domingo, 13 de diciembre de 2009

PRENSA. "Hombres y mujeres", artículo de Elvira Lindo



En el suplemento Domingo, de "El País":

Hombres y mujeres
Algunas veces, cuando era niña, deseé ser un chico. Ese deseo no estaba provocado por el viejo complejo freudiano de la falta de pene, sino por querer ser tratada como eran tratados los chicos. Envidiaba la libertad que les era concedida, las normas menos rígidas que se establecían para ellos, el que se vieran libres de obligaciones domésticas y la condescendencia con que las madres contemplaban sus defectos. A menudo pensé que quería ser chico; luego descubrí, con los años, que lo que quería era tener sus mismos derechos y haber sido reforzada con el mismo nivel de autoestima. Hay niños que poseen un talento innato para las matemáticas, para el deporte o las manualidades; yo, desde chica (y no hago épica del pasado), desarrollé un sentido implacable de la igualdad y de la justicia: no tenía ninguna tolerancia a ser ninguneada. Así sigo: no quiero ser tratada ni con ese paternalismo que infantiliza a las mujeres hasta que se caen de viejas ni con ese plus de desprecio que suelen contener las críticas que soportamos en ocasiones las mujeres públicas. De la misma forma que yo me sentía incómoda en mi papel de niña de aquella España rancia, había niños a los que el exceso de hombría que se les exigía también les venía grande. Ese tipo de hombre se ha adaptado con mucha más alegría a este tiempo presente; es un tipo de hombre que escucha a las mujeres y detesta las típicas complicidades entre machirulos. Ellos, nosotras, aquellos a los que no nos gustaba el mundo segregado de nuestra infancia (niñas por aquí, niños por allá) estamos disfrutando de este otro mundo en el que es posible la complicidad entre sexos. Por supuesto, hay que elegir con tiento y también hay que educar con tiento, porque las madres eran las primeras que contribuían en gran medida a la exaltación de unos valores masculinos muy discutibles. Detesto de tal manera la segregación que me gustaría que hombres y mujeres pudiéramos hablar de estos asuntos sin colocarnos de inmediato en la vanguardia de nuestro grupo. Leí, cómo no, el ya famosísimo artículo de Enrique Lynch, el cual podría pedir derechos de autor por un nuevo verbo, lynchar, que vendría a significar el derecho a poner un esparadrapo en la boca de quien no piensa como nosotros, como pretendían algunas lectoras. Lo más llamativo del artículo fue el hecho de que mezclara algo tan sensible como la violencia machista (un delito) con determinadas inercias machistas o misóginas contra las que tenemos que luchar las mujeres a diario. Pero había algo que no se ha destacado en la pieza de Lynch que curiosamente se repetía en algunas de las cartas de indignación de las lectoras: la aceptación de un mundo dividido en dos. Aquí estamos las mujeres y allí ellos. Nosotras somos las justas, ellos los verdugos, y a la inversa, ellas militan en el revanchismo feminista y nosotros somos las víctimas de esta nueva ola amenazante. Me niego a aceptar estas reglas de juego, entre otras cosas, porque no responden a la realidad: la mayoría de los hombres que conozco detestan la violencia, la inmensa mayoría de los hombres no han levantado nunca la mano contra una mujer, son muchos los varones jóvenes que jamás han vejado a una compañera, es una anormalidad social el que haya hombres que violen a sus hijas; por tanto, ¿por qué no incluir de manera natural el rechazo masculino al nuestro? ¿Por qué no jugar en el mismo equipo? Todo esto vino por una campaña contra la violencia de género, "ninguna mujer será menos que yo". A mí no me suelen satisfacer las campañas sobre asuntos sociales. Primero, me cansa ver las mismas caras de famosos saltando de una campaña a otra: un día contra el hambre y al día siguiente contra la violencia doméstica. No sé cómo a nadie se le ocurre algo más sólido: un filósofo, una abogada, una escritora, un científico, personas que aporten un grado de excelencia a su mensaje, que no repitan lemas, que tengan autoridad para inventar su frase. Tampoco me suenan bien los eslóganes. No son sutiles. Una cosa es la violencia física y psíquica, algo tan real como el estrés postraumático, y otra las relaciones de poder que se establecen entre las parejas y que responden al ámbito soberano de la vida privada. ¿Quién manda a quién en su pareja? Buf, depende. Intente usted contestar a esta pregunta. Cuántas mujeres mayores se han impuesto en la vejez a sus autoritarios maridos. Yo quiero creer que los hombres, los mejores, aquellos que no se sentían a gusto con ese papel de hombrecitos de la casa que solían concederles las madres, disfrutan a diario de que las mujeres caminemos a su lado. Mi querido Chéjov, acusado, por cierto, injustamente de misoginia (¡lo ciegos que pueden ser los críticos!), escribió a su hermano: "Recuerda: fue el despotismo y la mentira lo que arruinó la juventud de nuestra madre. El despotismo mutiló de tal manera nuestra niñez que es enfermizo y aterrador pensar en eso. Recuerda el horror y el disgusto que nosotros sentíamos aquellas veces en que padre montaba un follón en la cena porque la sopa tenía demasiada sal y le gritaba a madre que era idiota. No hay manera de que padre pueda perdonarse a sí mismo ahora por todo aquello". Lo escribió hace más de un siglo: ya existían entonces hombres que estaban a nuestro lado.

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