manera de subdividirla en unidades manejables que sirvieran para alumbrar los interiores de las casas: la bombilla de filamento incandescente. La luz que ve Gatsby por las noches al otro extremo de una bahía y la que según el poema de Pablo Neruda no se apagaba casi nunca en la ventana del despacho de Stalin son episodios de la misma historia de conexiones tan ilimitadas como la de una red de tendido eléctrico. Cuando esta noche, al terminar de leer, apague la luz, según mis ojos se vayan acostumbrando a la oscuridad viajaré por ella a esa negrura primitiva a la que sigue regresando nuestra memoria genética cada vez que nos aproximamos al sueño.

Brilliant. The Evolution of Artificial Light. Jane Brox. (Houghton Mifflyn Harcourt). 368 páginas. antoniomuñozmolina.es

RECURSOS DIDÁCTICOS. ARQUITECTURA. INGLÉS. "SkyscraperPage"

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Fuente.

LITERATURA ESPAÑOLA Y UNIVERSAL (fragmentos): "Memorias de Adriano", de Marguerite Yourcenar (1903-1987)

Marguerite Yourcenar
Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas. De engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato; todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de los límites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a palmo, y aun recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia o atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte.
Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto, que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero. He renunciado a la caza; si sólo estuviera yo para turbar su rumia y sus juegos, los cervatillos de los montes de Etruria vivirían tranquilos. Siempre tuve con la Diana de los bosques las relaciones mudables y apasionadas de un hombre con el ser amado; adolescente, la caza del jabalí me ofreció las primeras posibilidades de encuentro con el mando y el peligro; me entregaba a ellas con furor, y mis excesos me valieron las reprimendas de Trajano. La encarna, en un claro de bosque en España, fue mi primera experiencia de la muerte, del coraje, de la piedad por las criaturas, y del trágico placer de verlas sufrir. Ya hombre, la caza me sosegaba de tantas luchas secretas con adversarios demasiado sutiles o torpes, demasiado débiles o fuertes para mí. El justo combate entre la inteligencia humana y la sagacidad de las fieras parecía extrañamente leal comparado con las emboscadas de los hombres. Siendo emperador, mis cacerías en Toscana me sirvieron para juzgar el valor o las aptitudes de los altos funcionarios; allí eliminé o elegí a más de un estadista. Después, en Bitinia y en Capadocia, convertí las grandes batidas en pretexto para fiestas-triunfo otoñal en los bosques del Asia. Pero el compañero de mis últimas cacerías murió joven, y mi gusto por esos violentos placeres disminuyó mucho después de su partida. Pero aun aquí, en Tíbur, el súbito resoplar de un ciervo entre el follaje basta para que se agite en mí un instinto más antiguo que todos los demás, gracias al cual me siento tanto onza como emperador. ¿Quién sabe? Si he ahorrado mucha sangre humana, quizá sea porque derramé la de tantas fieras, que a veces, secretamente, prefería a los hombres. Sea como fuere, la imagen de las fieras me persigue más y más, y tengo que hacer un esfuerzo para no abandonarme a interminables relatos de montería que pondrían a prueba la paciencia de mis invitados durante la velada. En verdad el recuerdo del día de mi adopción tiene su encanto, pero el de los leones cazados en Mauretania no está mal tampoco.
La renuncia a montar a caballo es un sacrificio aún más penoso: una fiera no pasa de ser un adversario, pero el caballo era un amigo. Si hubiera podido elegir mi condición, habría elegido la de centauro. Las relaciones entre Borístenes y yo eran de una precisión matemática: me obedecía como a su cerebro, no como a su amo. ¿Habré logrado jamás que un hombre hiciera lo mismo? Una autoridad tan absoluta comporta, como cualquier otra, los riesgos del error para aquel que la ejerce, pero el placer de intentar lo imposible en el salto de obstáculos era demasiado grande para lamentar una clavícula fracturada o una costilla rota. Mi caballo reemplazaba las mil nociones vinculadas al título, la función y el nombre, que complican la amistad humana, por el único conocimiento de mi peso exacto de hombre. Participaba de mis impulsos; sabía exactamente, y quizá mejor que yo, el punto donde mi voluntad se divorciaba de mi fuerza. Pero ya no inflijo al sucesor de Borístenes la carga de un enfermo de músculos laxos, demasiado débil para montar por sus propios medios. Celer, mi ayuda de campo, lo adiestra en este momento en el camino de Preneste; todas mis antiguas experiencias con la velocidad me permiten compartir el placer del jinete y el de la cabalgadura, valorar las sensaciones del hombre a galope tendido en un día de sol y de viento. Cuando Celer desmonta, siento que vuelvo a tomar contacto con el suelo. Lo mismo ocurre con la natación; he renunciado a ella, pero participo todavía de la delicia del nadador acariciado por el agua. La carrera, aun la más breve, me sería hoy tan imposible como a una estatua, a un César de piedra, pero recuerdo mis carreras de niño en las resecas colinas españolas, el juego que se juega con uno mismo y en el cual se llega al límite del agotamiento, seguro de que el perfecto corazón y los intactos pulmones restablecerán el equilibrio; de cualquier atleta que se adiestra para la carrera del estadio, alcanzo una comprensión que la inteligencia sola no me daría. Así, de cada arte practicado en su tiempo, extraigo un conocimiento que me resarce en parte de los placeres perdidos. Creí, y en mis buenos momentos lo creo todavía, que es posible compartir de esa suerte la existencia de todos, y que esa simpatía es una de las formas menos revocables de la inmortalidad. Hubo momentos en que esta comprensión trató de trascender lo humano, y fue del nadador a la ola. Pero en este punto me faltan ya seguridades, y entro en el dominio de las metamorfosis del sueño.
Comer demasiado es un vicio romano, pero yo fui sobrio con voluptuosidad. Hermógenes no se ha visto precisado a alterar mi régimen, salvo quizá esa impaciencia que me llevaba a devorar lo primero que me ofrecían, en cualquier parte y a cualquier hora, como para satisfacer de golpe las exigencias del hambre. De más está decir que un hombre rico, que sólo ha conocido las privaciones voluntarias o las ha experimentado a título provisional, como un incidente más o menos excitante de la guerra o del viaje, sería harto torpe si se jactara de no haberse saciado. Atracarse los días de fiesta ha sido siempre la ambición, la alegría y el orgullo naturales de los pobres. Amaba yo el aroma de las carnes asadas y el ruido de las marmitas en las festividades del ejército, y que los banquetes del campamento (o lo que en el campamento valía por un banquete) fuesen lo que deberían ser siempre: un alegre y grosero contrapeso a las privaciones de los días hábiles. En la época de las saturnales, toleraba el olor a fritura de las plazas públicas. Pero los festines de Roma me llenaban de tal repugnancia y hastío que alguna vez, cuando me creí próximo a la muerte durante un reconocimiento o una expedición militar, me dije para reconfortarme que por lo menos no tendría que volver a participar de una comida. No me infieras la ofensa de tomarme por un vulgar renunciador; una operación que tiene lugar dos o tres veces por día, y cuya finalidad es alimentar la vida, merece seguramente todos nuestros cuidados. Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la tierra; significa consumar un sacrificio en el cual optamos por nosotros frente a las cosas. Jamás mordí la miga de pan de los cuarteles sin maravillarme de que ese amasijo pesado y grosero pudiera transformarse en sangre, en calor, acaso en valentía. ¡Ah! ¿Por qué mi espíritu, aun en sus mejores días, sólo posee una parte de los poderes asimiladores de un cuerpo?

Traducción: Julio Cortázar

ARTE. PINTURA. "Artistas de circo", de Lorenzo Aguirre (1884-1942)

CÓMIC ESPAÑOL. "El ángel de la retirada" (2010), de Paco Roca y Sergueï Dounovetz

La información procede de aquí.

El ángel de la retirada no sólo es una ficción, cuenta la historia de muchos españoles que tuvieron que exiliarse en varias ocasiones durante la historia reciente. Si España es ahora tierra de acogida, durante décadas fue tierra de exilio, por pobreza o por guerra. Los descendientes de todos esos españoles, a veces, sólo recuerdan España por su apellido. No se suele hablar de ellos; sin embargo, son muchos en el sur de Francia e intentan conservar sus costumbres, su cultura y su pasado y recordar por qué tuvieron que cruzar la frontera y cómo sucedió todo. La colonia española de Béziers es la más antigua de Francia, y se creó para defender los derechos de los españoles, a quienes Francia no recibió con flores. Alguien tenía que recordarlo.

PACO ROCA (Valencia, 1969) inició su carrera profesional en las revistas Kiss Comix y El Víbora, para la que dibuja la serie Road Cartoons. Entre sus monografías se pueden citar Gog, El Juego lúgubre, Las aventuras de Alexander Ícaro: hijos de la Alhambra y El Faro. La mayoría de sus obras han sido editadas también en Francia, Italia y Holanda. La obra galardonada con el 'Premio Nacional del Cómic', Arrugas, ha obtenido también el 'Premio Dolmen de la Crítica', el del Saló del Cómic de Barcelona a la mejor obra y al mejor guión y recientemente, ha obtenido el premio 'Salón de Lucca' (Italia).
SERGUEÏ DOUNOVETZ nace en 1959 en Ménilmontant. Ha cantado y tocado su Fender Mustang en el grupo de rock Les Maîtres Nageurs; ha escrito poemas, canciones, novelas y guiones, ha realizado cortometrajes, ha sido chófer, socorrista, roadie en giras de rock, tramoyista en el Lido (París) antes de publicar una veintena de novelas (policíaco, western urbano, fantástico, S.F, juvenil, cómics) con una predilección por la novela negra social y satírica. Sus mundos son amargos y desilusionados. Sus personajes, refractarios e inadecuados, se mueven con vivacidad y humor en un mundo que se está yendo inexorablemente al carajo. También dirige la colección 'Polar Rock', publicada por 'Mare Nostrum' y participa en reuniones y talleres de escritura en las escuelas.


A la venta el 23 de septiembre.

Rústica. 17 x 24 cm. 64 págs. Bitono. 13 €

PRENSA. 31 agosto 2010

En "El País":

1. Comer a la carta por prescripción médica. Reportaje de Isabel Landa. La nutrición ofrece cada vez más herramientas para tener buena salud, pero es pronto para medir su efecto - Mientras la ciencia avanza, la mejor es la dieta de siempre: poco, bueno y variado. Nutrición para prevenir enfermedades. Por Marta Cuervo.

2. Manhattan, la mezquita, la estrella y la cruz. Artículo de Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de Juan Ramón Azaola.

3. Barcelona, 1937: la segunda 'Semana Trágica'. Artículo del periodista y escritor Ricardo Lezcano.

4. El liberal, la progre y la prostituta. Artículo de Víctor Lapuente Giné, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia. ¿Hay que legalizar la práctica de las trabajadoras del sexo? Los datos señalan que eso contribuiría a que se violaran más derechos básicos de un mayor número de mujeres. Más eficaz resulta criminalizar al cliente.

5. Primavera en el otoño artístico. Reportaje de Francisco Calvo Serraller. Las dos grandes citas de la temporada se acercan a los genios del impresionismo - Renoir brillará en el Museo del Prado, y los jardines de ese periodo, en el Thyssen.

6. ¡Filósofo! Columna de Juan Cruz.

lunes, 30 de agosto de 2010

POESÍA. "Para un esteta", de José Hierro (1922-2002)

José Hierro

PARA UN ESTETA

Tú que hueles la flor de la bella palabra
acaso no comprendas las mías sin aroma.
Tú que buscas el agua que corre transparente
no has de beber mis aguas rojas.

Tú que sigues el vuelo de la belleza, acaso
nunca jamás pensaste cómo la muerte ronda
ni cómo vida y muerte -agua y fuego- hermanadas
van socavando nuestra roca.

Perfección de la vida que nos talla y dispone
para la perfección de la muerte remota.
Y lo demás, palabras, palabras y palabras,
¡ay, palabras maravillosas!

Tú que bebes el vino en la copa de plata
no sabes el camino de la fuente que brota
en la piedra. No sacias tu sed en su agua pura
con tus dos manos como copa.

Lo has olvidado todo porque lo sabes todo.
Te crees dueño, no hermano menor de cuanto nombras.
Y olvidas las raíces ("Mi Obra", dices), olvidas
que vida y muerte son tu obra.

No has venido a la tierra a poner diques y orden
en el maravilloso desorden de las cosas.
Has venido a nombrarlas, a comulgar con ellas
sin alzar vallas a su gloria.

Nada te pertenece. Todo es afluente, arroyo.
Sus aguas en tu cauce temporal desembocan.
Y hechos un solo río os vertéis en el mar,
"que es el morir", dicen las coplas.

No has venido a poner orden, dique. Has venido
a hacer moler la muela con tu agua transitoria.
Tu fin no está en ti mismo ("Mi Obra", dices), olvidas
que vida y muerte son tu obra.

Y que el cantar que hoy cantas será apagado un día
por la música de otras olas.

(De Quinta del 42 -1952-)

PRENSA CULTURAL. "Babelia". Los mejores cuentos del siglo XX: "Graffiti", de Julio Cortázar (por Guadalupe Nettel)

Guadalupe Nettel
En Babelia, suplemento cultural de "El País":

Graffiti (1981)
GUADALUPE NETTEL 21/08/2010

En este cuento, escrito en 1981, lejos de Argentina pero con Buenos Aires en el pensamiento, confluyen varias de las obsesiones del magnífico cuentista que es Cortázar (Bélgica, 1914-Francia, 1984): el amor encontrado a la vuelta de la esquina, casi por azar pero fatalmente; el juego como motor del mundo; los senderos sinuosos de la creación artística, la presencia inequívoca de la crueldad humana; la denuncia de la dictadura, la militancia política. Gracias a la segunda persona en clave porteña, la voz narrativa se torna íntima y adquiere la tesitura de un susurro que apremia. El ritmo del texto es veloz pero a la vez sigiloso y nos conduce, como en un auto sin frenos, a un final sorpresivo en el que se descubre la identidad de la enmascarada narradora. Un desplante de virtuosismo literario pero, además, poderosamente conmovedor.

CUENTO. "Graffiti", de Julio Cortázar (1914-1984)

Julio Cortázar
Graffiti
                 A Antoni Tàpies

Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote en seguida.
Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de qué lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo.
Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.
Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.
Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garage, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.
Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garage, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garage y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran.
Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.
Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto.
Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garage. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.
Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.

CORTOMETRAJE. CINE. "Graffiti" (cuento de Julio Cortázar)

Cortometraje inspirado en Graffiti, cuento de Julio Cortázar:


FOTOGRAFÍA SIGLO XX. Jacques-Henri Lartigue (1894-1986). "Mi prima Bichonnade. 40, Rue Cortambert, París, 1905".


Una antológica del fotógrafo francés en el CaixaForum de Barcelona, hasta el 3 de octubre.

PRENSA CULTURAL. CINE. "En el agujero negro del horror", por Jesús Mota. (Sobre "Psicosis", de Alfred Hitchcock)

En "El País":
En el agujero negro del horror

Cincuenta años después, 'Psicosis' muestra el camino que debería haber seguido el cine comercial para cautivar la atención del espectador. El abrumador dominio visual de Hitchcock no tiene herederos

JESÚS MOTA 28/08/2010

Psicosis (Psycho, 1960) es un agujero negro de alta densidad narrativa. Desde el momento en que la cámara entra (¿subrepticiamente?) por la ventana del pequeño apartamento en el que retozan Marion Crane (Janet Leigh armada con un sujetador acorazado) y Sam Loomis (John Gavin, con el torso desnudo; la comparación de atuendos entre Marion y Sam ya asombró al crítico Jean Douchet) el espectador queda invitado a ejercer como voyeur de acontecimientos hipnóticos. Pocos rechazan esa invitación y pocos se resisten a la inmersión plena en las imágenes. La fuerza de la atracción que arrastra al espectador procede de un vórtice endiablado: ha sido convocado como observador privilegiado, los magnificados detalles hiperrealistas (las gafas de sol del policía de carreteras, la cortina de lluvia sobre el automóvil de Marion, el motel trivial con la casa gótica de la colina) le obnubilan y se le conduce (o manipula) mediante señuelos, cebos y trampas. Psicosis esculpió para siempre la fama de embaucador (del espectador, se entiende) de su director.
"La lógica es aburrida", repetía Hitchcock a todo el que quería escucharle. Basta seguir su explicación de Psicosis (parcial, displicente) para caer en la cuenta de que su lógica es la de la manipulación, que sí resulta divertida. Para él desde luego y también para el espectador dispuesto a dejarse marear con provecho, de una trama de amores frustrados a otra de robos, a otra de psicopatología criminal, a otra de horror insondable, sintetizada en el lento plano final de aproximación a Norman Bates, devorado por la conciencia dominante de la madre muerta. Esto es parte de lo que dice de Psicosis a François Truffaut (El cine según Hitchcock): "La construcción de esta película es muy interesante y es mi experiencia más apasionante como juego con el público. Con Psicosis dirigía a los espectadores igual que si tocara el órgano". Nunca una baladronada fue tan literal. Después del arranque, Marion Crane roba 40.000 dólares a un cliente millonario de su oficina, repulsivo en su simpatía de patán; huye con ellos agobiada por el peso de la culpa (y, con ella, el espectador) y acaba en el motel Bates. Allí es asesinada dentro de la ducha por una figura femenina o feminoide, una secuencia justamente considerada como una de las mejores de la historia del cine (y también la más analizada: el rodaje del asesinato duró seis días, se emplearon 70 posiciones de cámara para obtener 45 segundos de película, el cuchillo nunca toca el cuerpo de la asesinada, etcétera); Norman Bates aparece, limpia los rastros del crimen (una secuencia no tan valorada, pero tan brillante como la del crimen) y hunde el coche de Marion, con el cadáver dentro, en una ciénaga cercana. Fin de la primera parte.
La densidad del primer acto procede de la obsesiva atención a los detalles y al brillante ejercicio del montaje. Hitchcock montaba la película en la cabeza, con al menos cinco opciones por secuencia, pero dominaba con distraído virtuosismo la puesta en escena clásica. También era un ferviente partidario de las teorías del director soviético Lev Kulechov; sostenía que era deseable y posible conferir sentido a un filme solo con el montaje. Cortar y pegar. Y con el montaje de los venenosos e interesados detalles atrapa la mirada del espectador y la hunde en la incertidumbre y el miedo. El primer detalle es el extraño rótulo inicial (Phoenix, tres menos diecisiete minutos p.m.) que acompaña a la cámara hasta la sórdida habitación donde acaban de retozar Marion y Sam. "La indicación de la hora -explica un burlón Hitchcock a Truffaut- sugiere que se priva de almorzar para hacer el amor". Inmediatamente clava el cebo en la retina del espectador-mirón: Marion guarda los 40.000 dólares robados en un sobre blanco. Este sobre será el sedal con el que que Hitchcock va arrastrando al espectador hasta el horror del Bates Motel. Igual que el vaso de leche que lleva Cary Grant a Joan Fontaine en Sospecha, el sobre blanco es irresistible para el voyeur. Lo esconde en el bolso, lo oculta cuando un amenazador policía (a sir Alfred no le gustaban los policías) la sorprende durmiendo en el coche en el que huye con el dinero, lo saca nerviosa para pagar el nuevo coche, lo envuelve cuidadosamente en un periódico, a guisa de camuflaje, después de que decide volver a Phoenix y devolver el dinero. Pero toda acción honrada merece un castigo, en este caso con la muerte. El episodio Marion se acaba simbólicamente cuando Norman, después de una rápida y eficiente limpieza del escenario del crimen, repara en el periódico doblado con el dinero entre sus pliegues, lo recoge rápidamente y lo introduce en el coche que será tragado por el pantano.
El primer acto tiene textura de sueño; el segundo se adorna de racionalidad impostada, siempre bajo el peso de la casa de la colina que atrae las miradas de los personajes. La hermana de Marion, Lila Crane (Vera Miles, tan hiperactiva y dominante como con John Ford), quiere saber qué le ha pasado a su hermana. Acude a la tienda de Sam Loomis y ambos se cruzan con el detective Milton Arbogast (Martin Balsam), que investiga la desaparición de los 40.000 dólares. La casa totémica de la colina (el subconsciente en el sótano habitado por la madre muerta, el superyo en la primera planta, donde Norman finge que la señora Bates vive y se traviste en ella) todavía engendrará otro asesinato en una secuencia que confirma la avasalladora capacidad de Hitchcock para la manipulación. Arbogast invade la casa, sube lentamente por la escalera; la cámara le acompaña por delante, en un contrapicado ajustado a la pendiente de las escaleras. De repente, la cámara se sitúa en el ángulo superior del rellano en el que acaba la escalera; de la puerta de la habitación surge como un rayo la figura feminoide y apuñala con saña al sorprendido Arbogast, que se encuentra ya en el último escalón. El detective cae hacia atrás, hacia la muerte. Se sabe que la secuencia, terrible y estridente, más por el braceo angustioso del detective que por la chirriante música diegética de Bernard Herrmann, fue rodada inicialmente por Saul Bass. Cuando Hitchcock vio el copión, ordenó repetirla cambiando la posición de la cámara. En la versión de Bass, la cámara acompañaba a Arbogast por detrás; Hitchcock explicó brevemente el cambio trascendental: "Tal como la rodó Saul, parecía que la amenaza era Arbogast; nosotros [nótese la simbiosis mayestática de Hitchcock más el público al que dirige y con el que se identifica] queríamos señalar que la amenaza estaba al final de la escalera".
Hitchcock era un prestidigitador, pero no hacía trampas. Psicosis es un ejercicio consciente de manipulación, casi un engaño visual fabricado en un laboratorio; pero los detalles obsesivos no engañan. Funcionan como un contrapunto a la urdimbre semionírica del filme e informan al espectador de la auténtica naturaleza del terror oculto en la casa: ¿no es sospechosa la rapidez con que aparece Norman o la eficiencia con que limpia la escena del crimen?, ¿qué significa esa sonrisa ensimismada mientras contempla la inmersión del automóvil con el cadáver de Marion y el dinero? Norman se contonea ostensiblemente mientras se aproxima a la escalera, revelando así su naturaleza femenina; Norman y Marion sostienen una conversación crucial, que irónicamente convencerá a la ladrona de que debe volver a Phoenix y hacer frente a su delito, bajo la mirada muerta de los pájaros disecados; Hitchcock pasea la cámara por la habitación vacía de la señora Bates, un mundo sórdido, pero cuidado como una estampa de época, y araña la vista del espectador con el hueco ominoso que deja la señora Bates en la cama para sugerir el peso de su ausencia, más que el de su criminal presencia; o el mirón Norman atisbando el baño de Marion, mediando entre el mirón espectador y la chica que va a ser asesinada.
Cierto, la explicación del doctor Richmond sobre la esquizofrenia de Norman y el dominio asfixiante de la personalidad materna, está forzada hasta el didactismo de manual. Pero también es un truco de profesional; la pedagogía académica queda en ridículo, fácilmente arruinada, por el terror de la mirada muerta de Norman, envuelto en una manta, que se declara incapaz de matar una mosca.

PRENSA. 30 agosto 2010

En "El País":

1. Más clases para los primeros de la clase. Reportaje de Carmen Morán. Educación ultima un plan para reunir a los alumnos con mejores notas fuera del horario escolar para potenciar sus conocimientos - ¿Se quedarán fuera chicos brillantes pero sin recursos?

2. Los meteoritos golpearon dos veces a los dinosaurios. Por E. de B. Un cráter en Ucrania muestra que hubo varios impactos antes de la extinción de los animales del Cretácico.

3. La paella pasada al gusto chino. Reportaje de José Reinoso. Hoy se celebra en la Expo de Shanghai el día de España - El pabellón de acero y mimbre diseñado por Benedetta Tagliabue ha recibido ya cinco millones de visitas.

4. La loca de la columna. Por Luz Sánchez-Mellado, dentro de su sección "Estereotipas".

domingo, 29 de agosto de 2010

POESÍA. "De Eurídice a Orfeo", de Ebba Lindqvist

Orfeo y Eurídice, de Joseph Paelinck (1818)

DE EURÍDICE A ORFEO
¿Quién dijo que te seguiría, Orfeus?
¿Por qué tan seguro estabas que has venido aquí
a buscarme y que te seguiría paso a paso de regreso?
Bello fue nuestro amor, eso nunca podré negarlo.
Mas nada hay en la vida que ya pueda tentarme.
También allá arriba, en el país del sol, llegan
las sombras heladas trepando la montaña.
Lo sé.
Lo recuerdo y nadie
como yo sintió el hielo de tu corazón.
El sol tiene manchas negras.
Eros tienes alas negras.
En la oscuridad de la noche ya oía, en la tierra,
el ladrido de los perros del Hades.
No creas que me importa,
aunque no resistías,
aunque te dabas vuelta. Oh, nadie
como yo conocía tu debilidad. Muerto
de cansancio regresabas siempre, siempre a mí
de fiestas y marchas triunfales,
y arrojabas al suelo la lira y te sumergías en mi regazo
para olvidar bacanales y canciones. Y yo,
tu amada, sola.
Ninguna canción para mí. Ningún viaje al sol.
Ni el viaje alado de los pájaros. Cansado
a casa llegaba Orfeus.
No creas que me importa, pues yo elegí el Hades.
No fue la serpiente. Fui yo quien eligió la serpiente.
La vi en el prado entre las flores.
Deseaba el veneno.
Ahora en el país de las sombras digo no a la vida.
La vida puesta en el muro exige una réplica,
pues la vida tiene palabras de afiladas puntas
que atraviesan el corazón.
La sangre gotea silenciosa, tan silenciosa,
que no se nota cómo gotea.
Y sin embargo una y otra vez diré lo mismo, Orfeus:
bello fue nuestro amor, y nunca
podrá negarse. Mas no fue por eso
que te seguí temblorosa y pálida.
Cansada y vacilante seguía la lira y la canción.
La canción al sol y los vientos.
La canción al mar y las olas.
La canción a los placeres de la tierra en el tiempo en que florecen las amapolas.
La canción a todo lo que la tierra da, pero aún más:
a todo aquello que nos niega. Aquello que está lejos de la tierra,
aquello que está lejos del corazón de la gente y lejos del amor.
La canción a lo que es más bello que la vida.
La canción que es mucho más que el amor y la muerte.
La canción que es mucho más que la canción.
Oh, pronto todas las cosas desaparecerán de la tierra,
y todo olvidaré, mas la canción nunca.
Porque fue esa la única vez que tocaste para mí sola.
Sola una vez he vivido mi vida en la tierra. Oh,
la tierra con todo agrado doy a los que son más fuertes para vivir.
Pero
¿quién dijo que yo te seguiría, Orfeus?
Ya nada puede en la vida atraerme
ni añoro el regreso.

(Traducción de Harold Durand)
FUENTE

PRENSA CULTURAL. "Babelia". Los mejores cuentos del siglo XX: "El álbum", de Medardo Fraile (por Hipólito G. Navarro)

Hipólito G. Navarro
El álbum (1959)
HIPÓLITO G. NAVARRO 21/08/2010

Lo descubrí en 1979 en una antología junto a una docena de piezas magistrales, entre ellas, La migala, de Arreola, y Axolotl, de Julio Cortázar. No era mala compañía la suya. El cuento de Medardo Fraile (España, 1925) me fascinó tanto como los otros. En El álbum está concentrada la esencia del género, las inmensas posibilidades del relato para contar el universo entero en apenas dos páginas; toda una lección de educación y de economía para cualquier cuentista que se precie. Relata el noviazgo de una humilde pareja que llena sus tardes admirando el álbum que el novio había logrado completar cuando era niño. Las maravillosas estampas de las chocolatinas que les regalan el mundo les roban a la vez el amor, su porvenir juntos...

CUENTO. "El álbum", de Medardo Fraile (Madrid, 1925)

Medardo Fraile
El álbum
Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.
-¿Qué van a tomar?
-Café con leche. ¿Y tú?
-Lo mismo.
En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil.
Sus compañeros de colegio -él lo recordaba- habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda su vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello les fuera su felicidad, el sí o el no.
-No: hoy "Las Mariposas", no -decía ella con tremendo gozo-. Hemos visto ya "Los Grandes Inventos".
Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de "Las Mariposas", ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él -el novio- tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de "Las Aves Domésticas" proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: "Mejor, blanco", insinuaba él. "No, tiene que ser naranja", decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro. En "Las Aves Exóticas" pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y "confetti". En "Flores para Regalo" él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a "Animales Prehistóricos", tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo "Los Animales Prehistóricos", pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de"Las Piedras Preciosas". Ante "Las Piedras Preciosas" él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En "Las Algas" enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con "La Evolución del Automóvil" lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con "Las Fieras" se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con "La Fauna del Mar" cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a "Las Frutas", ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara como Adán.
Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días -sobre todo el último- a que él dijera: "El álbum para ti, te lo regalo." Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le habría devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella -que se había enamorado de aquel álbum- le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.

PRENSA. "Hacia dónde va la derecha italiana", por Massimo La Torre

En "El País":
Hacia dónde va la derecha italiana

En torno a Berlusconi se aúnan el crucifijo en los colegios y la pornografía de Villa Certosa, el culto a Padre Pío y los festines de Palazzo Grazioli. El altar y el trono, una vez más. Pueden ser, como siempre, católicos y putañeros

MASSIMO LA TORRE 28/07/2010

Podría afirmarse que la suerte de una nación es directamente proporcional a las cualidades y las virtudes de su derecha política. Historias y destinos muy diferentes, el partido de Churchill o la pandilla de Von Papen, se aúnan bajo un mismo nombre. Desde este punto de vista, Italia, una vez agotada la etapa de la "derecha histórica", en el periodo de la unificación, nunca ha sido demasiado afortunada. Después de Minghetti vinieron los Sonnino y los Salandra, y, por último, la catástrofe del fascismo. Llegó más tarde la Democracia Cristiana (DC) y la derecha, con pocas excepciones (más o menos encomiables), se refugió cómodamente allí. Pero aquel era un partido de partidos, de ambiciones fuertes y "católicas" (universales); los espíritus animales que habían sobrevivido a la descomposición del fascismo estaban en cierto modo como aprisionados en ella. La DC no puede resumirse únicamente como un partido de derechas, pese a haberlo sido en buena medida. Poseía cierto ethos (¡qué amargo resulta decirlo hoy!) que ocultaba y digería esos espíritus malvados.
Con la decadencia de la DC, y de los demás partidos históricos de centroderecha y centroizquierda, las rigideces ideológicas y los vínculos de la tradición saltan completamente por los aires de un día para otro. Triunfan las tripas y con ellas los espíritus animales que reafirman su fuerza. Los vicios y los pecados, la envidia, la rabia, la codicia, la vanidad, la lujuria tienen como aliados la carne y la sangre, y las virtudes parecen exangües para hacerles frente. De nuevo se sueña y se exige una revancha. Tanta ha sido la humillación que ha llegado la hora de subyugar y prevaricar a cara descubierta. ¡Ya basta!, y se llama a la movilización. Berlusconi es expresión de todo ello y de mucho más.
Forman este "renacimiento" de la derecha italiana cuatro fuerzas que se manifiestan, se coagulan y se ponen de acuerdo ante las cenizas humeantes de la DC.
Tenemos a los posfascistas, una parte no desdeñable de la cultura política italiana, especialmente en el Sur. Por fin han pagado "su tributo" y pueden dejar de avergonzarse de su pasado. Así, a alguien con el apellido Mussolini le resulta posible ahora exhibirlo como una bandera y construir sobre él una carrera política.
Tenemos también a los defensores de la "supremacía" septentrional, concentrados en la región del Véneto, famélicos en otros tiempos y aldeanos enriquecidos ahora, que se miran el ombligo y les parece hermosísimo. Una vez desaparecido el hambre que los impulsaba a emigrar, el racismo que ha sobrevivido a las banderas rojas y blancas se realimenta de su propio éxito económico. El egoísmo, residuo posmoderno del hambre atávica, se vuelve particular, regional: y nace la utopía negativa de Padania.
Además está la Iglesia, o, mejor dicho, el catolicismo antimodernista. En los años ochenta recobra nuevos bríos la idea, bastante antigua en realidad, de un catolicismo populista, capaz de movilizar a las masas. La Iglesia se alía con la televisión, vuelve a mostrarse carismática y la concurrencia a sus actos es multitudinaria. Este clima resulta favorable para el catolicismo antiliberal italiano, que logró sobrevivir al Concilio Vaticano II, bien protegido durante décadas por sectores de la DC. Ahora, esta corriente se manifiesta sin escrúpulos ni complejos. Para ellos, "evangelizar" significa sentarse en las mesas donde se decide lo fundamental. Lo importante es la "hegemonía", y esta se obtiene una vez más vinculando con una "colocación" a una masa de nuevos clientes. Hasta puede llegar a sentarse con el diablo para negociar si ello les permite sabotear la ley del aborto, impedir la legalización de las convivencias de hecho, colgar crucifijos a voluntad en las instalaciones públicas, invalidar el testamento biológico.
Y es en verdad el diablo, o mejor dicho el gran Líder, ese que la derecha lleva 50 años esperando, el que está en el candelero. Es más, se ha convertido en el amo, y domina sin oposición la escena. Porque la escena es suya, literalmente de su propiedad. Las fantasías de los italianos han sido alimentadas de televisión y esta es suya, en buena medida. Le fue dada por un contrato de comodato, para que la administrara por cuenta de Craxi. Pero cuando este político tuvo que huir a Hammamet, no quedó nadie al que rendir cuentas. La soberanía del gran vendedor se recompone y puede desplegarse a pleno título. Y la derecha italiana, incluso esa que se jacta de ser "liberal", e incluso "laica" en ocasiones, se deleita en adorarlo con la boca abierta y le ofrece su propio destino.
El trono y el altar, una vez más. Se puede ser, una vez más, putañeros, y buenos católicos. Como en los viejos tiempos. Esa es la derecha italiana.
La mezcla es explosiva. Se suma y se agita la nostalgia fascista con los fantasmas étnicos de la Liga, la obsesión por los culos (las velinas...) y por la virilidad del Jefe con la defensa del embrión como "persona". Se aúnan el crucifijo en los colegios y la pornografía de Villa Certosa, el culto a Padre Pío y los festines en el Palazzo Grazioli, residencia romana de Berlusconi.
Hay para todos, tanto para la satisfacción del pequeño burgués como para la de la plebe a la que ha sido degradado el orgulloso proletariado de una época gloriosa. Existe solo un pequeño problema: hay leyes, jueces y esa maldita Constitución "soviética" de 1948. Una antigualla.
Esta derecha, con todo, gana una y otra vez, si bien gracias al Cavaliere y a sus televisiones (es decir, todas). Esta derecha sabe que el artífice de su resurrección es él y no puede prescindir de su figura, que conserva en todo caso con entusiasmo y con provecho (que si un reloj, que si un ministerio, que si un escaño europeo, que si numerosas contratas...). Eso es lo que mantiene unidos al posfascismo, al "etnicismo" egoísta y racista, al catolicismo antimodernista y a un hipócrita laicismo de mera fachada, fundado en la exaltación anacrónica y acrítica de la "sociedad abierta" (es decir, de la apertura, o más bien de la rendición a los privilegios de los poderes fuertes y del capital sin control alguno). En este inverosímil y, sin embargo, eficaz paradigma, Hayek y la "escuela austriaca" se dan la mano con Mussolini y el padre Giussani, fundador de Comunión y Liberación. Esa imposible soldadura se produce en el Palazzo Grazioli (significativamente situado justo al lado de Palazzo Venezia, la antigua residencia del Duce).
Y es en el Palazzo Grazioli donde está la "pasta", el "dinero de verdad", donde está la pompa y la feria de las vanidades, y desde donde se controla la prensa y la televisión. Sin los "esbirros" mediáticos de Pantaleón, sus aliados, las otras piezas de esta derecha, se verían obligados a penar otra vez en busca de algún hueso que roer, y no es difícil prever que volverían a pelearse. Es el cuerpo retocado y místico del Cavaliere el Santo Grial de esta derecha. Esta va dónde va Él, y dado que Él -como todos- va hacia su final, y al no soportarlo como algo que no casa con su soberanía, intentará el todo por el todo, el "salto mortal", la última fiesta, la fiesta de la noche de la República. En otras palabras, la reforma de la Constitución.
Algo que está siendo lúgubremente preparado por la ruptura de la convivencia civil que tan tenazmente persigue la Liga. El movimiento de la Liga, con su carencia de empatía hacia lo ajeno y lo distinto, representa la fase terminal del berlusconismo.
Ese hermoso país que es Italia va a ser demolido finalmente, y se saca brillo a las cargas colocadas bajo los puentes de la solidaridad nacional. Se mata el placer de la conversación con el vecino y el desconocido que tan característico es de nuestra condición de italianos. Con ellos se cae en una auténtica descristianización del país; se cae en la "cristofobia", pues ya no hay piedad para los "pobres infelices".
La Liga y Berlusconi nos transforman a todos en sargentos; la tropa son los demás, gentes de piel oscura y de velo en la cabeza. Se les maltrata, se les humilla, se les expulsa. Pero con ellos se expulsa y se humilla esa italianidad de la que tan orgullosos seguíamos estando, hecha de sentido del humor (aunque las "camisas verdes" de la Liga hace tiempo que la han ofuscado), de simpatía por el desgraciado, de un relato de nosotros mismos en el que destacaba, en posición central, un episodio de inmigración y de miseria.

Massimo La Torre es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Catanzaro, Italia. Traducción de Carlos Gumpert.

CÓMIC ESPAÑOL. "El Gran Pulgarcito" (1970): chistes

LITERATURA ADAPTADA AL CÓMIC. ILUSTRACIONES. PORTADAS (y 8)

Las ilustraciones de esta entrada y anteriores proceden de aquí. (Fueron realizadas por distintos autores entre 1941 y 1961)