jueves, 7 de octubre de 2010

PRENSA CULTURAL. LITERATURA. LECTURA. Primeras páginas de "El sueño del celta". Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura 2010

Mario Vargas Llosa
En "elpais.com":
Enviado especial al infierno tan temido

JUAN CRUZ

Mario Vargas Llosa ha acometido varios atrevimientos en El sueño del celta, y de todos ha salido triunfante e indemne, más noble aún que cuando entró en el infierno tan temido. Ahí es donde ha encontrado, en cueros a veces, despojado en todo caso de la careta que el alma se pone para que no se vea el cuerpo, a Roger Casement, un idealista al que la vida le esperaba como una metáfora de la maldad. Ahí, en ese territorio que se multiplica por cuatro (África, la Amazonia, la cárcel, el sexo), Roger toca el infierno tan temido, la maldad humana en su estado más puro y por tanto más enfangado.
En ese abismo que va cubriendo el romanticismo de una vida alentada por los viajes y por la voluntad de ayudar a los otros, Casement ve de todo, pero sobre todo ve cómo el hombre se sirve de la fuerza, de la fuerza física, y también del dominio inmoral de la riqueza, para someter a los otros, para agarrarlos de las tripas o del espíritu para convertirlos en bestias espejos a su vez de la bestias.
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PRIMERAS PÁGINAS DE LA NOVELA INÉDITA "El sueño del celta:
Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despertó, asustado. Pestañeando, confuso todavía, luchando por serenarse, divisó, recostada en el vano de la puerta, la silueta del sheriff. Su cara flácida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipatía que nunca había tratado de disimular. He aquí alguien que sufriría si el Gobierno inglés le concedía el pedido de clemencia.
—Visita —murmuró el sheriff, sin quitarle los ojos de encima.
Se puso de pie, frotándose los brazos. ¿Cuánto había dormido? Uno de los suplicios de Pentonville Prison era no saber la hora. En la cárcel de Brixton y en la Torre de Londres escuchaba las campanadas que marcaban las medias horas y las horas; aquí, las espesas paredes no dejaban llegar al interior de la prisión el revuelo de las campanas de las iglesias de Caledonian Road ni el bullicio del mercado de Islington y los guardias apostados en la puerta cumplían
estrictamente la orden de no dirigirle la palabra. El sheriff le puso las esposas y le indicó que saliera delante de él. ¿Le traería su abogado alguna buena noticia? ¿Se habría reunido el gabinete y tomado una decisión? Acaso la mirada del sheriff, más cargada que nunca del disgusto que le inspiraba, se debía a que le habían conmutado la pena. Iba caminando por el largo pasillo de ladrillos rojos ennegrecidos por la suciedad, entre las puertas metálicas de las celdas y unos muros descoloridos en los que cada veinte o veinticinco pasos había una alta ventana enrejada por la que alcanzaba a divisar un pedacito de cielo grisáceo. ¿Por qué tenía tanto frío? Era julio, el corazón del verano, no había razón para ese hielo que le erizaba la piel.
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