martes, 10 de noviembre de 2009

LECTURA. "Cándido", de Voltaire (2)



Capítulo II



Qué fue de Cándido entre los búlgaros


Cándido, arrojado del paraíso terrenal, fue andando mucho tiempo sin saber a dónde, lloroso, alzando los ojos al cielo, volviéndolos una y otra vez hacia el más hermoso de los castillos, que encerraba a la más linda de las baronesitas; se acostó sin cenar en mitad del campo entre dos surcos. Caían gruesos copos de nieve al día siguiente. Cándido, empapado, llegó arrastrándose como pudo al pueblo inmediato, que se llama Valdberghoff-trarbk-dikdorff, sin un ochavo en la faltriquera y muerto de hambre y fatiga. Se paró lleno de pesar a la puerta de una taberna, y repararon en él dos hombres con vestidos azules.
-Camarada -dijo uno- aquí tenemos un gallardo mozo, de la estatura requerida.
Se acercaron a Cándido y lo convidaron a comer con mucha cortesía.
-Señores -les dijo Cándido con encantadora modestia- mucho favor me hacen ustedes, pero no tengo para pagar mi parte.
-Señor -le dijo uno de los azules-, las personas de su aspecto y de su mérito nunca pagan. ¿No tiene usted cinco pies y cinco pulgadas de alto?
-Sí, señores, ésa es mi estatura -dijo haciendo una cortesía.
-Vamos, caballero, siéntese usted a la mesa, que no sólo pagaremos, sino que no consentiremos que un hombre como usted ande sin dinero; los hombres han sido hechos para socorrerse unos a otros.
-Razón tienen ustedes -dijo Cándido-; así me lo ha dicho mil veces el señor Pangloss, y ya veo que todo es perfecto.
Le ruegan que admita unos escudos; los toma y quiere dar un vale; pero no lo quieren, y se sientan a la mesa.
-¿No ama usted tiernamente?...
-Sí, señores -respondió Cándido-; amo tiernamente a la señorita Cunegunda.
-No preguntamos eso -le dijo uno de aquellos dos señores-; preguntamos si no ama usted tiernamente al rey de los búlgaros.
-En modo alguno -dijo-, porque no le he visto en mi vida.
-Vaya, pues es el más encantador de los reyes. ¿Quiere usted que brindemos a su salud?
-Con mucho gusto, señores -y brinda.
-Basta con eso -le dijeron-; ya es usted el apoyo, el defensor, el adalid, el héroe de los búlgaros; su fortuna está hecha; su gloria, afianzada.
Le echaron al punto un grillete al pie y se lo llevan al regimiento; lo hacen volverse a derecha e izquierda, meter la baqueta, sacar la baqueta, apuntar, hacer fuego, acelerar el paso, y le dan treinta palos: al otro día hizo el ejercicio un poco menos mal y no le dieron más de veinte; al tercero recibe solamente diez, y sus camaradas lo tuvieron por un portento.
Cándido, estupefacto, aún no podía entender bien de qué modo era un héroe. Un día de primavera se le ocurrió irse a paseo, y siguió su camino derecho, creyendo que era privilegio de la especie humana y de la especie animal servirse de sus piernas a su antojo. No había andado dos leguas, cuando surgen otros cuatro héroes de seis pies que lo alcanzan, lo atan y lo llevan a un calabozo. Le preguntan jurídicamente si prefería ser fustigado treinta y seis veces por las baquetas de todo el regimiento, o recibir una vez sola doce balazos en la mollera. Inútilmente alegó que las voluntades eran libres y que no quería ni una cosa ni otra; fue forzoso que escogiera, y, en virtud de la dádiva de Dios que llaman libertad, se resolvió a pasar treinta y seis veces por las baquetas, y sufrió dos tandas. Se componía el regimiento de dos mil hombres, lo cual hizo justamente cuatro mil baquetazos que de la nuca al trasero le descubrieron músculos y nervios. Iban a proceder a la tercera tanda, cuando Cándido, sin poder aguantar más, pidió por favor que tuvieran la bondad de levantarle la tapa de los sesos; obtiene ese favor, se le vendan los ojos, lo hacen hincar de rodillas. En ese momento, pasa el rey de los búlgaros, se informa del delito del paciente, y, como este rey era hombre de grandes luces, por todo cuanto le dicen de Cándido comprende que es éste un joven metafísico muy ignorante en las cosas del mundo y le otorga el perdón con una clemencia que será muy loada en todas las gacetas y en todos los siglos. Un diestro cirujano curó a Cándido con los emolientes que enseña Dioscórides. Un poco de cutis tenía ya, y empezaba a poder andar, cuando dio el rey de los búlgaros batalla al de los ávaros.






Capítulo III


De cómo se libró Cándido de los búlgaros, y de lo que le sucedió


No había nada más hermoso, más diestro, más brillante, más bien ordenado que ambos ejércitos: las trompetas, los pífanos, los oboes, los tambores y los cañones formaban tal armonía cual nunca hubo en los infiernos. Primeramente, los cañones derribaron unos seis mil hombres de cada parte; después la fusilería barrió del mejor de los mundos unos nueve o diez mil bribones que infectaban su superficie; y, por último, la bayoneta fue la razón suficiente de la muerte de otros cuantos miles. Todo ello podía sumar cosa de treinta millares. Cándido, que temblaba como un filósofo, se escondió lo mejor que pudo durante esta heroica carnicería.
En fin, mientras ambos reyes hacían cantar un Te Deum, cada uno en su campo, se resolvió nuestro héroe ir a discurrir a otra parte sobre los efectos y las causas. Pasó por encima de muertos y moribundos hacinados y llegó a un lugar inmediato; estaba hecho cenizas; era una aldea ávara que, conforme a las leyes de derecho público, habían incendiado los búlgaros; aquí unos ancianos acribillados de heridas contemplaban morir a sus esposas degolladas, con los niños apretados a sus pechos ensangrentados. Más allá, exhalaban el postrer suspiro muchachas destripadas, después de haber saciado los deseos naturales de algunos héroes; otras, medio tostadas, clamaban por que las acabaran de matar; la tierra estaba sembrada de sesos al lado de brazos y piernas cortadas.
Cándido huyó a toda prisa a otra aldea que pertenecía a los búlgaros, y que había sido igualmente tratada por los héroes ávaros. Al fin, caminando sin cesar por encima de miembros palpitantes, o atravesando ruinas, salió del teatro de la guerra, con algunas cortas provisiones en la mochila y sin olvidar nunca a Cunegunda. Al llegar a Holanda se le acabaron las provisiones; mas, habiendo oído decir que la gente era muy rica en este país y que eran cristianos, no le quedó duda de que le darían tan buen trato como el que le dieron en el castillo del señor barón, antes de que lo echaran a causa de los bellos ojos de la señorita Cunegunda.
Pidió limosna a muchos sujetos graves; todos le dijeron que si seguía en aquel oficio lo encerrarían en una casa de corrección para enseñarle a vivir. Se dirigió luego a un hombre que acababa de hablar una hora seguida en una crecida asamblea sobre la caridad, y el orador, mirándolo de reojo, le dijo:
-¿A qué vienes aquí? ¿Estás por la buena causa?
-No hay efecto sin causa -respondió modestamente Cándido-; todo está encadenado necesariamente y ordenado para lo mejor; ha sido menester que me echaran de casa de la señorita Cunegunda y que me dieran carreras de baquetas, y es menester que mendigue el pan hasta que lo pueda ganar; nada de esto podía ser de otra manera.
-Amiguito -le dijo el orador-, ¿crees que el Papa es el anticristo?
-Nunca lo había oído -respondió Cándido-; pero séalo o no, yo no tengo pan que comer.
-Ni lo mereces -replicó el otro-; anda, bribón, anda, miserable, y que no te vuelva a ver en mi vida.
Se asomó en esto a la ventana la mujer del ministro, y, viendo a uno que dudaba de que el Papa fuera el anticristo, le tiró a la cabeza un vaso lleno de... ¡Oh cielos, a qué excesos se entregan las damas por celo religioso!
Uno que no había sido bautizado, un buen anabaptista, llamado Jacobo, testigo de la crueldad y la ignominia con que trataban a uno de sus hermanos, a un ser bípedo y sin plumas, que tenía alma, lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza y dos florines, y además quiso enseñarle a trabajar en su fábrica de tejidos de Persia que se hacen en Holanda. Cándido, arrodillándose casi a sus plantas, clamaba:
-Bien decía el maestro Pangloss, que todo era para mejor en este mundo, porque infinitamente más me conmueve la mucha generosidad de usted que la inhumanidad de aquel señor de capa negra y de su señora mujer.
Yendo al otro día de paseo se encontró con un mendigo cubierto de lepra, casi ciego, la punta de la nariz carcomida, la boca torcida, los dientes ennegrecidos y el habla gangosa, atormentado por una violenta tos, y que a cada esfuerzo escupía una muela.

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