sábado, 9 de octubre de 2010

CUENTO. "El vendedor de pararrayos" (y 2), de Herman Melville (1819-1891)

Herman Melville
El vendedor de pararrayos (y 2)
Pero antes de que la frase se me hubiera terminado de escapar, otra exclamación se le escapó:
-¡Ahí se estrelló! Sólo tres pulsos, a menos de un tercio de milla, en algún sitio en ese bosque. Por allí pasé junto a tres robles fulminados, arrancados de un tirón y chispeantes. El roble atrae el rayo más que cualquier otra madera, porque tiene hierro en solución en su savia. Su piso parece de roble.
-Corazón de roble. Dado el singular momento de su visita, supongo que usted elige a propósito el tiempo tormentoso para sus viajes. Cuando el trueno ruge, usted juzga que es la hora más favorable para producir impresiones favorables para su comercio.
-¡Escuche! ¡Atroz!
-Para tratarse de alguien que debería quitar el miedo a otros, usted parece desmedidamente miedoso. La gente común elige el buen tiempo para sus viajes: usted prefiere el tormentoso, y sin embargo...
-Acepto que viajo en medio de las tormentas; pero no sin adoptar muy especiales precauciones, que sólo un especialista en pararrayos puede conocer. ¡Escuche ese! Rápido... mire mi ejemplar de muestra. Sólo un dólar el pie.
-Un hermoso pararrayos, me atrevo a asegurarlo. Pero ¿cuáles son esas tan especiales precauciones suyas? Antes permítame cerrar esos postigos; la lluvia penetra a través del bastidor. La atrancaré.
-¿Está loco? ¿No sabe que esa tranca de hierro es un inmejorable conductor de la electricidad? Desista.
-Entonces me limitaré a cerrar los postigos, y llamaré a mi muchacho para que me traiga una tranca de madera. Por favor, haga sonar esa campanilla, allí.
-¿Perdió la cabeza? El tirador de alambre de esa campana podría electrocutarlo. Nunca toque la campana durante una tormenta eléctrica, ni esta ni ninguna otra.
-¿Ni siquiera la de los campanarios? ¿Me va a decir dónde y cómo puede uno estar a salvo en un tiempo como este? ¿Hay alguna parte de mi casa que yo pueda tocar con esperanzas de vida?
-La hay. Pero no donde usted está parado ahora. Aléjese de la pared. La corriente se descarga a veces por la pared, y como un hombre es mejor conductor que una pared, abandonará esta para abalanzarse sobre él. ¡Zas! Ese debe haber caído muy cerca. Tiene que haber sido un rayo globular.
-Muy probablemente. Dígamelo de una vez; ¿cuál es, en su opinión, la parte más segura de esta casa?
-Esta sala, y este sitio en el que estoy parado. ¡Arrímese!
-Las razones, primero.
-¡Oiga! Tras el relámpago, las rachas de viento... los bastidores tiemblan... ¡la casa, la casa!... ¡Acérquese a mí!
-Las razones, por favor.
-¡Venga y acérquese a mí!
-Gracias otra vez, pero creo que voy a probar mi sitio de siempre... junto al fuego. Y ahora, Señor del Pararrayos, entre las pausas de los truenos, sea bueno y dígame cuáles son sus razones para considerar esta única sala de la casa como la más segura, y ese preciso sitio en que usted está parado como el más seguro en ella.
Entonces se produjo una momentánea interrupción de la tormenta. El hombre del Pararrayos pareció aliviado, y replicó:
-La suya es una casa de un piso, con un ático y una bodega; esta sala está entre ellos. De aquí su seguridad relativa. Porque el rayo salta a veces de las nubes a la tierra, y a veces de la tierra a las nubes. ¿Comprende? Y yo elegí el medio de la sala porque si el rayo golpeara la casa entera, lo haría a través de la chimenea o las paredes, así que, obviamente, cuanto más lejos nos hallemos de ellas, mejor. Venga, acérquese ahora.
-En seguida. Extrañamente, algo de lo que usted acaba de decir me ha inspirado confianza, en vez de alarmarme.
-¿Qué he dicho?
-Dijo que a veces los rayos saltan de la tierra a las nubes.
-Sí, el rayo inverso, se le llama; cuando la tierra, sobrecargada de electricidad, descarga sus sobras a las alturas.
-El rayo inverso; es decir, de la tierra al cielo. Mejor y mejor. Pero venga aquí, a secarse junto al fuego.
-Estoy mejor aquí, y mucho mejor mojado.
-¿Cómo?
-Es lo más seguro que puede hacer... ¡Escuche, otra vez! ...empaparse de lo lindo durante una tormenta eléctrica. Las ropas mojadas son mejores conductores que el cuerpo; de modo que si un rayo lo alcanzara, podría pasar por las ropas mojadas sin tocar el cuerpo. La tormenta se intensifica nuevamente. ¿Tiene una alfombra? Las alfombras son aislantes. Traiga una, en la que ambos podamos pararnos. El cielo oscurece... parece de noche a mediodía... ¡Escuche! ¡La alfombra, la alfombra!
Le di una, mientras las montañas encapotadas parecían abalanzarse y precipitarse sobre la cabaña.
-Y ahora, ya que de nada nos servirá quedarnos mudos -le dije, volviendo a ocupar mi lugar-, cuénteme cuáles son las precauciones para adoptar cuando se viaja en tiempo tormentoso.
-Espere hasta que esta tormenta haya pasado.
-No, adelante con las precauciones. Está en el lugar más seguro, de acuerdo con su propia explicación. Continúe.
-Brevemente, entonces. Evito los pinos, las casas altas, los graneros apartados, las praderas elevadas, las corrientes de agua, los rebaños de ganado, los grupos humanos. Si viajo a pie, como hoy, no marcho a paso ligero. Si viajo en mi coche, no toco sus costados ni su parte trasera. Si viajo a caballo, desmonto y conduzco al caballo. Pero, por sobre todo, evito a los hombres altos.
-¿Sueño? ¿El hombre evita al hombre? ¿Y en momentos de peligro, para colmo?
-Durante las tormentas eléctricas yo evito a los hombres altos. ¿Es usted tan groseramente ignorante como para no saber que la altura de un caminante de seis pies es suficiente para atraer la descarga de una nube eléctrica? ¡Cuántos de esos imponentes labradores de Kentucky fueron derribados sobre el surco inconcluso! Si un hombre de esos se aproximara a un arroyo, veces habría en que la nube lo escoge a él como conductor, desechando el agua. ¡Escuche! Seguro que dio en el pináculo negro. Sí, un hombre es un buen conductor. El rayo quema al hombre de punta a punta, pero apenas descorteza al árbol. Señor, me ha tenido tanto tiempo contestando sus preguntas, que no he hablado todavía de negocios. ¿Va a ordenar uno de mis pararrayos? ¿Ve este ejemplar de muestra? Es del mejor cobre. El cobre es el mejor conductor. Su casa es baja; mas, como está sobre las montañas, su poca altura no la pone a salvo. Ustedes, los montañeses, son los más expuestos. El vendedor de pararrayos debería hacer más negocios en las regiones montañosas. Mire esta muestra, señor. Un pararrayos será suficiente para una casa pequeña como esta. Examine esas recomendaciones. Sólo un pararrayos, señor; costo, sólo veinte dólares. ¡Escuche! Allá van esas moles de granito, arrojadas como guijarros. Por el ruido, deben haber destrozado algo. Puesto a una altura de cinco pies sobre la casa, protegerá un círculo de veinte pies de radio. Sólo veinte dólares, señor... un dólar el pie. ¡Escuche! ¡Espantoso! ¡Lo ordenará! ¿Va a comprarlo? ¿Anoto su nombre? ¡Imagine lo que es convertirse en un montón de vísceras carbonizadas, como un caballo atado que se incendia con su establo! ¡Todo en el tiempo que dura un rayo!
-Pretendido enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Júpiter Tonante -reí yo-, mero hombre que viene aquí a interponer su cuerpo y su artificio entre la tierra y el cielo, ¿cree que porque es capaz de arrancar un reverbero de luz verde de la botella de Leyden, puede eludir los rayos celestiales? Si esa varilla se oxida o se rompe, ¿qué es de usted? ¿Quién le ha dado el poder, a usted, Tetzel, para vender de puerta en puerta sus indulgencias a fin de sustraerse a las disposiciones divinas? Los cabellos de nuestras cabezas están contados, y contados están los días de nuestras vidas. Mientras retumbe el trueno o a la luz del sol, me pongo con confianza en manos de mi Creador. ¡Fuera, comerciante falso! Mire, la tormenta se repliega; la casa está intacta, y en el arco iris sobre el cielo azul leo que la Deidad no hará la guerra a la tierra del hombre.
-¡Canalla impío! -balbuceó el extraño, mientras su rostro se oscurecía en la misma medida en que resplandecía el arco iris-. ¡Revelaré sus ideas paganas!
Su rostro amenazante ennegreció aún más; los círculos de color índigo se agrandaron alrededor de sus ojos, como anillos de tormenta alrededor de la Luna de medianoche. Se arrojo sobre mí; las tres puntas de su artefacto apuntando a mi corazón.
Lo así; lo partí en dos; lo tiré al piso; lo pisoteé; y arrastrando al oscuro rey del rayo fuera de mi casa, arrojé tras él su informe cetro de cobre.
Pero a pesar de mi tratamiento, y a pesar de mis conversaciones disuasivas con mis vecinos, el vendedor de Pararrayos todavía habita esta tierra; sigue viajando en tiempos de tormenta, y hace pingües negocios con los miedos del hombre.

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