viernes, 8 de octubre de 2010

CUENTO. "El vendedor de pararrayos" (1), de Herman Melville (1819-1891)

Herman Melville
El vendedor de pararrayos (1)
Qué trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.
¡Atención! Hay alguien a la puerta.
¿Quién es este que elige tiempo de tormenta para ir de visita? ¿Y por qué no usa el llamador, en vez de producir ese lóbrego llamado de agente de pompas fúnebres, golpeando la puerta con el puño? Pero hagamos que entre. Ah, aquí viene.
-Buen día, señor -era un completo desconocido-. Le ruego que se siente.
¿Qué sería esa especie de bastón de extraña apariencia que traía consigo?
-Hermosa tormenta, señor.
-¿Hermosa? ¡Terrible! Está empapado. Siéntese aquí junto al hogar, frente al fuego.
-¡Por nada del mundo!
El extraño se erguía ahora en el centro exacto de la cabaña, donde se había plantado desde un comienzo. Su rareza invitaba a un escrutinio escrupuloso. Una figura enjuta, lúgubre. Cabello oscuro y lacio, enmarañado sobre la frente. Sus ojos hundidos estaban rodeados por halos de color índigo, y jugaban con una especie inofensiva de relámpago: un resplandor al que le faltaba el rayo. Todo él chorreaba agua. Estaba de pie sobre un charco en el desnudo piso de roble: su extraño bastón descansaba verticalmente a su lado.
Era una vara de cobre pulido, de cuatro pies de largo, unida longitudinalmente a un palo de madera bien trabajada, mediante inserciones en dos bolas de cristal verdoso, rodeadas por bandas de cobre. La vara de metal terminaba en un extremo como un trípode, con tres brillantes púas doradas. Él sostenía el conjunto sólo por la parte de madera.
-Señor -le dije, muy ceremoniosamente-, ¿tengo el honor de recibir una visita de ese dios ilustre, Júpiter Tonante? Así se erguía él en la estatua griega de antaño, empuñando el rayo. Si usted es él, o su virrey, tengo que agradecerle esta noble tormenta que ha lanzado sobre nuestras montañas. Escuche: ese fue un glorioso estruendo. ¡Ah, para un amante de lo majestuoso, es bueno tener al Tronador mismo de visita en la propia cabaña! Hace que los truenos suenen más hermosos. Pero le ruego que tome asiento. Es cierto que ese viejo sillón de mimbre es un pobre sustituto de su trono en el Olimpo, pero condescienda a sentarse.
Mientras yo así le hablaba, el extraño me miraba, medio maravillado, medio horrorizado, pero inmóvil.
-Vamos, señor, siéntese; necesita secarse antes de volver a salir.
Invitándolo con un gesto, puse una silla junto al hogar donde esa tarde había encendido un pequeño fuego para disipar la humedad, no el frío, porque estábamos a principios de septiembre.
Pero sin hacer caso de mi solicitud, y siempre de pie en medio de la sala, el extraño me miró ominosamente, y dijo:
-Señor, discúlpeme; pero en vez de aceptar su invitación a sentarme allá junto al fuego, yo le advierto solemnemente que lo mejor que puede hacer usted es aceptar la mía y pararse a mi lado en medio de la habitación. ¡Cielos! -añadió, con un respingo-. ¡Otro de esos atroces estruendos! ¡Se lo aviso, señor, aléjese del fuego!
-Señor Júpiter Tonante -dije yo, frotando tranquilamente mi cuerpo contra la piedra-, estoy muy bien aquí.
-¿Entonces usted es tan terriblemente ignorante -exclamó- como para no saber que la parte más peligrosa de una casa, durante una tempestad terrorífica como esta, es la chimenea?
-No, no lo sabía -respondí, alejándome involuntariamente un paso de la chimenea.
El forastero mostró tan desagradable aire de satisfacción por el éxito de su advertencia, que -otra vez involuntariamente- volví a acercarme al fuego, y me erguí en la posición más orgullosa que pude asumir. Pero no dije nada.
-¡En nombre del Cielo! -exclamó, con extraña mezcla de alarma e intimidación-. ¡En nombre del Cielo, aléjese del fuego! ¿No sabe que el aire caliente y el hollín son conductores? ¡Para no hablar de esos enormes morillos de hierro! ¡Deje ese lugar! ¡Se lo suplico! ¡Se lo ordeno!
-Señor Júpiter Tonante, no estoy acostumbrado a recibir órdenes en mi propia casa.
-No me llame con ese nombre pagano. Usted es profano en esta época de terror.
-Señor, ¿sería tan bondadoso como para decirme de qué se ocupa? Si busca refugio de la tormenta, es bienvenido, en la medida en que se muestre educado; pero si usted viene por algún negocio, dígalo abiertamente. ¿Quién es usted?
-Soy vendedor de pararrayos -dijo el extraño, suavizando su tono-, mi especialidad es... ¡El Cielo tenga piedad de nosotros! ¡Qué estrépito! ¿Lo alcanzó un rayo alguna vez... a su casa, quiero decir? ¿No? Lo mejor es estar prevenido -y haciendo sonar su vara metálica contra el piso, añadió-: las tormentas eléctricas no se detienen ante palacios, no se detienen ante nada en el mundo; y, sin embargo, sí, diga sólo una palabra, y podré hacer un Gibraltar de esta cabaña, con unos pocos pases de esta vara. ¡Escuche! ¡Qué conmociones como Himalayas!
-Usted se interrumpió; estaba por hablar de su especialidad.
-Mi especialidad consiste en viajar por el país en busca de órdenes de compra de pararrayos. Este es mi ejemplar de muestra -palmeando su vara-. El mes pasado coloqué en Criggan veintitrés pararrayos en sólo cinco edificios.
-Déjeme recordar. ¿No fue en Criggan donde la semana pasada, hacia la medianoche del sábado, fueron fulminados el campanario, el gran olmo y la cúpula del salón de actos? ¿Contaban con alguno de sus pararrayos?
-El árbol y la cúpula no, el campanario sí.
-¿Para qué sirve entonces su pararrayos?
-Usarlo es una cuestión de vida o muerte. Pero mi operario se descuidó. Al sujetar el pararrayos a la cumbrera del campanario, dejó que una parte metálica rozara la plancha de chapa. De ahí el accidente. No fue mi culpa, sino de él. ¡Escuche!
-No se moleste. Ese trueno sonó lo bastante fuerte como para ser escuchado sin que nadie lo señale con el dedo. ¿Supo algo de la catástrofe del año pasado en Montreal? Una criada fulminada junto a su lecho, con un rosario en la mano; las cuentas eran de metal. ¿Su recorrido se extiende hasta el Canadá?
-No. Y escuché que allí sólo usan pararrayos de hierro. Deberían usar el mío, que es de cobre. El hierro se funde fácilmente. Y la vara es tan delgada, que su grosor es insuficiente para conducir toda la corriente eléctrica. El metal se derrite; el edificio es destruido. Mis pararrayos de cobre nunca funcionan así. Esos canadienses son tontos. Algunos conectan el pararrayos por su extremo superior, corriendo el riesgo de provocar una mortífera explosión, en vez de llevar imperceptiblemente la descarga a tierra, como este pararrayos hace. El mío es el único pararrayos verdadero. ¡Mírelo! Sólo un dólar por pie.
-Su manera improcedente de presentarse bien podría suscitar desconfianza.
-¡Escuche! El trueno se vuelve menos rezongón. Se está acercando a nosotros, y acercándose a la tierra, también. ¡Escuche! ¡Un estruendo unísono! ¡Todas las vibraciones se hicieron una por la cercanía! ¡Otro relámpago! ¡Un momento!
-¿Qué hace? -dije, al ver que, renunciando en un instante a su vara, se dirigía resueltamente hacia la ventana, con sus dedos índice y medio de la mano derecha apoyados sobre la muñeca de la izquierda.

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