martes, 3 de noviembre de 2009

Recomendación de LECTURA. Sándor Márai



Hace veinte años -en febrero de 1989- moría Sándor Márai, quizá uno de los escritores contemporáneos de obligada lectura (podemos encontrar gran parte de su obra en la editorial Salamandra y en la colección de bolsillo "Quinteto").

Reproducimos un breve fragmento de ¡Tierra, Tierra!, segundo volumen de sus memorias, publicado en 1972 -va de los libros y su importancia-:

[Cuenta el narrador que, tras la Segunda Guerra Mundial, acude a París].

   En París, dos años después de que las armas callaran, las imprentas ya estaban funcionando a pleno rendimiento. Yo me detenía delante de los escaparates de las librerías que conocía preso de un sentimiento de devoción y entraba con urgencia. Detrás del mostrador encontraba a los libreros de antaño, auténticos representantes de su gremio, que no sólo vendían, sino que también leían los libros, y hubo algunos que reconocieron al hijo pródigo que volvía a casa y me saludaron con amabilidad y deferencia. Al pedirles consejo e información  para saber por dónde retomar el contacto con los libros después de un cortocircuito espiritual que había durado demasiado tiempo, algunos me confesaban, encogiéndose de hombros, que tenían libros en abundancia, pero que algo malo les estaba sucediendo. "Hay demasiados libros", me comentaban gruñendo con un deje de insatisfacción profesional.
   Cuando empecé a hojearlos para escoger algunos, comprendí aquellas quejas expresadas entre dientes. Mientras pasaba las páginas con gran aplicación, iba creciendo en mí la sospecha de que, efectivamente, algo malo había sucedido con los libros en Occidente. Era obvio que no sólo se trataba de que las editoriales occidentales -liberadas de la camisa de fuerza de la guerra, del aislamiento rígido, de la censura y la falta de materias primas- lanzaban al mercado con prisa, nerviosismo y codicia todo lo que tuvieran entre manos, todo lo que clamaba ser publicado, todo lo que pedía salir a la luz desde la oscuridad, no; le había sucedido algo al libro como forma literaria. Era como si los libros no estuvieran hechos de ideas, nervios, recuerdos y ensueños, sino de sucedáneos: los sustitutos de productos espirituales se apilaban, se amontonaban y se ofrecían en los escaparates. No se trataba de literatura de pacotilla, sino de otra cosa; la literatura de pacotilla siempre había existido, pero asumía su condición con sinceridad y no pretendía velar el verdadero rostro de la literatura. Sin embargo, esa paraliteratura que emergía como una inundación espiritual lo cubría todo, incluso las secciones de crítica de los periódicos y las revistas.
   (...) las dos décadas siguientes me demostrarían que había intuido el peligro de una manera instintiva: la esencia del libro había cambiado. Los libros se propagaban con la rapidez de una epidemia (como sus lectores y sus autores), y el libro masificado ya no era más que un instrumento auxiliar para el ser humano masificado, como las vitaminas, la radio o el automóvil. Todo el mundo tenía libros, pero muy pocos esperaban una respuesta de ellos: esperaban conocimientos, diversión o sorpresas, escándalos, experiencias emocionantes, pero ya quedaban muy pocos que esperaran una respuesta. (...) Había cada vez más publicaciones que salían de las fábricas de libros, los escritores escribían a marchas forzadas, producían cada vez más, y también nacían nuevos géneros: florecieron la industria epistolar y la de biografías póstumas. Sin embargo, cada vez menos gente tenía fe en el libro... Y sin fe no puede haber literatura.

De ¡Tierra, Tierra!, publicado por la editorial Salamandra. Barcelona, 2002. Páginas 289-292.

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