miércoles, 30 de diciembre de 2009

LECTURA. "Cándido", de Voltaire (15)



Capítulo XVIII
Lo que vieron en El Dorado


Cacambo manifestó su curiosidad al huésped, y éste le dijo:
-Yo soy un ignorante, y no me arrepiento de serlo; pero en el pueblo tenemos a un anciano retirado de la corte, que es el hombre más docto del reino, y el más comunicativo.
Dicho esto, llevó a Cacambo a casa del anciano. Cándido, desempeñando un papel secundario, acompañaba a su criado. Entraron ambos en una casa sin pompa, porque las puertas no eran más que de plata y los techos de los aposentos de oro, pero estaban labrados con tan fino gusto, que los más ricos techos no eran superiores a ellos; la antesala sólo estaba incrustada de rubíes y esmeraldas, pero el orden con que todo estaba arreglado reparaba esta excesiva simplicidad.
Recibió el anciano a los dos extranjeros en un sofá de plumas de picaflor y les ofreció varios licores en vasos de diamante; luego satisfizo su curiosidad en estos términos:
-Yo tengo ciento sesenta y dos años, y mi difunto padre, caballerizo del rey, me contó las asombrosas revoluciones del Perú que él había presenciado. El reino donde estamos es la antigua patria de los incas, que cometieron el disparate de abandonarla por ir a sojuzgar parte del mundo, y que al fin fueron destruidos por los españoles. Más prudentes fueron los príncipes de su familia, que permanecieron en su patria y por consentimiento de la nación dispusieron que no saliera nunca ningún habitante de nuestro pequeño reino, por lo cual se ha mantenido intacta nuestra inocencia y felicidad. Los españoles han tenido una confusa idea de este país, que han llamado El Dorado , y un inglés, el caballero Raleigh, llegó aquí hace unos cien años; pero, como estamos rodeados de peñascos inabordables y de precipicios, siempre hemos vivido exentos de la rapacidad de los europeos, que aman con furor inconcebible los pedruscos y el lodo de nuestra tierra y que, para apoderarse de ellos, hubieran acabado con todos nosotros sin dejar uno vivo.
Fue larga la conversación, y se trató en ella de la forma de gobierno, de las costumbres, de las mujeres, de los teatros y de las artes; finalmente, Cándido, que era muy aficionado a la metafísica, preguntó, por medio de Cacambo, si tenían religión los moradores.
Se sonrojó un poco el anciano y respondió:
-Pues ¿cómo lo dudáis? ¿Creéis que tan ingratos somos?
Preguntó Cacambo con mucha humildad qué religión era la de El Dorado. Otra vez se abochornó el anciano y le replicó:
-¿Acaso puede haber dos religiones? Nuestra religión es la de todo el mundo: adoramos a Dios noche y día.
-¿Y no adoráis más que un solo Dios? -repuso Cacambo, sirviendo de intérprete a las dudas de Cándido.
-¡Como si hubiera dos o tres o cuatro! -dijo el anciano-. ¡Vaya, que las personas de vuestro mundo hacen preguntas muy raras!
No se hartaba Cándido de preguntar al buen viejo, y quería saber qué era lo que pedían a Dios en El Dorado.
-No le pedimos nada -dijo el respetable y buen sabio- y nada tenemos que pedirle, pues nos ha dado todo cuanto necesitamos; pero le tributamos sin cesar acción de gracias.
Cándido tuvo curiosidad de ver a los sacerdotes y preguntó dónde estaban; el venerable anciano le dijo sonriéndose:
-Amigo mío, aquí todos somos sacerdotes; el rey y todos los jefes de familia cantan todas las mañanas solemnes cánticos de acción de gracias, que acompañan cinco o seis músicos.
-¿No tenéis frailes que enseñen, disputen, gobiernen, enreden y quemen a los que no son de su parecer?
-Menester sería que estuviéramos locos -respondió el anciano-; aquí todos somos de un mismo parecer y no entendemos qué significan vuestros frailes.
Estaba Cándido como extático oyendo estas razones y decía para sí: "Muy distinto país es éste de Westfalia y del castillo del señor barón; si nuestro amigo Pangloss hubiera visto El Dorado, no diría que el castillo de Thunder-ten-tronckh era lo mejor que había en la tierra. Es necesario viajar".
Acabada esta larga conversación, hizo el buen anciano preparar un coche tirado por seis carneros, y dio a los dos caminantes doce de sus criados para que los llevaran a la corte.
-Perdonad -les dijo- si me priva mi edad de la honra de acompañaros; pero el rey os agasajará de modo que quedéis gustosos, y sin duda disculparéis las costumbres del país, si alguna de ellas os desagrada.
Montaron en coche Cándido y Cacambo; los seis carneros iban volando, y en menos de cuatro horas llegaron al palacio del rey, situado en un extremo de la capital. La puerta principal tenía doscientos veinte pies de alto y cien de ancho, y no es dable decir de qué materia era; harto se ve qué superioridad prodigiosa necesitaba tener sobre esos pedruscos y esa arena que nosotros llamamos oro y piedras preciosas.
Al apearse Cándido y Cacambo del coche, fueron recibidos por veinte hermosas doncellas de la guardia real, que los llevaron al baño y los vistieron con un ropaje de plumón de picaflor; luego los principales oficiales y oficialas de palacio los condujeron al aposento de Su Majestad, entre dos filas de mil músicos cada una. Cuando estuvieron cerca de la sala del trono, preguntó Cacambo a uno de los oficiales principales cómo habían de saludar a Su Majestad, si hincados de rodillas o arrastrándose por el suelo; si habían de poner las manos en la cabeza o en el trasero; si habían de lamer el polvo de la sala; en resumen: cuáles eran las ceremonias.
-La práctica -dijo el oficial- es dar un abrazo al rey y besarle en ambas mejillas.
Se abalanzaron, pues, Cándido y Cacambo al cuello de Su Majestad, el cual correspondió con la mayor afabilidad, y los convidó cortésmente a cenar. Entre tanto les enseñaron la ciudad, los edificios públicos que escalaban las nubes, las plazas del mercado, ornadas de mil columnas, las fuentes de agua clara, las de agua rosada, las de licores de caña, que sin parar corrían en vastas plazas empedradas con una especie de piedras preciosas que esparcían un olor parecido al del clavo y la canela. Quiso Cándido ver la sala del crimen y el tribunal, y le dijeron que no los había, porque ninguno litigaba; se informó si había cárcel y le fue dicho que no; pero lo que más sorpresa y satisfacción le causó fue el palacio de las Ciencias, donde vio una galería de dos mil pasos, llena toda de instrumentos de física y matemáticas.
Habiendo recorrido aquella tarde como la milésima parte de la ciudad, los trajeron de vuelta a palacio. Cándido se sentó a la mesa entre Su Majestad, su criado Cacambo y muchas señoras, y no se puede ponderar la delicadeza de los manjares, ni los dichos agudos que de boca del monarca se oían. Cacambo le explicaba a Cándido las frases ingeniosas del rey, y, aunque traducidas, parecían siempre ingeniosas; de todo cuanto asombraba a Cándido, no fue esto lo que menos lo asombró.
Un mes estuvieron en este hospicio, y Cándido decía continuamente a Cacambo:
-Es cierto, amigo mío, que el castillo donde nací no puede compararse con el país donde estamos; pero la señorita Cunegunda no habita en él, y sin duda que a ti tampoco te falta en Europa una mujer que quieras. Si nos quedamos aquí seremos uno de tantos, pero si volvemos a nuestro mundo con sólo una docena de carneros cargados de piedras de El Dorado, seremos más ricos que todos los monarcas juntos, no tendremos que temer a los inquisidores, y con facilidad podremos recobrar a la señorita Cunegunda.
Este razonamiento plació a Cacambo: tal es la manía de correr mundo, de ser considerado entre los suyos, de hacer alarde de lo que ha visto uno en sus viajes, que los dos afortunados resolvieron dejar de serlo, y se despidieron de Su Majestad.
-Cometéis un disparate -les dijo el rey-. Bien sé que mi país vale poco; mas cuando se halla uno medianamente bien en un lugar debe quedarse en él. Yo no tengo, por cierto, derecho para detener a los extranjeros, tiranía tan opuesta a nuestra práctica como a nuestras leyes. Todo hombre es libre, y os podéis ir cuando queráis; pero es muy ardua empresa salir de este país: no es posible subir al raudo río por el cual habéis llegado milagrosamente, y que corre bajo bóvedas de peñascos: las montañas que cercan mis dominios tienen cuatro mil varas de altura, y son derechas como torres; su anchura abarca un espacio de diez leguas, y no es posible bajarlas como no sea despeñándose. Pero si estáis resueltos a iros, voy a dar orden a los intendentes de máquinas para que hagan una que os transporte con comodidad; y cuando os hayan conducido al otro lado de las montañas, nadie os podrá acompañar, porque tienen hecho voto mis vasallos de no pasar nunca su recinto, y no son tan imprudentes que lo quebranten: en cuanto a lo demás, pedidme lo que más os acomode.
-No pedimos que Vuestra Majestad nos dé otra cosa -dijo Cacambo- que algunos carneros cargados de víveres, de piedras y barro del país.
Se rió el rey, y dijo:
-No sé qué pasión sienten los europeos por nuestro barro amarillo; pero llevaos todo el que podáis, y buen provecho os haga.
Inmediatamente dio orden a sus ingenieros de que hicieran una máquina para izar fuera del reino a estos dos hombres extraordinarios: tres mil buenos físicos trabajaron en ella, y se concluyó al cabo de quince días, sin costar arriba de cien millones de duros, moneda del país. Metieron en la máquina a Cándido y a Cacambo: dos carneros grandes encarnados tenían puesta la silla y el freno para que montasen en ellos así que hubiesen pasado los montes, y los seguían otros veinte cargados de víveres, treinta con preseas de las cosas más curiosas que en el país había y cincuenta con oro, diamantes y otras piedras preciosas. El rey dio un cariñoso abrazo a los dos vagabundos. Fue cosa de ver su partida, y el ingenioso modo con que los izaron a ellos y a sus carneros hasta la cumbre de las montañas. Habiéndolos dejado en paraje seguro, se despidieron de ellos los físicos, y Cándido no tuvo otro deseo ni otra idea que ir a presentar sus carneros a la señorita Cunegunda.
-Llevamos -decía- con qué pagar al gobernador de Buenos Aires, si es dable poner precio a mi Cunegunda; vamos a la isla de Cayena, embarquémonos y en seguida veremos qué reino podremos comprar.

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