miércoles, 31 de marzo de 2010

MIGUEL DELIBES, en el recuerdo. "La mortaja"

Primeras páginas de La mortaja (1970):

El valle, en rigor, no era tal valle sino una polvorienta cuenca delimitada por unos tesos blancos e inhóspitos. El valle, en rigor no daba sino dos estaciones: invierno y verano y ambas eran extremosas, agrias, casi despiadadas. Al finalizar mayo comenzaba a descender de los cerros de greda un calor denso y enervante, como una lenta invasión de lava, que en pocas semanas absorbía las últimas humedades del invierno. El lecho de la cuenca, entonces, empezaba a cuartearse por falta de agua y el río se encogía sobre sí mismo y su caudal pasaba en pocos días de una opacidad lora y espesa a una verdosidad de botella casi transparente. El trigo, fustigado por el sol, espigaba y maduraba apenas granado y a primeros de junio la cuenca únicamente conservaba dos notas verdes: la enmarañada fronda de las riberas del río y el emparrado que sombreaba la mayor de las tres edificaciones que se levantaban próximas a la corriente. El resto de la cuenca asumía una agónica amarillez de desierto. Era el calor y bajo él se hacía la siembra de los melonares, se segaba el trigo, y la codorniz, que había llegado con los últimos fríos de la Baja Extremadura, abandonaba los nidos y buscaba el frescor en las altas pajas de los ribazos. La cuenca parecía emanar un aliento fumoso, hecho de insignificantes partículas de greda y de polvillo de trigo. Y en invierno y verano la casa grande, flanqueada por el emparrado, emitía un "bom‑bom" acompasado, casi siniestro, que era como el latido de un enorme corazón.
El niño jugaba en el camino, junto a la casa blanca, bajo el sol, y sobre los trigales, a su derecha, el cernícalo aleteaba sin avanzar, como si flotase en el aire, cazando insectos. La tarde cubría la cuenca compasivamente y el hombre que venía de la falda de los cerros, con la vieja chaqueta desmayada sobre los hombros, pasó por su lado, sin mirarle, empujó con el pie la puerta de la casa y casi a ciegas se desnudó y se desplomó en el lecho sin abrirlo. Al momento, casi sin transición, empezó a roncar arrítmicamente.
El Senderines, el niño, le siguió con los ojos hasta perderle en el oscuro agujero de la puerta; al cabo reanudó sus juegos.
Hubo un tiempo en que al niño le descorazonaba que sus amigos dijeran de su padre que tenía nombre de mujer; le humillaba que dijeran eso de su padre, tan fornido y poderoso. Años antes, cuando sus relaciones no se habían enfriado del todo, el Senderines le preguntó si Trinidad era, en efecto, nombre de mujer. Su padre había respondido:
‑Las cosas son según las tomes. Trinidad son tres, dioses y no tres diosas, ¿comprendes? De todos modos mis amigos me llaman Trino para evitar confusiones.
El Senderines, el niño, se lo dijo así a Canor. Andaban entonces reparando la carretera y solían sentarse al caer la tarde sobre los bidones de alquitrán amontonados en las cunetas. Más tarde, Canor abandonó la Central y se marchó a vivir al pueblo a casa de unos parientes. Sólo venía por la Central durante las Navidades.
Canor, en aquella ocasión, se las mantuvo tiesas e insistió que Trinidad era nombre de mujer como todos los nombres que terminaban en "dad" y que no conocía un solo nombre que terminara en "dad" y fuera nombre de hombre.

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