domingo, 8 de noviembre de 2009

PRENSA. 8 noviembre 2009 (2). "Placebo", artículo de Justo Navarro



En "El País" (Andalucía), este artículo del escritor Justo Navarro, sobre el profesorado y la enseñanza:

PLACEBO

No quiero asustarme, pero los colegios tienen que ir muy mal cuando la Administración prepara una norma que exige que los alumnos respeten a sus profesores. Que los alumnos deban respetar al profesor ha dejado de ser una obviedad para convertirse en una orden y, cuando alguien debe mandar por escrito que se le tenga respeto, es que antes ha perdido el respeto que merecía. El caso es tan grave que los responsables de la Junta quieren también reglamentar el derecho del profesor a ser respetado por la familia, la comunidad y la sociedad, como si los profesores hubieran caído en tal descrédito que ni la familia, ni la comunidad ni la sociedad les tuvieran consideración. Y, puesto que la Administración se exigirá a sí misma prestar al profesor apoyo y reconocimiento, uno teme que, hasta este momento, ni lo haya apoyado ni haya reconocido suficientemente sus méritos.
Hoy ser profesor es ser un héroe. Los maestros sufren, más allá de la falta de respeto, asaltos e insultos. Para reforzar su autoridad se mira a un modelo: el Madrid de Esperanza Aguirre y el PP, un ejemplo educativo para las Administraciones de izquierda en algunas cosas, según parece. Así se demuestra dónde están las ideas hegemónicas en estos tiempos. En Madrid se hace lo más coherente: no gastan frases inútiles ordenando respeto, sino que consideran al profesor una autoridad pública contra la que el posible atacante cometería un delito de atentado. No sé si les darán una placa o un uniforme a los profesores para que la gente sepa con quién se la juega. Aquí quieren ponerles uniforme a los alumnos.
No es inusual. Se hace así en los colegios privados de siempre, ahora concertados en su mayoría, y en algunos públicos, y, en tiempos de Franco, en Granada hubo un instituto, el Ángel Ganivet, entonces exclusivamente de niñas, en el que las alumnas vestían reglamentariamente falda gris y jersey naranja. Hoy hay quien piensa que los colegios públicos no pueden obligar a sus alumnos a llevar uniforme. Pero, digo yo, si el Estado obliga a los ciudadanos a ficharse en las comisarías de policía dando su huellas dactilares casi en plena adolescencia, ¿por qué no los va a uniformar en las escuelas, lo mismo que a los militares y a los ujieres? Está claro que no podrá forzar a los padres a pagar el uniforme con dinero que no tengan, pero esto, más que un problema, es una ventaja: los fondos públicos reavivarán la economía, la industria textil y el comercio.
La cuestión del uniforme y el respeto a los profesores es en este momento un síntoma del colapso de la enseñanza pública. Los responsables del Estado se han tomado la demolición de las escuelas a su cargo con la mejor voluntad posible. Si la enseñanza era obligatoria y los alumnos debían aguantar hasta los 16 años, había que hacerles agradable el encierro: que todo fuera fácil, sin trabajo, a la altura de los niños y de su realidad. Era un modo de condenar a los niños a no salir jamás de su realidad por fea que fuera, y permanecer siempre a la misma altura. Los programas escolares fueron devastados en contra de la voluntad de la mayoría de los profesores. Ni siquiera se les garantizó a los estudiantes el dominio de la herramienta básica para entenderse con el mundo: su propio idioma. La escuela pública, que en un tiempo existía para romper a través de la educación las diferencias entre los ciudadanos, se convirtió en el instrumento para consagrar eternamente las desigualdades sociales. Quizá el uniforme sea ahora un buen placebo contra la desigualdad.
La escuela está en el mundo. Y, en estos años de oro que han volado, tenías que ser tan imbécil y pobre como el maestro para quedarte quieto en una habitación, sin ni siquiera estudiar, aburrido, sobre todo si eres joven y fanático del mercado, del dinero rápido y brillante, del teléfono móvil, como los mejores de tus mayores.

No hay comentarios: