Jordi Soler
En "El País":Los niños que vienen
JORDI SOLER 06/03/2011
El cuento original de La Cenicienta, el que escribieron los Hermanos Grimm, es una historia dura y violenta que Walt Disney metamorfoseó en ese cuento suave, sin sangre ni realismo sucio, que ha llegado hasta nuestros días. La versión de la Cenicienta que finalmente se ha impuesto es la hermoseada, la pasteurizada, la falsa, vamos; y se ha impuesto por los enormes recursos de la compañía Disney, pero también porque se trata de una versión menos violenta, más adecuada para estos tiempos en los que se piensa que los niños deben vivir en un mundo idílico, poblado de seres risueños como Pocoyó y al margen de la violencia, que es parte consustancial del mundo. Quizá la violencia controlada, aislada dentro de un mecanismo de ficción, sea la forma más sensata de informar al niño sobre la realidad que se le viene encima; y en todo caso será mejor que la forma en que los niños suelen enterarse del lado salvaje de la vida, sin ningún preámbulo ni paliativo pasan de Pocoyó a los cadáveres sanguinolentos que presentan, a medio día, los noticiarios de la televisión.
A la Cenicienta original se le muere su madre en el segundo párrafo y para el tercero ya su padre se casó con otra mujer, que tiene dos hijas, las hermanastras que le hacen la vida imposible a la pobre huérfana. Más adelante, cuando el príncipe llega a casa de Cenicienta, con la intención de probar a quién le queda el zapato que perdió su amada, salen las hermanastras y, con tal de casarse con él, meten a fuerza su pie en el zapato y, para conseguirlo, la mayor se corta el dedo gordo, siguiendo este consejo materno: "córtate el dedo, cuando seas reina no necesitarás ir más a pie". El príncipe muerde el anzuelo, se la lleva en su caballo, pero a mitad de camino se da cuenta de que el zapato de la muchacha está lleno de sangre y pronto averigua que esta se ha automutilado. Al final, Cenicienta se prueba el zapato y, igual que en el cuento de Disney, se casa con el príncipe y vive muy feliz. El cuento que escribieron originalmente los Hermanos Grimm, da más juego a la imaginación de un niño, le amuebla mejor el pensamiento, lo enfrenta con valores universales como la dignidad y la justicia, le enseña vívidamente las cloacas de la avaricia y la ambición, y lo va preparando para hacerse cargo de eso que inevitablemente le espera: la vida real.
Los libros, y la infinidad de mundos que estos contienen, han jugado un papel crucial en la historia de eso que llamamos infancia, y su recorrido a lo largo del tiempo, puede darnos una idea aproximada de lo que nos espera frente a esta nueva criatura que son los niños de hoy. Después de la caída de Roma, el uso del alfabeto se contrajo hasta el punto en que la gran mayoría de la población dejó de leer y escribir, y los libros, y su escritura, pasaron a ser materia exclusiva de los especialistas. Los libros eran muy caros, un volumen costaba el equivalente a mes y medio del salario de un artesano, y con frecuencia les faltaban páginas o eran copias falsas.
Neil Postman, en su ensayo The disappearance of childhood, sitúa este periodo de oscuridad, que fue propiamente la Edad Media, en el milenio que pasó desde la caída del imperio hasta la invención de la imprenta, momento en el cual la gente comenzó a tener nuevamente acceso al conocimiento escrito, a las ideas y a los conceptos que, desde entonces, han ido forjando nuestra civilización. Entre los conceptos que se tragó aquella época de oscuro analfabetismo, estaba el de niñez, el de infancia, porque durante toda esa época oscura el niño, como lo conocemos hoy, no existía.
Los niños vivían con los adultos y compartían con ellos todos los momentos de la cotidianidad, oían y veían de todo, escenas violentas o ridículas, agrias discusiones familiares, vívidas escenas de amor carnal; el niño, según dictaba entonces la Iglesia, podía razonar y comportarse como adulto a partir de los siete años, la edad en que, según esto, una persona puede distinguir el bien del mal (a la luz de las noticias sobre curas pedófilos que últimamente van apareciendo no sería de extrañar que, la figura de adulto de siete años que proponía la Iglesia, llevara un doble propósito).
En este periodo oscuro de la humanidad los adultos perdieron, frente a los niños, todo ese universo de conocimiento que encerraban los textos escritos, y que se recuperaría con la aparición de la imprenta; la diferencia entre un niño y un adulto, basada en lo que este sabe y el otro ignora, quedó abolida en ese periodo; como niños y adultos sabían lo mismo, el concepto de infancia era, sencillamente, inaplicable. Hay otros motivos, por supuesto, como el altísimo índice de mortalidad infantil, o la enorme dificultad para sobrevivir en aquel mundo oscuro, que no admitía la exquisitez de tratar como niño a un niño.
La desaparición de la niñez en aquella época, y su posterior reinvención, gracias a los libros, es una hermosa evidencia de la utilidad que tiene la palabra escrita. En cuanto los adultos recuperaron las ideas, los conceptos, las aventuras y los paisajes de que están hechos los libros, en cuanto se realfabetizaron, adquirieron ese conocimiento que volvió a situar a los niños en su lugar, en ese territorio protegido donde paulatinamente se les va suministrando la información que necesitarán para, en el futuro, convertirse en adultos.
Neil Postman, que fue alumno de Marshall McLuhan, observaba hace 30 años que los niños empezaban a estar demasiado informados, que la televisión les presentaba, por ejemplo, un noticiario donde se enteraban de las atrocidades que sacuden al planeta; enterarse de un robo, de una violación o de una guerra los hace ver de golpe que los adultos no tienen ningún control sobre la vida, o cuando menos que la vida que les espera no tiene nada que ver con su mundo infantil. Ahora pensemos en el torrente de información, a la carta, que hoy ofrece Internet; cualquier niño, frente al teclado de un ordenador, tiene acceso a todo el conocimiento que durante siglos lo había separado de los adultos; desde cierto ángulo, el que proponía Postman, la infancia está volviendo a desaparecer; si en la Edad Media desapareció por la ignorancia y el analfabetismo de los adultos, ahora desaparece por la vertiginosa facilidad con que los niños obtienen el conocimiento; adultos y niños, nuevamente, volvemos a saber lo mismo; los adultos se infantilizan, y si no mire usted a su alrededor, y los niños se vuelven mayores cada vez más rápido.
Lo que puede hacerse al respecto es muy poco, se trata de la vida que se nos echa encima. Queda observar con atención, cada quien a los suyos, e ir improvisando una estrategia, como quien toca un solo de saxo.
Jordi Soler es escritor. Su último libro es La fiesta del oso (Mondadori).
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