miércoles, 23 de septiembre de 2009

PRENSA. "Palabras, palabras, palabras", artículo de Alfonso Ramírez Arellano


En "El Día de Córdoba", este artículo del psicólogo y escritor Alfonso Ramírez Arellano:


PALABRAS, PALABRAS, PALABRAS

A los trece años, si querías que los mayores te escucharan, tenías que recitar de memoria los nombres de los jugadores del Betis o ser capaz de bromear sobre una mala jugada del equipo contrario, preferiblemente el Sevilla. Así eran las cosas en mi soleado barrio sevillano, junto al Benito Villamarín. Así eran, excepto en mi casa, en la que se hablaba de política y literatura. Yo tenía un hermano cinco años mayor y un padre que se pasaba el día leyendo y escribiendo.

Las conversaciones literarias de sobremesa con mi hermano versaban sobre Valle-Inclán, Faulkner o Zola; sobre El Jarama o El Castillo y las discusiones políticas sobre Azaña, Marx o Bakunin. En ese ambiente, tan ajeno a las sanas costumbres deportivas de mi barrio, sabía que de nada me valdrían los conocimientos futbolísticos. Si quería "tocar bola" tendría que leer.

Me leí de un solo trago El Castillo de Kafka. Contra todo pronóstico, no se me indigestó. Desde luego no era un libro de aventuras como los que había leído hasta entonces. Parecía un acta notarial de las dificultades que se le acumulaban al señor K sin que éste pudiera hacer nada por evitarlo, lo cual resultaba agobiante. Nada que ver con el deslumbramiento que me produjo un año después la selva chilena de Neruda en Confieso que he vivido. Volviendo a El Castillo, sentí una mezcla de admiración literaria -era extrañamente fácil de leer por lo bien escrito que estaba- y de pena. No me daba pena el protagonista, sino el autor.

Desde muy pronto comprendí que las palabras no eran sólo palabras, que no a todas se las lleva el viento, porque algunas son sólidas como rocas y otras más rápidas que un huracán, que hablar no es sólo referirse a lo que pasa, es también lo que pasa y lo que hace que pasen determinadas cosas. Una sencilla sugerencia de mi hermano o de mi padre podían hacerme cambiar de actitud o experimentar nuevos puntos de vista, sólo por la confianza que tenía en sus palabras y en las lecturas que me recomendaban. Mi padre me prescribió Azorín para corregir mi tendencia barroca a la subordinación y me habló de Zola cuando vio despuntar en mí el germen de la rebeldía social. Era difícil acertar con ellos, porque no había una respuesta acertada. Lo que más valoraban era una opinión propia y una buena defensa.

Hablo de ellos, de mi hermano y mi padre, porque pertenecían completamente al dominio de la palabra, escrita y hablada. Para mi madre, en cambio, las palabras tenían un sentido instrumental. Estaban al servicio del amor y también del humor; si no, no servían.

Conocí otros ejemplos de palabras-acción: las órdenes de mi sargento en la mili que se obedecían sí o sí, los poemas de amor que inducían a un sutil movimiento de atracción o las recetas. Una receta médica o de cocina sólo pide que se sigan sus pasos. Los textos prescriptivos son así, se acatan o se dejan. Otra cosa son los resultados: un potaje de garbanzos o el remedio de una otitis. Olvidar las infinitas cualidades de las palabras conduce a problemas de comunicación entre los seres humanos. Como psicólogo sé que hay palabras como puños y palabras como caricias, palabras como navajas y palabras como besos, porque trabajo diariamente con sus consecuencias.

Pero leer no es exactamente comunicarse. ¿O sí? Leer, como todas las cosas importantes de la vida, encierra su propia paradoja. Leemos en soledad, pero siempre en compañía o en referencia a otros.

Hay un enfoque científico que se empeña en estudiar al ser humano como una caja negra de la que sólo se pueden conocer los input y los output. Pero la literatura se ocupa primordialmente de lo que ocurre dentro de la caja. Ilumina con metáforas brillantes su supuesta oscuridad, llena de aventuras, de acciones y emociones su presunta quietud.

Hay personas oscuras, pero no somos cajas negras, vivimos en nuestro propio laberinto, pero no somos ratas de laboratorio y aunque padezcamos un empacho de razón no somos computadoras. Somos actores y dramaturgos de nuestras vidas. Inventores de una trama y unos personajes que tienen que jugar su destino en un escenario hecho con otras tramas y otros personajes. Pero si queremos saber cuál es nuestra verdadera identidad, tenemos que escuchar la voz del narrador, esa voz que despierta con la conciencia de las palabras, que ni en sueños se interrumpe aunque se exprese en imágenes, y que sólo calla, suponemos, con la muerte. Estamos hechos de materia narrativa, por eso nos gusta leer.

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