jueves, 24 de diciembre de 2009

LECTURA. "Cándido", de Voltaire (14)



Capítulo XVII
Llegada de Cándido con su sirviente a El Dorado y lo que vieron allí.

Cuando estuvieron en la frontera de los orejones, dijo Cacambo a Cándido:
-Ya ve usted, que este hemisferio vale tan poco como el otro; créame, y volvámonos a Europa por el camino más corto.
-¿Cómo volver -respondió Cándido-, y adónde ir? Si me vuelvo a mi país, los ávaros y los búlgaros arrasan todo a sangre y fuego; si a Portugal, me queman; si nos quedamos en este país, correremos peligro de que nos asen vivos. Y, ¿cómo abandonar esta parte del mundo donde habita Cunegunda?
-Encaminémonos a Cayena -dijo Cacambo-; allí encontraremos franceses que andan por todo el mundo y que podrán auxiliarnos. Acaso Dios tenga misericordia de nosotros.
No era fácil ir a Cayena; bien sabían, poco más o menos, hacia qué parte se habían de dirigir; pero las montañas, los ríos, los precipicios, los salteadores y los salvajes eran obstáculos terribles. Los caballos se murieron de cansancio, las provisiones se acabaron y Cándido y Cacambo se mantuvieron por espacio de un mes con frutas silvestres. Por fin, llegaron a orillas de un riachuelo poblado de cocoteros, que les conservaron la vida y la esperanza. Cacambo, que era de tan buen consejo como la vieja, dijo a Cándido:
-Ya no podemos ir más tiempo a pie, mucho hemos andado; una canoa vacía estoy viendo a la orilla del río, llenémosla de cocos, metámonos dentro y dejémonos llevar de la corriente; un río va a parar siempre a algún lugar habitado, y, si no vemos cosas gratas, por lo menos veremos cosas nuevas.
-Vamos allá -dijo Cándido- y encomendémonos a la Providencia.
Navegaron por espacio de algunas leguas entre riberas, unas veces amenas, otras áridas, aquí llanas y allá escarpadas. El río iba continuamente ensanchando, y al cabo se perdió bajo una bóveda de atroces peñascos que casi llegaban al río. Tuvieron ambos caminantes la osadía de dejarse arrastrar por las olas debajo de esta bóveda, y el río, que en ese sitio se estrechaba, los llevó con horroroso estrépito y nunca vista velocidad. Al cabo de veinticuatro horas vieron de nuevo la luz; pero la canoa se hizo añicos en los escollos y tuvieron que andar a gatas de uno en otro peñasco una legua entera; finalmente avistaron un inmenso horizonte cercado de inaccesibles montañas. Todo el país estaba cultivado, no menos para recrear el gusto que para satisfacer las necesidades; en todas partes lo útil se unía con lo agradable; se veían los caminos reales cubiertos, o mejor dicho, ornados de carruajes de forma elegante y de luciente material, llevando mujeres y hombres de peregrina hermosura, y tirados rápidamente por grandes carneros encarnados, más ligeros que los mejores caballos de Andalucía, Tetuán y Mequinez.
-Mejor tierra es ésta -dijo Cándido- que la Westfalia-; y se apeó con Cacambo en el primer pueblo que halló.
Algunos muchachos de la aldea, vestidos de tisú de oro hecho pedazos, estaban jugando al tejo a la entrada del lugar; nuestros dos hombres del viejo mundo se divertían en mirarlos. Eran los tejos unas piezas redondas muy anchas, amarillas, encarnadas y verdes, que lanzaban brillo singular: cogieron algunas y eran oro, esmeraldas, rubíes, de tanto valor, que el de menos precio hubiera sido la más rica joya del trono del Gran Mongol.
-Estos muchachos -dijo Cacambo- son sin duda los hijos del rey que están jugando al tejo.
En esto se asomó el maestro de primeras letras del lugar, y dijo a los muchachos que ya era hora de entrar en la escuela.
-Ése es -dijo Cándido- el preceptor de la familia real.
Los chicos del lugar abandonaron al punto el juego, y tiraron los tejos y cuanto para divertirse les había servido. Los cogió Cándido, y, acercándose a todo correr al preceptor, se los presentó con mucha humildad, diciéndole por señas que sus Altezas Reales se habían dejado olvidado aquel oro y aquellas piedras preciosas. Se echó a reír el maestro, y los tiró al suelo; miró luego atentamente a Cándido, y siguió su camino.
Los caminantes se dieron prisa en coger el oro, los rubíes y las esmeraldas.
-¿Dónde estamos? -decía Cándido-; es necesario que los hijos del rey de este país hayan sido bien educados, pues les enseñan a no hacer caso del oro ni de las piedras preciosas.
No estaba Cacambo menos atónito que Cándido. Al fin llegaron a la primera casa del lugar, construida como un palacio de Europa; a la puerta había agolpada una muchedumbre de gente; de dentro se oía resonar una música melodiosa, y se respiraba un delicioso olor de manjares. Se arrimó Cacambo a la puerta y oyó hablar peruano, que era su lengua materna, pues ya sabe todo el mundo que Cacambo había nacido en Tucumán, en un pueblo donde no se conoce otro idioma.
-Yo le serviré a usted de intérprete -dijo a Cándido-; entremos, que éste es un mesón.
Al punto, dos mozos y dos criadas del mesón, vestidos de tela de oro, y los cabellos prendidos con lazos de seda, los convidaron a que se sentaran a la mesa. Sirvieron en ella cuatro sopas con dos papagayos cada una, un cóndor cocido que pesaba doscientas libras, dos monos asados, de un sabor muy delicado, trescientos picaflores en un plato, y seiscientos pájaros-moscas en otro, exquisitas frutas y pastelería deliciosa, todo en platos de cristal de roca; los mozos y sirvientas del mesón escanciaban varios licores hechos con caña de azúcar.
Casi todos los comensales eran mercaderes y cocheros, de una imponderable urbanidad, que con la discreción más circunspecta hicieron a Cacambo algunas preguntas y respondieron a las de éste, dejándolo muy satisfecho con sus respuestas. Cuando se acabó la comida, Cacambo y Cándido creyeron que pagaban muy bien el gasto tirando en la mesa dos de aquellas grandes piezas de oro que habían cogido; pero soltaron la carcajada el huésped y la huéspeda, y no pudieron durante largo rato contener la risa: al fin se serenaron y el huésped les dijo:
-Bien vemos, señores, que son ustedes extranjeros; y, como no estamos acostumbrados a ver ninguno, ustedes perdonen si nos hemos echado a reír cuando nos han querido pagar con las piedras de nuestros caminos reales. Sin duda usted no tiene moneda del país; pero tampoco se necesita para comer aquí, porque todas las posadas, establecidas para comodidad del comercio, las paga el gobierno. Aquí han comido ustedes mal, porque están en una pobre aldea; pero en las demás partes los recibirán como se merecen.
Explicaba Cacambo a Cándido todo cuanto decía el huésped, y lo escuchaba Cándido con tanto asombro y maravilla como Cacambo ponía en hablarle. ¿Qué país es éste, decían ambos, ignorado por los otros de la tierra, donde la naturaleza difiere tanto de la nuestra?
-Probablemente es el país donde todo está bien -añadía Cándido- que alguno ha de haber de esa especie; y, diga lo que quiera mi maestro Pangloss, muchas veces he advertido que todo andaba bastante mal en Westfalia.

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