domingo, 13 de diciembre de 2009

LECTURA. "Cándido", de Voltaire (11)




Capítulo XIV
De cómo recibieron a Cándido y a Cacambo los jesuitas del Paraguay
Cándido había traído consigo de Cádiz un criado, como se encuentran muchos en los puertos de mar de España. Era un cuarterón, hijo de un mestizo de Tucumán, y había sido monaguillo, sacristán, marinero, monje, comisionista, soldado, lacayo. Se llamaba Cacambo y quería mucho a su amo, porque su amo era muy bueno. Ensilló en un abrir y cerrar de ojos los dos caballos andaluces, y dijo a Cándido:
-Vamos, señor, sigamos el consejo de la vieja y echemos a correr sin mirar siquiera hacia atrás.
Cándido lloraba:
-¡Oh, mi amada Cunegunda! ¿Conque es fuerza que te abandone cuando iba el señor gobernador a ser padrino de nuestras bodas? ¿Qué será de mi Cunegunda, que traje de tan lejos?
-Será lo que Dios quiera -dijo Cacambo-: las mujeres para todo encuentran salida; Dios las proteja, vámonos.
-¿Adónde me llevas? ¿Adónde vamos? ¿Qué nos haremos sin Cunegunda? -decía Cándido.
-Voto a Santiago de Compostela -replicó Cacambo-; usted venía con ánimo de pelear contra los jesuitas, pues vamos a pelear en su favor. Yo sé el camino y le llevaré a usted a su reino; y tendrán mucha complacencia en poseer un capitán que hace el ejercicio a la búlgara. Usted hará una fortuna prodigiosa; que cuando no tiene uno lo que ha menester en un mundo, lo busca en el otro, y es gran satisfacción ver y hacer cosas nuevas.
-¿Conque tú ya has estado en el Paraguay? -le preguntó Cándido.
-Por cierto -replicó Cacambo-; he sido fámulo en el colegio de la Asunción y conozco el reino de los padres lo mismo que las calles de Cádiz. Es un reino admirable. Ya tiene más de trescientas leguas de diámetro, y se divide en treinta provincias. Los padres son dueños de todo y los pueblos no tienen nada; es la obra maestra de la razón y la justicia. No sé de nada más divino que esos padres, que aquí hacen la guerra a los reyes de España y Portugal y los confiesan en Europa; aquí matan a los españoles y en Madrid les abren el cielo; vaya, es cosa que me encanta. Vamos aprisa, que va usted a ser el más afortunado de los hombres. ¡Qué gusto para los padres cuando sepan que les llega un capitán que sabe el ejercicio búlgaro!
Así que llegaron a la primera barrera, dijo Cacambo a la guardia avanzada que un capitán quería hablar con el señor comandante. Avisaron a la gran guardia y un oficial paraguayo fue corriendo a echarse a los pies del comandante para darle parte de esta nueva. Desarmaron primero a Cándido y a Cacambo, y les cogieron sus caballos andaluces; los introdujeron luego entre dos filas de soldados, al cabo de los cuales estaba el comandante, con su tricornio, la espada ceñida, la sotana remangada, y una alabarda en la mano: hizo una seña y al punto veinticuatro soldados rodearon a los recién venidos. Les dijo un sargento que esperasen, porque no les podía hablar el comandante, habiendo mandado el padre provincial que ningún español abriera la boca como no fuese en su presencia, ni se detuviera arriba de tres horas en el país.
-¿Y dónde está el reverendo padre provincial? -dijo Cacambo.
-En la parada, desde que dijo misa, y no podrán ustedes besarle las espuelas hasta de aquí a tres horas.
-Pero el señor capitán, que se está muriendo de hambre lo mismo que yo -dijo Cacambo-, no es español: es alemán, y me parece que podríamos almorzar mientras llega Su Ilustrísima.
En el acto fue el sargento a dar cuenta al comandante.
-Bendito sea Dios -dijo este señor-; si es alemán, bien podemos hablar; llévenle a mi enramada.
Llevaron al punto a Cándido a un gabinete de verdura, ornado de una muy bonita columnata de mármol verde y oro, y de jaulas con papagayos, picaflores, pájaros-moscas, gallinas de Guinea y otros pájaros extraños. Los esperaba un excelente almuerzo servido en vajilla de oro y, mientras los paraguayos comían maíz en escudillas de madera, y en campo raso, al calor del sol, el reverendo padre comandante entró en la enramada. Era un hermoso joven, blanco y rosado, las cejas arqueadas, los ojos despiertos, encarnadas las orejas, rojos los labios, el ademán altivo, pero con una altivez que no era la de un español ni la de un jesuita. Fueron restituidas a Cándido y a Cacambo las armas que les habían quitado, y con ellas los dos caballos andaluces; Cacambo les echó un pienso cerca de la enramada, sin perderlos de vista, temiendo que le jugaran alguna treta.
Besó Cándido la sotana del comandante y se sentaron ambos a la mesa.
-¿Conque es usted alemán? -le dijo el jesuita en este idioma.
-Sí, padre reverendísimo -dijo Cándido.
Se miraron uno y otro, al pronunciar estas palabras, con una sorpresa y una emoción que no podían contener en el pecho.
-¿De qué país de Alemania es usted? -dijo el jesuita.
-De la sucia provincia de Westfalia -replicó Cándido-; he nacido en el castillo de Thunder-ten-tronckh.
-¡Dios mío! ¿Es posible? -exclamó el comandante.
-¡Qué milagro! -gritaba Cándido.
-¿Es usted? -decía el comandante.
-No puede ser -replicaba Cándido.
Se lanzan uno sobre otro, se abrazan, derraman un mar de lágrimas. ¿Conque es usted, mi reverendo padre?, ¡usted, el hermano de la hermosa Cunegunda, usted, que fue muerto por los búlgaros: usted, hijo del señor barón; usted, jesuita en el Paraguay! Vaya que en este mundo se ven cosas extrañas. ¡Oh Pangloss, Pangloss, qué júbilo fuera el tuyo si no te hubieran ahorcado!
Hizo retirar el comandante a los esclavos negros y a los paraguayos, que le escanciaban vino en vasos de cristal de roca y dio mil veces gracias a Dios y a san Ignacio, estrechando en sus brazos a Cándido, mientras que por los rostros de ambos corrían las lágrimas.
-Más se enternecerá usted, se asombrará y perderá el juicio -continuó Cándido-, cuando sepa que la señorita Cunegunda, su hermana, a quien cree destripada, goza de buena salud.
-¿En dónde?
-Aquí cerca, en casa del señor gobernador de Buenos Aires, y yo he venido con ella a la guerra.
Cada palabra que en esta larga conversación decían era un prodigio nuevo: toda su alma la tenían pendiente de la lengua, atenta en los oídos y brillándoles en los ojos. A fuer de alemanes, estuvieron largo rato sentados a la mesa, mientras venía el reverendo padre provincial, y el comandante habló así a su amado Cándido.

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