viernes, 4 de septiembre de 2009

LECTURA. "Pena de muerte", relato de Georges Simenon


Hoy se cumplen 20 años de la muerte del escritor francés Georges Simenon, creador del comisario Maigret. Aquí, uno de sus cuentos.

PENA DE MUERTE

El peligro más grande, en esta clase de asuntos, es llegar a hastiarse. El "plantón", como se dice, duraba ya doce días; el inspector Janvier y el brigadier Lucas se relevaban con una paciencia incansable, pero Maigret había tomado a su cuenta un buen centenar de horas porque él solo, en suma, sabía quizá a dónde quería llegar.
Aquella mañana, Lucas le había telefoneado desde el bulevar de Batignolles:
-Los pájaros tienen aspecto de querer volar... La mujer del cuarto acaba de decirme que están cerrando sus maletas...
A las ocho, Maigret estaba de guardia en un taxi, no lejos del hotel Beauséjour, con una maleta a sus pies.
Llovía. Era domingo. A las ocho y cuarto la pareja salía del hotel con tres maletas y llamaba un taxi. A las ocho y media, éste se detenía ante una cervecería de la estación del Norte, frente al gran reloj. Maigret bajaba también de su coche y, sin esconderse, se sentaba en la terraza, en un velador contiguo al de sus "pájaros".
No sólo llovía, sino que hacía frío. La pareja se había instalado cerca de un brasero. Cuando el hombre distinguió al comisario, a su pesar, hizo un movimiento con la mano hacia su sombrero hongo y, sin embargo, su compañera apretaba más contra ella su abrigo de pieles.
-¡Un ponche, camarero!
Los demás también tomaban ponche y los que pasaban les rozaban. El camarero iba y venía. La vida de un domingo por la mañana alrededor de una gran estación continuaba como si no estuviese en juego la cabeza de un hombre.
La aguja, por su parte, avanzaba a sacudidas por el cuadrante del reloj y, a las nueve, la pareja se levantó, se dirigió hacia una ventanilla.
-Dos segundas "ida" Bruselas...
-Segunda simple a Bruselas -dijo Maigret como un eco.
Luego los andenes atestados, el rápido en el que había que encontrar sitio, un compartimiento, en la cabeza, cerca de la máquina, en donde por fin la pareja se acomodó y en donde el comisario colocó su maleta en la red. La gente se abrazaba. El joven del sombrero hongo bajó para comprar periódicos y volvió con un paquete de semanarios y revistas ilustradas.
Era el rápido de Berlín. Había una gran algarabía. Se hablaban todas las lenguas. Una vez el tren en marcha, el joven, sin quitarse los guantes, empezó a leer un periódico mientras que su compañera, que parecía tener frío, ponía con gesto instintivo su mano sobre la de su compañero.
-¿Hay vagón restaurante? -preguntó alguien.
-¡Creo que después de la frontera! -contestó otra persona.
-¿Se para en la aduana?
-No. La inspección tiene lugar en el tren, a partir de Saint-Quentin...
Los arrabales, luego bosques hasta donde alcanzaba la vista; después Compiègne, en donde no se detuvo más que el tiempo de la parada.
El joven, de tanto en tanto, levantaba los ojos de su periódico y su mirada recorría el plácido rostro de Maigret.
Estaba cansado, era cierto. Maigret, que también echaba las mismas ojeadas furtivas, lo encontraba más pálido que los demás días, todavía más nervioso, más crispado, y hubiera jurado que sería incapaz de decirle lo que leía desde hacía una hora.
-¿No tienes hambre? -preguntó la joven.
-No...
Fumaba cigarrillos y pipas. Estaba oscuro. Las aldeas dejaban ver calles mojadas y vacías, iglesias en las que tal vez se decía la misa mayor.
Y Maigret tampoco intentaba volver a sopesar los hechos uno a uno, precisamente por temor al hastío, porque, después de dos semanas y media, sólo pensaba en aquel asunto.
El joven, frente a él, iba vestido sobriamente, más como un inglés que como un parisino: traje gris hierro, abrigo gris sin botones aparentes, sombrero hongo y, para completar el conjunto, un paraguas que había colocado en la red inferior.
Si se hubiese pronunciado su nombre en el compartimiento, todo el mundo hubiese temblado, porque, entre los periódicos diseminados sobre las rodillas, la mitad por lo menos hablaban todavía de él.
Un bonito nombre: Jehan d'Oulmont. Una excelente familia belga, varias veces representada en la Historia. Jehan d'Oulmont era rubio; tenía los rasgos bastante finos, pero la piel, demasiado sensible, enrojecía con facilidad, y los rasgos fácilmente agitados por tics nerviosos.
Por dos veces Maigret lo había tenido frente a él, en su despacho de la Policía Judicial y, por dos veces, durante horas, había intentado en vano hacer doblegar al joven.
-¿Admite que desde hace dos años es la desesperación de su familia?
-¡Eso le importa a mi familia!
-Después de haber iniciado sus estudios de Derecho, lo han echado de la Universidad de Lovaina por notoria mala conducta.
-Vivía con una mujer...
-¡Perdón! Con una mujer a la que un negociante de Anvers mantenía...
-¡El detalle carece de importancia!
-Maldecido por su familia, vino a París... Se le ha visto sobre todo en las carreras y en los locales nocturnos... Se hacía llamar Conde d'Oulmont, título al que no tiene derecho...
-Hay gentes a las que esto les gusta...
Siempre la misma sangre fría, a despecho de una palidez enfermiza.
-Conoció a Sonia Lipchitz y no ignoraba nada de su pasado...
-No me permito juzgar el pasado de una mujer...
-A los veintitrés años, Sonia Lipchitz ya ha tenido numerosos protectores... El último le dejó una cierta fortuna que ella ha dilapidado en menos de dos años...
-Lo que prueba que no soy interesado, porque, en ese caso, habría llegado demasiado tarde...
-No ignora que su tío, el conde Adalbert d'Oulmont -se tiene, en su familia, gusto por los nombres originales-, no ignora, digo, que bajaba cada mes a París por algunos días, en el hotel del Louvre...
-Para vengarse de la vida austera que se cree obligado a llevar en Bruselas...
-¡Sea!... Su tío, antiguo acostumbrado al hotel, reservaba siempre el mismo apartamento, el 318... Cada mañana montaba a caballo, en el Bois, almorzaba a continuación en un cabaret de moda y luego se encerraba en su apartamento hasta las cinco...
-¡Debía necesitar reposo! -replicaba cínicamente el joven- ¡A su edad!...
-A las cinco hacía subir al peluquero y a la manicura y...
-Y frecuentaba a continuación, hasta las dos de la mañana, los lugares en los que se encuentran mujeres hermosas...
-Todavía exacto...
Porque, si el conde d'Oulmont, en cierta época de su vida, había sido un diplomático distinguido, era forzoso admitir que con la edad se había identificado poco a poco con el repertorio de viejos verdes y que no le faltaba ni la peluca.
-Siempre se ha dicho...
-Y le ayudó varias veces con sus subsidios...
-Y con sus lecciones de moral... Una cosa compensa la otra...
-Dos días antes del drama, en un bar de los Champs Elysées, usted le presentó a su amante Sonia Lipchitz...
-Como usted le hubiese presentado a su mujer...
-¡Perdón! Tomaron el aperitivo los tres y luego, bajo el pretexto de una cita de negocios, usted los dejó solos... En este momento, usted estaba, usted y Sonia, como se dice, a dos velas. Después de haber vivido largo tiempo en el hotel Berry, cerca de los Champs Elysées, en donde dejó a una ardiente coqueta, cuesta verle ahora yendo a parar a un hotel más que modesto del bulevar Batignolles...
-¿Me lo reprocha?
-Hay que creer que Sonia no le gustó a su tío, que la dejó inmediatamente después de cenar para ir a un pequeño teatro...
-¿Otro reproche?
-Dos días después, el viernes, hacia las tres y media, el conde d'Oulmont era asesinado en su apartamento, en donde, como de costumbre, echaba la siesta... Según el dictamen del forense, fue abatido por un golpe violento propinado por medio de un tubo de plomo o una barra de hierro...
-Ya he sido registrado... -contestó socarronamente el joven.
-¡Lo sé! E incluso tenía una coartada. Me enseñó, al día siguiente, su carné de apuestas, porque usted es un aficionado a las carreras... La tarde de la muerte, estaba en Longchamp y apostó a dos caballos en cada carrera... Boletos de la Mutua, encontrados en su abrigo, lo han establecido así y camaradas suyos lo vieron una o dos veces en el transcurso de la tarde...
-¿Usted ve?
-Lo que no impide que hubiese tenido tiempo, en el curso de la reunión, de subir a un taxi y llegar hasta su tío...
-¿Alguien me vio?
-Conoce lo bastante el hotel del Louvre para saber que no se presta atención a las idas y venidas de los clientes habituales... Sin embargo, un botones cree acordarse...
-¿No le parece que es demasiado vago?
-Una suma de treinta y dos mil francos en billetes franceses le fue robada a su tío.
-¡De tenerlos, hubiera tenido tiempo de pasar la frontera!
-También lo sé. No se encontró nada en su hotel. ¡Mejor! Dos días más tarde, su amante empeñaba sus dos últimos anillos en el Crédito Municipal y usted vive ahora de los cinco mil francos que ella recibió a cambio...
-¡Por lo tanto...!
¡Ése era todo el asunto! Dicho de otra manera, casi el crimen perfecto. La coartada era de las que no se pueden contradecir con éxito. Gente había visto a Jehan en las carreras aquella tarde. Pero, ¿a qué hora?
Había jugado. Pero, en ciertas carreras, su amante había podido jugar por él y no hay mucha distancia entre Longchamp y la calle Rivoli.
¿Un tubo de plomo, una masa de hierro? Todo el mundo puede procurarse uno y desembarazarse de él sin dificultad. Y todo el mundo, con un poco de habilidad, puede introducirse en un gran hotel sin hacerse notar.
¿El golpe de los anillos empeñados a los dos días? ¿El carné de apuestas de d'Oulmont?
-Usted mismo admite -decía este último- que mi buen tío recibía a veces mujeres en su cuarto. ¿Por qué no busca por ese lado?
Y, lógicamente, no había ni una fisura en su razonamiento. Tenía tan poco que, cuando se presentó en el Quai des Orfèvres, tras dos interrogatorios, y había manifestado el deseo de volver a Bélgica, se había visto obligado, a falta de elementos suficientes, a darle la autorización.
He aquí el porqué, desde hacía doce días, Maigret empleaba su vieja táctica: hacer seguir a su hombre paso a paso, minuto a minuto, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, hacerlo seguir ostensiblemente a fin de que el hastío, si se producía en uno de los dos campos, se produjese a su lado.
He aquí por qué también, aquella mañana, había tomado sitio en el compartimiento, frente al joven que, al verle, había esbozado un saludo y estaba obligado, durante horas, a representar la comedia de la desenvoltura.
¡Crimen vicioso! ¡Crimen sin excusa! ¡Crimen tanto más odioso en cuanto que cometido por un pariente de la víctima, por un muchacho instruido y sin taras aparentes! ¡Crimen a sangre fría también! ¡Crimen casi científico!
Para los jurados, esto se traduce por una cabeza que cae. Y aquella cabeza, un poco pálida, cierto, apenas coloreada en los pómulos, se levantó para la inspección aduanera.
Faltó poco para que hubiese protestas en el compartimiento. Maigret había dado órdenes por teléfono y, para la pareja, el registro fue minucioso, tan minucioso que se hacia indiscreto.
Resultado: ¡nada! Jehan d'Oulmont sonreía con su pálida sonrisa. Sonreía a Maigret. Sabía que era su enemigo. Se percataba también de que era una guerra de usura, pero una guerra en la que su cabeza estaba en juego.
Uno lo sabía todo: el asesino. Cuándo, cómo, en qué minuto, en qué circunstancias había sido cometido el crimen.
Pero el otro, Maigret, que fumaba su pipa, a despecho de los gemidos de su vecina, a la que molestaba el tabaco, ¿qué sabía? ¿Qué había descubierto?
¡Guerra de agotamiento, sí! Pasada la frontera, Maigret carecía del derecho de intervenir y se acababan de divisar los primeros caseríos de Borinage.
Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Por qué se obstinaba? ¿Por qué en el vagón restaurante, a donde la pareja iba a tomar el aperitivo, se instalaba en la misma mesa, amenazador y silencioso?
¿Por qué en Bruselas iba al Palace, en donde Jehan d'Oulmont y su amante tomaban un apartamento?
¿Había descubierto Maigret una fisura en la coartada? ¿Había olvidado Jehan d'Oulmont algún detalle que lo había traicionado?
¡Claro que no! En ese caso, lo hubiese arrestado en Francia, lo hubiese entregado a los tribunales franceses, lo que comportaba, sin disputa, la pena de muerte...
Y Maigret, en el Palace, ocupaba la habitación contigua. Maigret dejaba su puerta abierta, bajaba detrás de la pareja al restaurante, paseaba tras ellos a lo largo de los escaparates de la calle Neuve, entraba en la misma cervecería, siempre obstinado y tranquilo en apariencia.
Sonia estaba casi tan febril como su compañero. Al día siguiente no se levantó hasta las dos y la pareja almorzó en su habitación. Y oían el sonido del teléfono, porque Maigret encargaba el almuerzo.
Un día... Dos días... Los cinco mil francos debían acabarse... Maigret seguía allí, con la pipa en la boca, las manos en los bolsillos, sombrío y paciente.
Pero, ¿qué sabía? ¿Quién hubiera podido decir lo que sabía?
¡En verdad Maigret no sabía nada! Maigret "sentía". Maigret estaba seguro del caso; hubiera apostado su apellido a que tenía razón. Pero en vano había dado vueltas cien veces al problema en su cabeza, había interrogado a los choferes de París y en particular a los especialistas en carreras.
-¡Ya sabe! Vemos tanto... ¿Tal vez...?
Tanto más cuanto que Jehan d'Oulmont no tenía nada de particular y que las gentes a las que enseñaba su fotografía reconocían inmediatamente a algún otro.
El olfato no bastaba. La convicción, tampoco. La justicia exige una prueba y Maigret seguía buscando sin saber quién se cansaría primero. Paseó tras la pareja por el Jardín Botánico. Asistió a veladas de cine. Comió y cenó en excelentes cervecerías, como le gustaba, y se atiborró de cerveza.
A la lluvia la había reemplazado una especie de nieve fundida. El martes, calculaba el comisario, apenas les quedaban trescientos francos belgas a sus víctimas y tal vez, se dijo, tendrían que echar mano del "tesoro escondido".
Era una vida agotadora y, por la noche, tenía que despertarse al menor ruido producido en la vecina habitación. Pero seguía como esos perros que, tumbados en el suelo, se dejan aplastar antes que retroceder.
La gente, a su alrededor, continuaba sin darse cuenta de nada. Se servía al pálido Jehan d'Oulmont como a un cliente cualquiera, sin percatarse de que su cabeza no estaba muy segura sobre sus hombros. En una casa de baile alguien invitó a Sonia; luego desapareció, la volvió a invitar una hora más tarde y jugó tercamente con su bolso. Ese alguien, que parecía un joven de buena familia, hizo de lejos una señal de amistad a d'Oulmont.
Era poca cosa. Transcurría ya el tercer día en Bruselas. Sin embargo, en aquel minuto, Maigret tuvo por fin la esperanza de triunfar.
Lo que hizo entonces era tan poco corriente en él que la señora Maigret se hubiese quedado de una pieza. Se dirigió hacia el bar de la boîte y se tomó varias copas en compañía de mujeres que lo asaltaban; pareció divertirse mas allá de los límites admitidos y acabó, casi vacilante, por invitar a Sonia a bailar.
-¡Si puede tenerse en pie! -dijo secamente.
Dejó su bolso sobre la mesa, dirigió una ojeada a su amante, pero éste a su vez salió a bailar con una de las señoras de la casa.
En aquel momento, mientras las dos parejas estaban mezcladas entre las demás, bajo una luz anaranjada, ¿quién hubiera podido prever lo que iba a pasar?
Maigret, acabado el baile, no estaba solo. Un hombrecillo vestido de negro lo acompañaba hasta la mesa de la pareja y era él quien pronunciaba:
-¿Señor Jehan d'Oulmont?... Sin ruido... Sin escándalo... Estoy encargado por la Sûreté belga de detenerlo...
El bolso seguía allí, sobre la mesa. Maigret parecía pensar en otra cosa.
-¿Detenerme en virtud de qué?
-De una orden de extradición...
Entonces la mano de d'Oulmont alcanzó el bolso. Luego, de repente, el joven se incorporó, apuntó sobre Maigret un revólver y...
-He ahí uno que no irá al paraíso -farfulló.
Una detonación. Maigret seguía de pie, con las manos en los bolsillos. Jehan, con el revólver en la mano, se asustaba. Los bailarines huían. El habitual maremágnum...
-¿Comprende? -decía Maigret al jefe de la Sûreté de Bruselas-. Yo carecía de pruebas. ¡Sólo tenía indicios! Y lo sabía tan inteligente como yo... Que había matado a su tío, yo era incapaz de demostrarlo. Y sin duda hubiese escapado al castigo si...
-¿Si...?
-Si no hubiese sido antiguo estudiante de Derecho y si la pena de muerte hubiese existido realmente en Bélgica... Me explico... En Francia, mató a su tío por necesidad de dinero... Sabía que allí su cabeza estaba en juego... Refugiado en Bruselas, está seguro de la extradición si el crimen llega a ser probado... ¡Y yo continúo detrás de él! Dicho de otra forma, tal vez tengo indicios o pruebas... No tiene salvación... O más bien sí... Una cosa puede salvarlo de la guillotina, una cosa que ya salvó al asesino Danse... El que comete una nueva muerte, antes de efectuarse la extradición, será juzgado por la Justicia belga, que no conoce la pena de muerte, pero que lo enviará a la cárcel para el resto de sus días...
Este es el dilema en el que he querido arrinconarlo siguiéndolo paso a paso. Carecía de arma. El gesto de su amante, esta noche, mientras la pareja estaba en las últimas, me ha hecho ver que habían conseguido, gracias a la complicidad de un antiguo camarada, procurarse una, que se encuentra en el bolso.
Durante el baile, un agente ha cambiado el revólver cargado de balas por uno cargado con salvas...
Luego el arresto...
Jehan d'Oulmont, asustado, que se juega la cabeza, prefiere cadena perpetua en Bélgica y dispara...
¿Comprende?".
¡Había comprendido, sí! Había comprendido que un segundo crimen salvaba la vida al asesino del anciano conde d'Oulmont.
Por lo demás, la sonrisa sarcástica del joven proclamaba:
-¡Ya ve como no tendrá mi cabeza!
-¡Su cabeza, no! ¡Lo que no impide que ya no pueda hacer daño!
¡Y que, por fin, Maigret tenía derecho a pensar en otra cosa!

No hay comentarios: