Natasha Walter
En Domingo, suplemento de "El País":FRAGMENTO LITERARIO: LECTURA
Muñecas otra vez
La escritora Natasha Walter se retracta de su teoría anterior: la igualdad de sexos no está lograda. Cuando el papel de las mujeres empieza a ser más relevante en la vida pública, ciertas empresas y expertos apuestan por el determinismo biológico para explicar las diferencias de género
NATASHA WALTER 17/10/2010
Crecí en una familia que, como muchas en los años setenta, estaba bastante de acuerdo con la máxima que enunció elocuentemente Simone de Beauvoir en 1949: "No se nace mujer, se llega a serlo". Por lo tanto, mi madre se negó a comprar Barbies a sus hijas; mi hermana y yo tuvimos un montón de Legos y coches de juguete. La lucha contra los estereotipos de género empezaba en casa. Estaba convencida de que, una generación después, mi hija crecería en un mundo mucho más libre. Daba por hecho que el triunfo de la generación de mi madre había hecho posible que la feminidad se hubiera convertido en una elección en vez de en una trampa. Creía que las niñas serían libres de ser hadas o princesas, del mismo modo que las mujeres adultas podíamos elegir adoptar determinados símbolos de la feminidad que las feministas de los años sesenta habían considerado opresores, como los tacones o el maquillaje.
Pero de pronto descubrí que, casi sin que me hubiera dado cuenta, las puertas se habían cerrado. Lo que se suponía que iba a ser la libertad de elegir algo rosa de vez en cuando parece haberse convertido en la obligación de ahogarse en un océano rosa. Mi hija está creciendo en un mundo que potencia valores medievales, en el que todas las niñas son princesas y los niños, luchadores; en el que todas las niñas llevan hadas y todos los niños, superhéroes en los estuches del colegio. Esta involución no solo afecta a los juguetes, sino que se extiende a las expectativas que se establecen sobre muchos otros aspectos del comportamiento infantil, como la ropa, el lenguaje, el aprendizaje o la manera de pelearse. Y lo que me resulta más extraño es que nadie se cuestiona esta vuelta a los valores tradicionales.
(...) Rosa para las niñas, azul para los niños. Princesas y soldados. Niñas tímidas y niños gruñones. Niñas buenas y niños agresivos. Eso es lo que queremos ver, y eso es lo que vemos. Aunque nuestros hijos no confirmen las expectativas, aunque la princesa pegue un puñetazo y el soldado quiera charlar: los estereotipos nos impiden verlo. Y los prejuicios de los padres a menudo están respaldados por las divisiones de género cada vez más marcadas que las empresas jugueteras aplican a sus campañas de marketing, así que nuestros hijos crecen viendo que las cocinas de juguete que se venden en los grandes almacenes Marks and Spencer llevan una etiqueta que pone "Mamá y Yo", y la de las cajas de herramientas y los taladros de juguete pone "Papá y Yo". En la página web de las farmacias Boots se pueden encontrar todos los maravillosos artículos del 'Museo de la Ciencia', incluido un juego para mandar mensajes cifrados, pero todos están en la sección de "juguetes para niños". (...) Por supuesto que no es ningún problema el que las niñas sueñen con ser sirenitas de voz dulce o con asistir a un baile con un tutú plateado. Jamás querría privar a las niñas de ese placer, siempre que no todas estén obligadas a soñar lo mismo, siempre que eso no sea lo único que se espera de ellas, y siempre que no se considere que los niños varones se contaminarán si se les ocurre escoger una varita mágica de color rosa. Pero ahora mismo se suele asumir que todos los niños tienen que responder a determinadas expectativas. Por ejemplo, en 2003, Mattel lanzó Ello, un juego de construcción de colores pastel y formas redondeadas para niñas que competía con Lego y Duplo, solo que "específicamente diseñado para niñas". El psicólogo de Mattel, el doctor Michael Shore, explicaba por qué las niñas necesitaban un juego de construcción especial: "La construcción está asociada a patrones masculinos de juego, pero las niñas también tienen determinadas maneras de construir. Las niñas construyen personajes e historias cuando juegan a las muñecas. El sistema de construcción Ello está pensado para estimular los juegos de rol y la creación de historias de las niñas".
Igualmente, aunque siempre ha habido cuentos para niñas y cuentos para niños, en esta generación esa división se ha vuelto aún más marcada. Ahora, en la sección infantil de cualquier librería se ve un montón de estanterías con libros dirigidos exclusivamente a las niñas pequeñas: todos tienen las portadas rosa llenas de purpurina y tratan de hadas y princesas, del ballet y del teatro. Sus argumentos son increíblemente repetitivos, basados siempre en la feminidad de sus pequeñas lectoras.
(...) No estoy diciendo que, en general, no haya diferencias entre lo que prefieren los niños y las niñas, ni que esas diferencias desaparecerían por completo si niños y niñas fueran completamente libres en un mundo totalmente igualitario. Hagan lo que hagan los padres, y por mucho que cambiemos la sociedad, puede que nunca veamos al mismo porcentaje de niños y niñas elegir voluntariamente jugar al fútbol o con muñecas. Pero las expectativas que depositamos en nuestros hijos, en esta generación, no les están permitiendo desarrollar su verdadera individualidad, su verdadera flexibilidad.
Los padres que piensan que sus hijos encajan bien en las divisiones de género tradicionales no suelen sentir la necesidad de preguntarse por qué en las habitaciones de sus hijas todo es de color rosa y en los guardarropas de sus hijos varones se repiten sin tregua el color caqui y el azul marino; no se preguntan por qué en las camisetas de sus hijas pone Princess in training (aprendiz de princesa) y en las de sus hijos 100 per cent lazy (cien por cien vago). Pero otros padres no están nada cómodos con estos entornos rosa y azul tan artificiales y limitados que nuestra cultura construye para sus hijos en función de su sexo.
(...) Las explicaciones biológicas de la diferencia en los juegos y el aprendizaje de niños y niñas se han vuelto ubicuas en el mundo de la educación. Por ejemplo, una especialista en pedagogía que publicó en 2004 un libro sobre la igualdad de género se encontró con que los directores de los colegios afirmaban categóricamente: "Se diría que tiene que haber algo neurológico, puesto que la gente se ha esforzado mucho, como bien sabe, en cambiar las cosas con sus propias hijas, en asegurarse de que jueguen con trenes". Estos profesores creían que se había intentado aplicar la educación no sexista, o la igualdad de oportunidades, y que se había comprobado que no funcionaba. "Simplemente, ya no se hace", dijo una. "Yo antes pensaba que se podía conseguir la igualdad de oportunidades". La misma idea está presente en el trabajo de un popular experto en cuidado infantil, Steve Biddulph, que ha escrito: "Durante treinta años estuvo de moda negar la masculinidad y afirmar que los niños y las niñas, en realidad, eran exactamente iguales. Las últimas investigaciones han servido para confirmar lo que los padres ya intuían, que los chicos son distintos". La causa de esta diferencia, dice, radica en "el poderoso efecto de las hormonas masculinas" y "la vulnerabilidad del cerebro de los niños varones".
Este interés por la biología (la referencia a "algo neurológico" o al "efecto de las hormonas masculinas") como explicación de las diferencias entre niños y niñas hace que mucha gente, lejos de cuestionarse cómo contribuyen los factores sociales a crear esas diferencias y qué se puede hacer para reducirlas, se refugie en el fatalismo ante su naturaleza innata e inevitable. Así que padres y profesores se ven abocados a cerrar los ojos ante la influencia del marketing, del ejemplo familiar o de la presión de los compañeros en el comportamiento de sus hijos. Por el contrario, se nos hace creer que la feminidad y la masculinidad estereotipada que estamos inculcando a los niños es la consecuencia natural de su biología.
(...) Es extraño que haya tanta gente que de pronto ha adoptado sin cuestionarla la idea de que las diferencias se deben a la biología. Ni hemos conseguido crear el mundo igualitario con el que soñaba Simone de Beauvoir ni los niños y niñas han dejado de recibir presiones para adaptarse a los roles tradicionales, así que lo lógico sería que siguiera abierto el debate sobre si las diferencias son innatas, si se deben a factores sociales o bien, lo que parece más probable, consisten en una combinación complicada y cambiante de respuestas innatas y aprendidas. Pero ahora oímos decir constantemente que la cuestión está cerrada, y que la naturaleza ha ganado por goleada.
Se supone que esta moda del determinismo biológico está avalada por los descubrimientos científicos más recientes. Durante los últimos años ha habido una avalancha de estudios sobre las posibles bases biológicas de la diferencia de sexos en todos los campos, desde la psicología a la lingüística o la neurobiología, y los medios han reflejado con entusiasmo todos aquellos cuyas conclusiones respaldan la existencia de causas biológicas.
(...) El nuevo determinismo resultaría bastante inofensivo si no pretendiera nada más que explicar la preferencia por el rosa o el azul. Pero las explicaciones biológicas se usan para reforzar las expectativas del comportamiento infantil, y también adulto, en muchos aspectos. Las mismas creencias acerca de las diferencias genéticas hormonales justifican que se esperen comportamientos persistentemente distintos entre hombres y mujeres tanto en cuestiones insignificantes como en otras cruciales, desde la disposición a tomar una baja por paternidad o maternidad hasta la habilidad para aparcar, desde el deseo de presentarse a las elecciones hasta la capacidad para recordar una discusión.
En los últimos años, ciertos científicos han trasladado a la cultura popular estas explicaciones biológicas de las diferencias entre hombres y mujeres adultos. Simon Baron-Cohen es un respetado investigador, catedrático de psicopatología del desarrollo en la Universidad de Cambridge, cuyo influyente libro La gran diferencia ha fortalecido este tipo de argumentos. En él defiende que las mujeres invierten más esfuerzo en sus relaciones sociales, mientras que a los hombres les interesan los sistemas. Se sirve de anécdotas que juegan con los estereotipos: "Una mujer puede iniciar una conversación con una amiga diciendo, por ejemplo: 'Me encanta tu vestido, tienes que decirme dónde lo compraste. Estás guapísima, te queda fenomenal con el bolso'. Entre dos hombres, la maniobra de apertura sería esta: '¿Cómo estaba el tráfico en la M11? Yo suelo ir por la A1M, por Royston y Baldock se ahorra mucho tiempo, sobre todo ahora que están en obras detrás de Stansted'". Explica estas diferencias en función de los genes y las hormonas: "Todas las pruebas nos conducen en la misma dirección: la sospecha de que la testosterona (especialmente en las fases tempranas del desarrollo) afecta al cerebro y, por tanto, al comportamiento". En general, la tesis de Baron-Cohen es que "el cerebro femenino está configurado para la empatía. El cerebro masculino está predominantemente configurado para la comprensión y construcción de sistemas".
Hay muchos más científicos que, como Baron-Cohen, han trasladado a la cultura popular sus ideas acerca de la necesidad de prestar más atención a los factores biológicos a la hora de discutir las diferencias de género. Por ejemplo, el famoso psicólogo Steven Pinker escribió en su éxito de ventas La tabla rasa que, del mismo modo que las niñas juegan más a las mamás y a adoptar roles sociales y los niños a pelearse, perseguirse y manipular objetos, las mujeres invierten más energía en su vida afectiva y los hombres compiten entre sí recurriendo a la violencia o los logros profesionales. Argumenta que probablemente sea la biología, y no el entorno social, lo que subyace a estas diferencias. Otros autores han pasado también del ámbito académico al comercial con sus escritos sobre el tema, como la neuropsiquiatra Louann Brizendine, en cuyo libro El cerebro femenino se explica que una mujer "suele entender los sentimientos de los demás, mientras que un hombre parece incapaz de detectar una emoción a menos que alguien empiece a llorar o amenace con ejercer algún tipo de violencia física"; o Susan Pinker, psicóloga, que en su libro La paradoja sexual explica que las mujeres abandonen el mundo profesional al llegar a los puestos más altos o que los hombres sean capaces de triunfar contra todo pronóstico en función de sus respectivos niveles de oxitocina y testosterona.
(...) Es digno de notar que esta tendencia a insistir en que la igualdad entre hombres y mujeres está limitada por condicionantes biológicos imposibles de obviar aparece justo en el momento en que las mujeres ocupan un papel cada vez más relevante y variado en la vida pública y los hombres empiezan a animarse a adoptar en los hogares lo que antes se consideraba el papel femenino. (...) Aunque pueda haber pequeñas diferencias generales en la capacidad intelectual y emocional de cada sexo, no tiene sentido afirmar que se trata de certezas que afectan a todos (ni siquiera a casi todos) los hombres y mujeres, pero gran parte del trabajo que se realiza actualmente sobre estas diferencias no nos ofrece nada más que estereotipos, en vez de mostrar la verdadera variabilidad de hombres y mujeres. (...) Para quienes suscriben el discurso del determinismo biológico, el mundo contemporáneo encaja muy bien con las aptitudes innatas de hombres y mujeres. No produce insatisfacción ni frustración, no hay ninguna contradicción entre nuestros deseos y nuestra situación. Todas las desigualdades que vivimos se explican gracias a la distinta configuración genética y hormonal de hombres y mujeres: si las mujeres ganan menos, si los hombres tienen más poder, si las mujeres asumen más trabajo doméstico o si los hombres tienen más reconocimiento social se debe simplemente a que así son las cosas. El determinismo biológico del siglo XXI funciona en este sentido exactamente igual que el del siglo XIX, que advertía a las mujeres que aspiraban al cambio que no estaban hechas para estudiar o esforzarse físicamente.
Muñecas vivientes. El regreso del sexismo, de Natasha Walter. Traducción de María Álvarez Rilla. Ediciones Turner. Precio: 24 euros. Se publica el 18 de octubre.
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