sábado, 26 de septiembre de 2009

LECTURA. CLÁSICOS DE AVENTURAS. "Robinson Crusoe", de Daniel Defoe



Así comienza la novela de Daniel Defoe, publicada en 1719 -la traducción es de Julio Cortázar-:

ROBINSON CRUSOE

1. PRIMERAS AVENTURAS DE ROBINSON

Nací en el año 1632 en la ciudad de York, de buena fa­milia aunque no del país, pues mi padre, oriundo de Bremen, se había dedicado al comercio en Hull, donde logró una buena posición. Desde entonces, y luego de abandonar su trabajo, se radicó en York, donde casó con mi madre; ésta pertenecía a los Robinson, una distinguida familia de la región, y de ahí que yo fuera llamado Robinson Kreutznaer, aunque por la habitual corrupción de voces en Inglaterra se nos llama Crusoe, nombre que nosotros mis­mos nos damos y escribimos y con el cual me han cono­cido siempre mis compañeros.
Siendo el tercero de los hijos, y no preparado para nin­guna carrera, mi cabeza empezó a llenarse temprano de de­sordenados pensamientos. Mi anciano padre me había dado la mejor educación que el hogar y una escuela común pueden proveer, y me destinaba a la abogacía; pero yo no ansiaba otra cosa que navegar y mi inclinación a los viajes me hizo resistir tan fuertemente la voluntad y las órdenes de mi padre, así como las persuasiones de mi madre y mis amigos, que se hubiera dicho que existía algo de fatal en esa tendencia que me arrastraba directamente hacia un destino miserable.
Mi padre, hombre prudente y serio, trató con sus exce­lentes consejos de hacerme abandonar el intento que había adivinado en mí. Una mañana me llamó a su habitación, donde lo retenía la gota, para hacerme cordiales advertencias sobre mis proyectos. Con su tono más afectuoso me rogó que no cometiera una chiquillada y me precipitara a desdichas que la naturaleza y mi posición en la vida pare­cían propicias a evitarme; no tenía yo necesidad de ga­narme el pan puesto que él me ayudaría con su impulso a obtener la situación acomodada que me había destinado; en fin, si no lograba una posición en el mundo sería sólo por culpa mía o del destino, sin que tuviera él que rendir cuentas de ello, ya que cumplía con su deber al prevenirme contra actitudes que sólo redundarían en mi desgracia; en una palabra, me aseguró que haría mucho por mí si me quedaba en casa, pero que no quería tener participación al­guna en mis desventuras alentándome a partir. Para termi­nar me señaló el ejemplo de mi hermano mayor, con el cual había empleado el mismo género de persuasiones a fin de evitar que fuera a las guerras de Flandes, no pudiendo sin embargo impedir que sus juveniles impulsos lo llevaran a la lucha donde encontró la muerte. Me aseguró que no dejaría de rogar por mí, pero que se aventuraba a decirme que si me dejaba arrastrar por mi impulso Dios no me acompaña­ría, quedándome sobrado tiempo para lamentar haber de­soído los consejos paternales, y ello cuando ya nadie pu­diera acompañarme en mi arrepentimiento.
Sus palabras me afectaron profundamente, como es na­tural, y resolví abandonar toda idea de viajes, estable­ciéndome en casa de acuerdo con la voluntad paterna. Mas, ¡ay!, muy pocos días disiparon los buenos propósitos, y unas semanas después me decidí a evitar lo que conside­raba importunidades de mi padre yéndome de su lado. Sin embargo, no permití que el calor de mi resolución me arrastrara. Y acudiendo a mi madre un día en que la creí de mejor humor que otras veces le confié que mis deseos de conocer el mundo eran tan irresistibles que jamás podría dedicarme a cosa alguna que me lo impidiera, y agregué que mi padre haría mejor en darme su consentimiento que obligarme a partir sin él. Ya tenía yo dieciocho años, edad demasiado avanzada para entrar de aprendiz en cualquier comercio o como pasante en un bufete, y si me forzaban a ello estaba seguro de escapar de mi amo a toda costa y lan­zarme al mar. Por fin le aseguré que, si convencía a mi pa­dre de que me dejara partir y a mi regreso encontraba yo que el viaje no me había gustado, le prometía no volver a intentarlo jamás y rescatar, con todo celo y diligencia, el tiempo perdido.
Todo esto sólo sirvió para encolerizar a mi madre. Me dijo que era vano hablar a mi padre del asunto, que lo sa­bía demasiado seguro de cuál era el camino provechoso para dar un consentimiento que sólo sería mi desgracia, y se maravilló de que pudiera insistir después de la conversa­ción que había tenido con él y las tiernas y bondadosas fra­ses que había empleado conmigo; en fin, si yo estaba dis­puesto a perderme, no había manera de impedirlo, pero ja­más mi intención lograría el consentimiento de ambos; por su parte no estaba dispuesta a colaborar en mi ruina y nunca podría decirse de ella que había obrado contra la vo­luntad de su esposo.
Aunque se cuidó de decir todo esto a mi padre, vine a sa­ber más tarde que le contó lo ocurrido y que el anciano, tras de mostrar gran preocupación, dijo suspirando:
—El muchacho sería dichoso si se quedara en casa, pero si se lanza a viajar será el hombre más infeliz que haya pi­sado la tierra. No puedo darle mi consentimiento.
Sólo un año después de todo esto dejé mi casa, aunque entretanto me mantuve sordo a toda proposición que se me hizo de dedicarme al comercio, y discutía frecuentemente con mis padres sobre lo que yo consideraba su empecina­miento contra mis más ardientes inclinaciones. Pero un día, hallándome casualmente en Hull y sin la menor intención de escaparme en esa oportunidad, encontré un amigo que se embarcaba para Londres en el barco de su padre y que me instó a que lo acompañara, valiéndose del cebo habitualmente empleado por los marinos, esto es, que el pasaje no me costaría nada. Sin consultar a mis padres ni comunicarles mi partida, dejándolos que se enteraran como pudie­sen; sin pedir la bendición de Dios ni la de mi padre y sin cuidado alguno de las circunstancias y las consecuencias de mi acción, en un día aciago como Dios sabe, el primero de septiembre de 1651 me embarqué en aquel navío rumbo a Londres. No creo que las desgracias de ningún mucha­cho aventurero hayan comenzado tan pronto y durado tanto. Apenas habíamos salido del Humber cuando se de­sató el viento y las olas empezaron a encresparse horrible­mente; yo, que jamás había estado en el mar, sufrí a la vez el padecimiento del cuerpo y el terror del alma. Me puse a pensar seriamente en lo que había hecho, y con qué justicia me castigaba el cielo por mi perversa conducta al abando­nar la casa de mi padre y mi deber.
Entretanto la tormenta crecía y el mar, aún desconocido para mí, parecía levantarse, aunque nunca en la forma en que lo vi más adelante; no, nunca como lo vi unos días des­pués. Pero entonces bastaba para impresionar a un joven marino que no tenía noción alguna al respecto. Me parecía que cada ola iba a tragarnos, y que cada vez que el barco se hundía, en lo que a mí me daba la impresión de ser el fondo del mar, jamás volvería a surgir a la superficie. En tal estado de terror hice solemnes promesas y adopté la re­solución de que, si Dios llevaba su bondad a perdonarme la vida y me permitía desembarcar a salvo, iría directamente a la casa de mis padres para no volver a pisar la cubierta de una nave en lo que me quedara de vida. Prometí también que seguiría el consejo paterno sin precipitarme nunca más en tan miserables andanzas; veía claramente ahora la justeza de sus palabras acerca de una cómoda medianía en la vida, cuán fácil y confortable había transcurrido para él la existencia, lejos de toda tempestad en el mar y conflicto en la tierra; y decidí volver, como el hijo pródigo, a casa de mis padres.
Mis prudentes y sosegados pensamientos duraron lo que la tormenta y hasta un poco más; pero al día siguiente el viento había amainado, el mar estaba menos revuelto y yo comencé a habituarme a ambos. No obstante me mantuve serio todo el día, a lo que hay que sumar un resto de ma­reo, pero hacia la tarde el tiempo aclaró completamente, el viento cesó en absoluto y tuvimos un hermoso crepúsculo. Con igual claridad que al ponerse se levantó el sol a la si­guiente mañana; soplaba apenas una brisa, el mar estaba terso y el sol, brillando sobre las aguas, componía el más hermoso de los espectáculos que me fuera dado ver.
Habiendo dormido profundamente me sentía ya libre del mareo, y lleno de ánimo miraba maravillado el mar tan te­rrible el día anterior y capaz de mostrarse tan sereno y agradable muy poco después. Entonces, como para impe­dir que continuaran mis buenas resoluciones, el camarada que me había impulsado a embarcarme se me acercó y me dijo, palmeándome el hombro:
—Y bien, Bob... ¿cómo lo has pasado? Apuesto a que te diste un buen susto anoche, y eso que no sopló más que una ráfaga.
— ¿Le llamas ráfaga? —exclamé—. ¡Pero si fue una terri­ble tormenta!
— ¡Tormenta! —dijo mi amigo—. ¿Le llamas tormenta a eso, gran tonto? ¡Pero si no fue nada! Con un buen barco y mar abierto no nos preocupamos por un viento como ése. Es que tú eres marino de agua dulce, Bob. Ven, apuremos un jarro de ponche y nos olvidaremos de todo. ¿No ves qué hermoso tiempo hace ahora?
Para abreviar esta lamentable parte de mi relato, diré que seguimos el camino de todos los marinos; el ponche fue servido, yo me embriagué con él y en el desorden de aque­lla noche abandoné todo arrepentimiento, mis reflexiones sobre el pasado y mis resoluciones acerca del futuro. En al­gunos momentos de meditación, empero, aquellos pensa­mientos parecían esforzarse por retornar a mí, pero me apresuraba a rechazarlos y me salía de ellos como de una enfermedad. Así, dedicándome a beber y a alternar con los camaradas, pronto dominé aquellos ataques —como yo los llamaba— y en cinco o seis días logré la más completa victoria sobre la conciencia que pudiera desear un muchacho resuelto a no escucharla. Pero otra prueba me esperaba, y la Providencia, tal como lo hace en casos así, resolvió de­jarme esta vez sin la menor excusa en mi futura conducta; porque si el primer episodio podía no parecerme una adver­tencia, el siguiente fue tal que el peor y más empedernido miserable entre nosotros hubiera admitido a la vez el peli­gro y la gracia.
Al sexto día de navegación entramos en la rada de Yarmouth; con viento contrario y tiempo sereno, habíamos avanzado muy poco desde la tormenta. Nos vimos obligados a anclar en la rada y quedarnos allí, mientras el viento soplaba continuamente del sudoeste, por espacio de siete u ocho días, durante los cuales muchos barcos provenientes de Newcastle entraron en la rada, puerto común donde los navíos podían aguardar viento favorable para remontar el río.
Sin embargo, no hubiéramos permanecido tanto tiempo allí sin remontar el río de no levantarse un viento que, entre el cuarto y quinto día, empezó a soplar con furia. Con todo, aquellas radas eran consideradas tan seguras como un puerto y estábamos muy bien y sólidamente anclados, por lo cual nuestros hombres no se preocupaban, en un todo ajenos al peligro, y pasaban el tiempo en diversiones y descanso como todo marino. Pero en la mañana del octavo día el viento arreció, y fue necesario que toda la tripulación se lanzara a calar los masteleros y aligerar lo bastante para que el buque se mantuviera fondeado lo mejor posible. A mediodía creció el mar, y el castillo de proa se hundía mientras las olas barrían la cubierta, al extremo de que lle­gamos a creer que el ancla se había cortado y el capitán mandó echar el ancla de esperanza, con lo cual el barco se mantuvo con dos anclas y los cables tendidos hasta las bi­tas.
Esta vez era verdaderamente un terrible temporal, y yo comencé a ver señales de espanto hasta en el rostro de los marinos. El capitán atendía las maniobras para preservar el barco, pero mientras entraba y salía de su cabina y pa­saba cerca de mí le oí decir varias veces:
— ¡Dios se apiade de nosotros, nos ahogaremos todos, estamos perdidos!
Durante los primeros momentos, yo permanecí en mi ca­marote de proa como petrificado, y no podría describir lo que pasaba por mí. Me dolía recordar mi primer arrepenti­miento, del que aparentemente me había sido tan fácil li­brarme y contra el cual me había endurecido; pensaba que no había peligro de muerte y que el temporal amainaría como el otro. Pero cuando el capitán pasó cerca de mí y le oí decir que estábamos todos perdidos me espanté horrible­mente y levantándome de mi cucheta me asomé fuera. Ja­más había visto un espectáculo tan espantoso; el mar se hinchaba como si fueran montañas y nos barría a cada instante; cuanto veían mis ojos en torno era desolación. En dos barcos anclados cerca de nosotros habían cortado los mástiles por exceso de arboladura, y nuestros marineros gritaban que un navío fondeado a una milla del nuestro acababa de naufragar. Otros dos barcos que habían perdi­do sus anclas eran arrebatados de la rada hacia el mar, li­brados a su suerte. Los barcos livianos resistían mejor el embate, pero dos o tres de ellos pasaron desmantelados frente a nosotros, huyendo con sólo la botavara al viento.
Hacia la tarde, el piloto y el contramaestre pidieron al capitán que les dejara cortar el palo de trinquete. Aunque se negó al principio, las protestas del contramaestre que aseguraba que el buque se hundiría en caso contrario lo lle­varon a consentir; pero cuando cayó el mástil se vio que el palo mayor quedaba suelto y sacudía de tal manera el barco que fue necesario cortarlo a su vez y dejar la cu­bierta arrasada.
Cualquiera puede inferir en qué estado de ánimo estaría yo a todo esto, siendo un novato en el mar y habiendo pa­sado poco antes tanto miedo por una simple ráfaga. Pero —sí me es posible describir ahora los pensamientos que me asaltaban entonces— recuerdo que sentía diez veces más miedo por haber abominado de mis anteriores resoluciones y recaído en los malos designios que por la idea de la muerte. Eso, agregado al espanto de la tormenta, me oca­sionó un estado de ánimo que jamás podría narrar. Y sin embargo lo peor no había sobrevenido aún; el temporal continuaba con tal furia que los mismos marineros asegu­raban no haber visto jamás uno semejante. Teníamos un buen barco, pero excesivamente cargado y calaba tanto que los marineros esperaban verlo irse a pique a cada mo­mento. El único alivio que se me brindó entonces fue igno­rar el sentido de la expresión «irse a pique», hasta que lo supe más tarde. Pude entonces ver en medio de la furia de la tormenta algo que no es frecuente: al capitán, al contra­maestre y algunos otros más cuerdos que el resto, elevando sus ruegos mientras el navío parecía zozobrar a cada instante. A mitad de la noche, y para colmo de nuestras desventuras, uno de los marineros que descendiera de in­tento para observar la cala volvió gritando que el barco ha­cía agua; otro hombre aseguró que ya había cuatro pies en la bodega. De inmediato se llamó a todos a las bombas, y cuando oí esa palabra el corazón pareció dejar de latirme en el pecho y caí de espaldas sobre la cucheta donde había estado sentado. Pronto, sin embargo, los marineros vinie­ron a decirme que si hasta entonces no había sido capaz de ayudar en nada, bien podía hacerlo en una bomba como cualquier otro. Me levanté y obedecí poniendo todas mis fuerzas en el trabajo. Entretanto el capitán había divisado algunos barcos carboneros que, incapaces de resistir ancla­dos la tormenta, se veían obligados a salir de la rada y lan­zarse al mar; como habían de pasar cerca de nosotros, or­denó el capitán disparar un cañonazo en demanda de soco­rro. Yo no sabía lo que eso significaba y me sorprendí tanto que me pareció que el barco se había partido en dos o que acababa de ocurrir alguna otra cosa tremenda. Para decirlo en una palabra, me desmayé. En aquella hora cada uno tenía su propia vida que cuidar, y naturalmente nadie se preocupó por lo que pudiera haberme ocurrido; otro marinero que vino a la bomba me hizo a un costado con el pie, creyendo seguramente que había muerto, y pasó un largo rato antes de que recobrara el sentido.
Trabajábamos más y más, pero el agua crecía en la bo­dega y era evidente que terminaríamos por hundirnos; aun­que la tormenta había decrecido un poco no parecía proba­ble que pudiéramos sostenernos a flote hasta entrar en puerto, por lo cual el capitán siguió disparando cañonazos. Un barco pequeño que estaba anclado justamente delante de nosotros osó enviar un bote en nuestro auxilio. Fue harto afortunado que el bote pudiera acercarse, pero nos resultaba imposible transbordar a él así como al bote man­tenerse al costado, hasta que los remeros, con un supremo esfuerzo en el que exponían sus vidas para salvar las nuestras, consiguieron alcanzar el cable que por la popa les tiramos con una boya al extremo, y después de infinitas difi­cultades los remolcamos hasta nuestra popa y pudimos así transbordar. No era su propósito volver al navío de donde partieran, de modo que estuvimos de acuerdo en dejarnos llevar por el viento y solamente encaminar en lo posible el bote hacia tierra firme; nuestro capitán, por su parte, ase­guró que si la embarcación se averiaba al tocar la costa, él indemnizaría a su dueño y con eso, remando algunos y otros dirigiendo el rumbo, fuimos hacia el norte sesgando la costa casi a la altura de Winterton Ness.
Mientras los hombres se inclinaban sobre los remos tra­tando de acercar el bote a tierra, y en los momentos en que éste, al montar sobre una ola, nos permitía la visión de la costa, podíamos distinguir una gran cantidad de gentes co­rriendo por ella con intención de ayudarnos. Pero avan­zábamos con gran lentitud y no pudimos alcanzar la costa hasta más allá del faro de Winterton, donde hace una entrada hacia el oeste en dirección a Cromer y, por tanto, la misma tierra protege al mar contra la violencia del viento. Allí desembarcamos no sin bastantes dificultades, y fuimos a pie hacia Yarmouth donde nuestra desgracia fue aliviada por la generosidad de todos, desde los magistrados de la ciudad que nos dieron buen alojamiento hasta los co­merciantes y propietarios de barcos, que nos facilitaron su­ficiente dinero para ir a Londres o retornar a Hull, según nuestra voluntad.
Si hubiera tenido entonces bastante sensatez para volver a Hull y a mi hogar, habría encontrado allí la felicidad, y mi padre, como un emblema de la parábola de Nuestro Se­ñor, habría matado para mí el ternero cebado; en verdad, al enterarse de la desgracia ocurrida en la rada de Yarmouth al barco en el cual yo había huido, pasó largo tiempo inquieto hasta asegurarse de que no me había aho­gado.
Pero mi mala estrella seguía impulsándome con una fuerza que nada podía resistir, y aunque muchas veces me sentí agobiado por el pensamiento y la voluntad de volver a casa, no encontré fuerza suficiente para hacerlo. Ignoro qué nombre debo dar a esto, ni pretendo que se trate de una secreta predestinación que nos lleva a ser instrumentos de nuestra propia ruina, aun cuando la estemos viendo y corramos hacia ella con los ojos abiertos. Por cierto que sólo una desdicha inevitablemente destinada a mí, y de la cual me era imposible escapar, podía haberme arrastrado contra todo sensato razonamiento y las persuasiones de mi propia meditación, máxime teniendo en cuenta las dos evi­dentes advertencias que acababa de recibir en mi primera tentativa.
El camarada que me había empujado en mi decisión, y que era el hijo del capitán, parecía ahora mucho menos animoso que yo. La primera vez que me habló en Yarmouth, es decir, dos o tres días más tarde, porque nos alo­jábamos en lugares distintos, me dio la impresión de que estaba cambiado, y luego de preguntarme con aire melan­cólico y moviendo la cabeza cómo estaba mi salud, se vol­vió hacia su padre y le dijo quién era yo y cómo había in­tentado ese viaje a manera de prueba para más distantes expediciones. Su padre se volvió a mí con un aire a la vez grave y afectuoso, para decirme:
—Joven, no os embarquéis nunca más. Lo que ha ocu­rrido debe bastaros como indudable signo de que no estáis destinado a ser marino. Estad seguro de que, si no volvéis al hogar, en cualquier sitio adonde vayáis encontraréis de­sastres y decepciones, hasta que las palabras de vuestro pa­dre se hayan cumplido en vos.
Nos separamos al rato, sin que yo le hubiera contestado gran cosa, y no sé qué fue más tarde de él. Por lo que a mí respecta, dueño de algún dinero, me fui por tierra a Londres y allí, lo mismo que en el curso del viaje, sostuve duras luchas conmigo mismo para decidir cuál debería ser mi camino, si volvería a casa o al mar. De ir a casa me de­tenía la vergüenza, opuesta a mis mejores impulsos; se me ocurría que todos iban a reírse de mí, que no sólo me humi­llaría presentarme ante mis padres sino a los vecinos y ami­gos; y puedo decir que desde entonces he observado cuán absurdo e irracional es el carácter de los hombres, en espe­cial en los jóvenes, que los lleva a no avergonzarse de sus faltas y sí de su arrepentimiento, que no se reprochan los actos por los cuales merecen el nombre de insensatos mientras que los humilla el retorno a la verdad que les valdría en cambio la reputación de hombres prudentes.
Tuve suerte al hallarme a poco de mi llegada a Londres en muy buena compañía, cosa no muy frecuente en jóvenes tan libres y mal encaminados como lo era yo entonces, ya que el diablo no tarda en prepararles sus trampas. En pri­mer lugar conocí al capitán de un barco que venía de Gui­nea y que, habiendo tenido allá muy buena fortuna, estaba resuelto a volver. Mi conversación, que en aquel entonces no era del todo torpe, le agradó mucho y oyéndome decir que ansiaba conocer el mundo me propuso hacer el viaje con él sin que me costara nada; sería su compañero de mesa y su camarada, sin contar que, llevando alguna cosa conmigo para comerciar, tendría todas las ventajas del in­tercambio y tal vez eso acrecentara mi decisión.
Acepté la propuesta y habiéndome hecho muy amigo del capitán, que era hombre simple y honesto, emprendí viaje con él llevando conmigo una modesta pacotilla que, gra­cias a la desinteresada probidad de mi compañero aumentó considerablemente. Había comprado por valor de cuarenta libras las baratijas y chucherías que el capitán me aconse­jaba llevar, y ese dinero fue el producto de la ayuda de al­gunos parientes con los cuales me mantenía en contacto, de donde infiero que mi padre, o por lo menos mi madre, contribuyeron con ello a mi primera aventura.
Aquél fue el único viaje que puedo llamar excelente entre todas mis andanzas, y lo debo a la honesta integridad de mi amigo el capitán, junto al cual adquirí además un discreto conocimiento de las matemáticas y las reglas de navega­ción, aprendí a llevar un diario de ruta, calcular la longitud y latitud para determinar la posición del buque y, en resu­men, comprender aquellas cosas que deben ser conocidas r por un marino. Es verdad que así como él tenía placer en enseñarme yo lo tenía en aprender; y en realidad aquel viaje hizo de mí a la vez un comerciante y un marino. Traje de regreso cinco libras y nueve onzas de oro en polvo a cambio de mi pacotilla, y ello me reportó en Londres no menos de trescientas libras, terminando de llenarme de am­biciosos proyectos que desde entonces me han traído a la ruina.
Y con todo, aun en aquel viaje tuve inconvenientes, por ejemplo, una continua enfermedad, producto de la elevada temperatura del clima que me producía calenturas; comer­ciábamos en la costa, desde los 15° hasta el mismo ecua­dor.
Podía considerarme ya un comerciante de Guinea, y cuando para desdicha mía a poco de desembarcar falleció mi amigo, me resolví a emprender nuevamente el viaje y embarqué en el mismo barco capitaneado ahora por el que había sido piloto en la anterior travesía. Nadie hizo nunca un viaje menos afortunado, pues aunque sólo llevé conmigo cien libras de mi nueva fortuna, dejando las doscientas res­tantes en manos de la viuda de mi amigo, que las guardó celosamente, las desgracias llovieron sobre mí. La primera ocurrió cuando nuestro barco navegaba hacia las islas Ca­narias o, mejor, entre aquéllas y la costa africana, pues fui­mos sorprendidos una mañana por un corsario turco de Sallee que empezó a perseguirnos con todas las velas desplegadas. De inmediato soltamos cuanto trapo eran ca­paces de soportar los mástiles, pero nuestra esperanza de ganar distancia se vio pronto desmentida por el avance de los piratas, por lo cual nos dispusimos a la lucha contando con doce cañones contra los dieciocho que tenía el buque pirata. A las tres de la tarde se puso a tiro, pero en vez de soltarnos su andanada por la popa como parecía dispuesto vino sesgando para alcanzarnos más de lleno, permitiéndo­nos asestarle ocho cañones de ese lado y enviarle una an­danada que lo obligó a alejarse, no sin antes responder a nuestro fuego agregando a los cañones una nutrida fusile­ría de los doscientos hombres que tenía a bordo. Por suerte no habían herido a nadie y nuestros hombres se mantenían a cubierto. Vimos que se preparaba a atacar nuevamente, pero esta vez se aproximó por la otra borda lanzándose al abordaje contra el castillo de proa, donde unos sesenta pi­ratas que consiguieron saltar se precipitaron con hachas y cuchillos a cortar los mástiles y aparejos. Los recibimos con fusilería, atacándolos también con bayonetas y grana­das de mano, hasta conseguir despejar por dos veces la cu­bierta. Pero, resumiendo esta triste parte de mi relato, des­pués que nuestro barco quedó desmantelado, con tres mari­neros muertos y ocho heridos, no tuvimos otro remedio que rendirnos y los piratas nos condujeron prisioneros a Sallee, puerto que pertenecía a los moros.


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