sábado, 27 de marzo de 2010

MIGUEL DELIBES, en el recuerdo. "La hoja roja"

Miguel Delibes

Éstas son las primeras páginas de La hoja roja, publicada en 1959:

Por tercera vez en la vida el viejo Eloy se erigía esta noche en protagonista de algo. La primera fue cuando su boda; la segunda cuando su intervención en la Sociedad Fotográfica allá por el año 1933. Tres años antes, su amigo Pepín Vázquez le dijo un día aquella cosa tremenda de que la jubilación era la an­tesala de la muerte. Pero, en 1933, Pepín Vázquez ya se había largado al otro mundo sin necesidad de guar­dar antesala.
En puridad, los mejores ratos de su vida los pasó el viejo Eloy con sus amigos de la Sociedad Fotográ­fica. A Pacheco, el óptico, su Presidente, le decía: "Pa­checo, si desearía ser rico es por la fotografía. Hoy día la fotografía es un lujo". Mas el viejo Eloy nunca logró pasar de aficionado. Una vez, allá por el 1932, cuando Leoncito, el chico, ganó las oposiciones, se mercó una "Contax" a plazos, con una luminosidad de lente 3,5, y entonces advirtió su sensibilidad, su buena disposición para la plástica. Obtuvo alguna fo­tografía de mérito y se dio de alta en la Sociedad. Le atraían los problemas técnicos y asistía con avidez a las conferencias y las proyecciones.Un día, Pacheco, el óptico, le dijo de improviso: "Don Eloy, el domingo actuará usted". Él se sintió abochornado. Dijo: "No tengo nada que valga la pena, hijo". Pero Pacheco sonreía: "Lo dicho", dijo. Insistió él, tenuemente: "Me explico mal y tengo poca voz". Sin embargo a Lucita le cayó en gracia la cosa. Lucita, su mujer, nunca debió casarse con él; debió hacerlo con un hombre un poco más decorativo. Él la hizo vivir en un plano de extremada modestia. En reali­dad, el viejo Eloy vivió 36 años junto a Lucita, pero jamás llegó a comprenderla del todo. Aquel domin­go, al regreso de las proyecciones, Lucita le dijo: "Para ese papel, más hubiéramos adelantado quedándonos en casa". Él apuntó tímidamente: "Ya le advertí a Pa­checo; yo no tengo ingenio ni tengo voz, pero él se obstinó". Dijo ella irritada: "No basta con decirlo".
El viejo imaginaba que tal vez la fotografía pudie­ra llenar el hueco de su jubilación. Se analizó deteni­damente en la gigantesca luna y mentalmente se dio el vistobueno. Vestía el traje rayado que le confeccio­nara Téllez, el sastre real, en 1941, y la corbata de pi­qué agrisada que Lucita le regalara allá por el 1943. Mauro Gil, su compañero de negociado, le había di­cho la víspera: "Asistirá el señor Alcalde, don Eloy; él siempre le ha distinguido". Y él, ahora, se observó con ojos críticos, con ojos inquisitivos de señor Alcal­de. Pareció satisfecho de su inspección. Tan sólo los zapatos negros, cargados del lado derecho, le azora­ban un poco. Quince años arriba, cuando aún el frío no se asentara en su cuerpo, el viejo sudaba por los pies y deformaba el calzado. Ahora el zapato izquier­do le lastimaba levemente en el empeine: "En cuanto los caliente cederá —se dijo—. Además, nadie tiene por qué mirar debajo de los manteles". Dio media vuelta y con lento ademán extrajo el pañuelo del bolsillo. Le brillaban tenuemente los agujeritos de la na­riz en los bordes anteriores. El viejo se limpió sin sonarse, plegó el pañuelo y lo guardó de nuevo. Luego se asomó al pasillo y llamó:
—¡Desi!
—¡Señorito!
Le alcanzó la voz inflamada de la muchacha antes de que su rostro obtuso, de tez renegrida y frente ce­rril, traspusiera la puerta de la cocina:
—¡Ave María! —la chica hizo un borroso ademán, como si se persignase.
—¿Ocurre algo, Desi?
La muchacha sonrió y al sonreír se acentuó su ex­presión elemental.
—Ande y que tampoco se ha puesto usted chulo. ¿Va de fiesta? —dijo.
—Algo parecido a eso —respondió el viejo—. Voy a que me den el cese.
—¿El cese?
—El retiro, hija.
—¿El retiro?
—Es la ley.
—¿Qué es la ley, señorito?
El viejo carraspeó banalmente:
—Bueno, supongo que la ley es eso que se ha in­ventado para que los hombres no hagamos nunca lo que nos da la gana. ¿Me explico o no me explico, hija?
Ella levantó los hombros y sonrió. Tenía un aire desgalichado y torpe con la pobre bata que apenas le ocultaba las corvas, las pinzas en la cabeza y las ma­nos rojizas, hinchadas como sapos, desmayadas so­bre el vientre:
—¿Es mala la ley, señorito?
El viejo se arropó en el abrigo y se cruzó la bufanda sin responder. En determinados momentos, la cu­riosidad de la chica le irritaba. Dijo desde la puerta:
—Cuando sepas leer, aprenderás todas esas cosas. Desi —dijo, y añadió—: No me esperes, hija, regre­saré tarde.
Perdido en la noche urbana, pensó de nuevo en Lucita y en sus paseos vespertinos, cuando él anali­zaba críticamente las bocas de riego y las papeleras públicas y los rincones con inmundicias y ella le re­gañaba: "No estás trabajando ahora, Eloy; ésas son cosas de ellos". "Ellos" eran el señor Alcalde y los Concejales. Pero el viejo jamás se desentendía, en nin­guna coyuntura, de su condición de funcionario mu­nicipal, aunque luego Carrasco, su compañero de Ne­gociado, le mortificase levantando el dedo índice y echándole en cara que él entró en la Corporación de gracia, en tanto ellos, los jóvenes, hubieron de some­terse a las inciertas peripecias de una oposición.
Lucita, su mujer, le decía: "Deja quietas las basuras, Eloy, o no vuelvo a salir de casa". Mas su vocación era más fuerte que él mismo y sus paseos recataban siem­pre el objetivo de las necesidades municipales. Una tar­de, el viejo Eloy se detuvo en la Plaza Mayor, con una sonrisa complacida colgándole de los labios. "¿Qué?", inquirió Lucita, siempre en guardia. El le mostró las nuevas carretillas de la limpieza y los escobillones de brezo. Dijo orgullosamente: "Mujer, hemos estrenado material". Lucita, su mujer, tampoco le comprendió en­tonces. Chilló enojada: "¡Por Dios bendito, Eloy! Deja de pensar en las basuras o me volverás loca".

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