Juan Goytisolo
Literatura y poder (y 2)
JUAN GOYTISOLO. 18-XII-2010
En 1965, durante mi primer viaje a la Unión Soviética respondiendo a la invitación de su Unión de Escritores, un compatriota de mi edad, ex "niño de la guerra", me habló de la expectación suscitada por la publicación próxima de una novela de Mijaíl Bulgákov. Confieso que era la primera vez que oía el nombre de este autor sepultado en el olvido desde hacía décadas. Dicha expectación en torno a un manuscrito que acumulaba pacientemente el polvo desde el fallecimiento del escritor revelaba la admiración secreta de muchos por un dramaturgo cuyas obras habían dejado de representarse desde los años treinta. La literatura era entonces el refugio de quienes se resistían al adoctrinamiento forzoso del poder, a lo que el gran fisiólogo Pávlov denominaba "la inoculación en la población del reflejo condicionado de la sumisión del esclavo": para adquirir un poemario de Anna Ajmátova autorizado meses antes de mi viaje, centenares de personas habían hecho cola toda la noche ante la puerta de la librería estatal que lo distribuía. Ser escritor en Rusia, decía Bulgákov citado por Shentalinski, es tener vocación de héroe. Y el autor de El maestro y Margarita lo fue para dicha de cuantos leímos y releemos su obra maestra.
La relación de los documentos y cartas, confiscados primero y custodiados después en los archivos del KGB, nos permite trazar una singular biografía de los poetas, escritores y artistas cuyos sumarios compendian los datos biográficos, relaciones literarias e ideas políticas necesarios para su vigilancia y control.
El hilo de la trama que envuelve a Bulgákov empieza en fecha tan temprana como 1925 con su propia y humorística descripción del seguimiento de que es objeto por un individuo de la temible Cheka, y un año más tarde, con el informe oficial del registro e incautación de sus manuscritos, entre los que figura un diario titulado muy significativamente Bajo la férula. El 28 de marzo de 1930, Bulgákov envía una conmovedora y algo provocativa carta al Gobierno de la URSS:
"Apelo al humanismo de las autoridades soviéticas y ruego que, dado que soy un escritor que no puede resultarles útil en casa, en la patria, me dejen en libertad de forma magnánima...
Si resulta que todo esto que he escrito no fuera suficientemente convincente y me condenaran al silencio a perpetuidad en la URSS, ruego al gobierno soviético que me dé un trabajo...
Si esto tampoco fuera posible, ruego al gobierno soviético que disponga de mi persona como considere conveniente, pero que haga algo, porque yo, como dramaturgo que ha escrito cinco obras, famoso en la URSS y en el extranjero, me encuentro EN ESTE PRECISO MOMENTO en las puertas de la miseria, el desahucio y la muerte".
El 18 de abril del mismo año se produce el milagro. El dramaturgo recibe una llamada telefónica del Kremlin: ¡el camarada Stalin quiere hablar con él! Lo inesperado e increíble de la breve conversación, en la que el dueño de cuerpos y almas de la URSS se interesa por él y le promete un empleo, hizo dudar a Bulgákov de la identidad de su interlocutor. Telefoneó al Kremlin y recibió la confirmación de la llamada. Esta intervención de lo Alto conmocionó al escritor y sus sucesivas cartas de 1931, 1934 y 1938 dirigidas al "muy estimado Iosif Visarionovic", excelentemente editadas por 'Veintisiete Letras' con un prólogo de Marcelo Figueras, reflejan como dice éste una mezcla de masoquismo y de fascinación. Bulgákov desea que Stalin sea su "primer lector" y le confía que su sueño de escritor es ser recibido personalmente por él. Abolido el poder divino del zar y de la iglesia ortodoxa, Stalin disponía de todos los atributos y facultades de ambos. Cuantos sufrían en el purgatorio de las cárceles y campos y temían su condena al infierno se dirigían a Él. Aunque Bulgákov no obtuvo el permiso de salida como Zamiatin, sino un trabajo menor, logró sobrevivir, como nos cuenta su viuda, a pesar del estado de angustia provocado por el temor a que le confiscaran el manuscrito de su novela. El maestro y Margarita fue impreso por fin en 1966, veintiséis años después de la muerte de su autor.
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Al establecer una correlación entre el Santo Oficio y el OGPU-NKVD soviéticos no olvido claro está las diferencias existentes entre ambos en función de la época en la que desarrollaron sus actividades y de los principios que las sustentaban. La policía ideológica que encarnaban partía de bases antropológicas en el caso de la Inquisición creada para vigilar estrechamente a los judeoconversos mediante el escrutinio de sus palabras, costumbres y escritos. Su inquietud intelectual, producto de la constante presión a la que se hallaban sometidos, les inclinaba al racionalismo -"extravíos filosóficos", dirá Menéndez Pelayo- que va de Fernando de Rojas a Spinoza y Uriel da Costa tan bien estudiado por Revah, y a partir de Lutero, al protestantismo que se extendía por Europa desde mediados de siglo. La amenaza de este último acentuó dicha presión, en especial al retorno de Felipe II de Inglaterra y Flandes. La Inquisición disponía de una red de malsines y espías de oficio amén del común de las gentes: la delación era un deber patriótico y religioso a ojos del "cuerpo sano de la nación española" y los centinelas de la fe católica disfrutaban de consideración social, privilegios económicos y promociones en el escalafón eclesiástico y administrativo.
Por dicha razón, el estudio de muchos autores del llamado Siglo de Oro, dejando de lado el contexto en el que se desenvolvió su labor, me parece tan prejuiciado y a fin de cuentas tramposo como sería leer las obras de Ajmátova, Bulgákov o Mandelshtam omitiendo las circunstancias dramáticas en las que las elaboraron según nos revelan los archivos de sus acosadores expuestos en la trilogía de Shentalinski.
Como admite el propio Menéndez Pelayo, a raíz del proceso a los protestantes de Sevilla y Valladolid, las cárceles se llenaron de gentes. Centenares de ellos fueron quemados en la pira. Los libros y manuscritos eran tan temibles por lo que callaban como por lo que decían. El "cordón sanitario" evocado por Bataillon al comentar la orden de regreso a España de quienes estudiaban en Flandes y otros países contagiados de herejía, cerró nuestras fronteras a cal y canto. El roce con extranjeros resultaba sospechoso. Los que manifestaban inquietudes espirituales, en especial los de origen judío, eran sometidos a una estrecha vigilancia mientras se les incoaba expedientes por toda suerte de crímenes. Las numerosas referencias de la época a "los tiempos en que estamos" o "tiempos tan peligrosos y vidriados" resumen la atmósfera de temor y asfixia de quienes, como dice Gamal El Guitani en Zayni Barakat, suspiraban de manera distinta de la del resto de sus vecinos.
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Durante mi estancia en la URSS conocí a dos de los personajes citados en la gran trilogía de Shentalinski: Aleksandr Tvardovski y Lili Brik.
El primero, premio 'Stalin' de literatura y miembro del Comité Central del Partido, había sido denunciado no obstante como antisoviético durante los años del gran terror y, desde la muerte del dictador se esforzaba por abrir un espacio en el ámbito literario en el que los creadores pudieran respirar: la revista Novi Mir, a cuyas oficinas fui a visitarle con mi traductor. Tvardovski me recibió con gran efusión: era el primer escritor español posterior a la Guerra Civil que conocía y no adscrito además al PCE entonces clandestino. Me explicó los problemas que tenía con la censura y de pronto, sin que viniera a cuento, dijo que mientras estuviera al frente de la revista no publicaría una línea de Pablo Neruda. Le pregunté por qué y respondió: "Él sabía lo que ocurría aquí y, en vez de revelarlo, aplaudió todos los atropellos". Su mala conciencia de prócer de la nomenklatura le había convertido en un adicto al vodka. Temía el fin del deshielo de Kruschev y sus previsiones pesimistas se cumplieron. Novi Mir fue clausurado poco después y falleció tras este golpe final a la revista depositaria de sus esperanzas y anhelos.
Lili Brik, mujer del crítico Osip Brik y hermana de Elsa Triolet, la esposa de Louis Aragon, me fue presentada durante una visita a la Ópera de Moscú. Era una dama opulenta, vestida con ropas amplias, y en el palco que ocupaba se hallaba rodeada de una pequeña corte de jóvenes amanerados (los únicos que vi en la URSS). Entre sus numerosos amantes de juventud figuraba Mayakovski, de quien se consideraba la heredera espiritual después de su suicidio. Mientras de un lado combatía sistemáticamente a Ajmátova, a quien acusaba, en palabras de ésta, "de emigrada del interior", del otro escribía a Stalin lamentándose de la supuesta indiferencia de los medios literarios a la obra poética de su antiguo amor. A partir de ello, escribe Shentalinski, la crítica a Mayakovski se convirtió en un crimen contra la URSS.
Las ambigüedades y contradicciones de quienes medraron bajo el poder soviético -el Gorki denunciador de los atropellos sufridos por los intelectuales en la época de Lenin, exiliado en Italia durante siete años y defensor a su regreso a la URSS de Zamiatin, Bulgákov y otros autores acosados por la policía política se convirtió luego en un tótem de ojos vendados en la etapa final de su vida- son las de numerosos escritores y artistas que abdicaron de sus ideales para acomodarse a una existencia holgada e incensada por los turiferarios del poder. Los ejemplos de delatores voluntarios y de quienes Cernuda denomina "vientres sentados" abundan tanto en la URSS como en la España inquisitorial o la de Franco y no cabe citarlos aquí.
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El proceso al arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, cuya fulgurante carrera le valió la enemistad y envidia de muchos colegas como el feroz inquisidor general Fernando de Valdés y el puntilloso teólogo Melchor Cano, es un buen exponente de los peligros que acechaban, sin distinción de jerarquías, a los que propugnaban un cristianismo más abierto a los aires foráneos en aquellos tiempos recios. Enviado por Felipe II a Inglaterra y Flandes para impugnar la herejía luterana, se le acusó a su vuelta a España de haberse contaminado con opiniones e ideas heterodoxas. La publicación en Amberes de su Catecismo cristiano fue el punto de partida de la batida teológica cuidadosamente montada contra él. Arrancado del lecho por los alguaciles del Santo Oficio y conducido bajo escolta a Valladolid, permaneció encarcelado ocho años y medio hasta su traslado a Roma por la insistente intervención del Papa. Sobre las condiciones de su detención dejo la palabra al autor de Historia de los heterodoxos españoles:
"Valdés se portó indignamente con Carranza, dándole por carcelero a un tal Diego González que, si hemos de creer cierto memorial de agravios del preso, se complacía en martirizarle lentamente. Puso candados en las ventanas de su aposento, quitándole la luz y la ventilación; le guardó no sólo con hombres, sino con lámparas, perros y arcabuces; le daba de comer en platos quebrados; ponía por manteles las sábanas de la cama; le servía la fruta en la cubierta de un libro; y, en suma, era tal el desaseo, que el cuarto estaba trocado en una caballeriza. Sin cesar le traía recados falsos y no ponía en ejecución los suyos; impedía la entrada a sus procuradores; se burlaba de él cara a cara con extraños meneos y ademanes, y de todas maneras le vejaba y mortificaba más que si se tratase de un morisco o judío".
Del "tal Diego González" nos da cumplida noticia José Jiménez Lozano en su libro Fray Luis de León. Licenciado e inquisidor del tribunal de Valladolid, desempeñó un papel esencial en el proceso incoado a los hebraístas salmantinos por su sañudo celo profesional y su odio antijudío:
"por ser Grajal y fray Luis notorios conversos, pienso que no deben querer más que oscurecer nuestra fee olverse, e olverse a su ley, y por esto es mi boto y parecer que el dicho fray Luis de León sea preso y traído a las cárceles del Santo Oficio para que con el fiscal siga su causa".
Mezcla de comisario soviético y jefecillo nazi, Diego González se distinguió por la crueldad -sería mejor decir sadismo- con que trataba a sus víctimas. Las conmovedoras misivas del maestro Grajal y de Alfonso de Gudial -caídos en la misma redada que fray Luis y Martínez de Cantalapiedra- sobre unas condiciones de detención muy semejantes a las que sufría "la hidra reaccionaria" descabezada en los años treinta del pasado siglo, fueron archivadas por los señores inquisidores y ambos perecieron en sus celdas. El ideal del verdugo de Diego González era el de ver al reo convertido en "un animal antropomorfo desnudo", como se describió a sí mismo siglos después un huésped de la Lubianka.
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Lo acaecido a Isaak Bábel, autor de La caballería roja y de otros relatos publicados en los años veinte del pasado siglo, merece un capítulo aparte. Alejado voluntariamente de la literatura consagrada a la edificación del socialismo, vivió a continuación un largo periodo de ostracismo oficial similar al de otras grandes figuras de la literatura rusa (Bieli, Zamiatin, Ajmátova, Madelstam, Bulgákov, Pasternak, etcétera). Cuando se inició la segunda oleada del gran terror, su vinculación con otros sospechosos de desafección al régimen y sus viajes al extranjero le convirtieron en objetivo preferente de la Cheka. Como nos recuerda Vitali Shentalinski, los comisarios culturales de la época de Lenin y Trotski exigían ya que "todo escritor tuviese su sumario". Doce años después, los sumarios secretos de los creadores díscolos a ojos del poder afloraron a la superficie de los procesos. El interrogatorio de Bábel por los implacables comisarios del Pueblo se centra en sus viajes. Bábel conversó en Berlín con el menchevique Nikoláyevski, autor de la excelente biografía de Karl Marx que inspiró mi novela sobre el "padre del socialismo científico", y con el trotskista Borís Suvarin, expulsado de la URSS por la presión internacional que originó su arresto. Lo que interesa al comisario instructor son menos las charlas antisoviéticas que sus actividades de espía:
"Usted tuvo muchos encuentros con extranjeros, entre los que figuraban agentes de los servicios de espionaje. ¿Alguno de ellos intentó reclutarle? Le advertimos que el mínimo intento suyo de ocultar a la instrucción cualquier referencia a su actividad como enemigo será inmediatamente desenmascarado".
"En 1933, durante mi segundo viaje a París, el escritor André Malraux me reclutó para tareas de espionaje a favor de Francia".
"Precise qué tipo de información secreta quería recibir Malraux...".
El guión delirante del interrogatorio, en el que todo extranjero es espía, toda cita una "toma de contacto" y toda charla una transmisión de datos e informes secretos, parece extraída de una mala novela policiaca. Bábel no fue torturado con la brutalidad de Méyerhold descrita en su sobrecogedora misiva a Mólotov, reproducida por Vitali Shentalinski en su obra. Convencido de que con tormento o sin él acabaría confesando sus "crímenes", colabora con sus interrogadores en la redacción del sumario:
"Mi yo se escindió en dos personas. Una empezó a buscar los 'crímenes' de la otra, pero cuando no los hallaba se los inventaba. El instructor era eficaz, un colaborador ducho en estos asuntos, y juntos, a dúo, nos pusimos a inventar".
Más patética es la carta de Bábel a la atención del comisario del Pueblo de interior de la URSS en la que confiesa la devastación interior causada por sus concomitancias trotskistas, sus escritos alejados de los intereses de la construcción socialista y del lector soviético. Como hizo también el poeta cubano Heberto Padilla treinta años más tarde, en una deliberada parodia de las confesiones al NKVD, Bábel escribe:
"La liberación me llegó en la cárcel. Durante estos meses de encierro he reflexionado quizá más que en toda mi vida y he entendido muchas cosas. Ante mí han ido desfilando con una claridad estremecedora todos los errores y crímenes de mi vida, la corrupción y la podredumbre de todo cuanto me rodeaba, principalmente del círculo trotskista".
Con todo, al final de la instrucción, el reo se desdice:
"No soy culpable de nada, nunca fui espía, ni he realizado ninguna actividad contra la Unión Soviética. En mis declaraciones he mentido en mi contra. Les pido únicamente que me den la oportunidad de terminar mi último trabajo...".
El 27 de enero de 1940, Bábel fue ejecutado e incinerado en el crematorio de Moscú para borrar todas sus huellas. Días después serían fusilados igualmente Méyerhold y Kolstov, así como el feroz comisario de la Lubianka Yezhov, quien como aseguró en su mea culpa, "moriría con el nombre de Stalin en los labios".
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Vuelvo a las palabras del enviado del califa Omeya a los revoltosos habitantes de Kufa y a la evocación de las estrategias policiales de Zacarías Ibn Radi y de Zayni Barakat en la novela de El Guitani. En el interrogatorio al que fue sometido tras su detención en los años del gran terror, Leo Gumiliov, hijo del gran poeta de este nombre ejecutado en 1919 y de Anna Ajmátova, resume ante sus jueces el contenido de su poema Ecbatana cuyo manuscrito le había sido confiscado por los agentes del NKVD:
"El argumento de esta obra es que el sátrapa de la ciudad de Ecbatana, Gorpag, muere. Como los habitantes no quieren llorar su muerte, el rey ordena que se exponga el cuerpo de Gorpag, pero los habitantes tampoco lloran. Entonces el rey ordena ajusticiar a cientos de ciudadanos, y después toda la ciudad llora".
(1) Zayni Barakat. Traducción de Milagros Nuin Monreal. Ediciones Libertarias / Prodhufi, Madrid, 1993. (2) Vitali Shentalinski. Esclavos de la libertad, Denuncia contra Sócrates y Crimen sin castigo. Traducción de Ricard Atlés Molina. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2006. 600 páginas. 29,90 euros.
Josef Stalin (1878-1953), fotografiado el 13 de abril de 1932 por el estadounidense James Abbe (1883- 1973).- Efe ("El País)
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