jueves, 20 de agosto de 2009

PRENSA. LECTURA. "Un trabajo a tiempo parcial", relato de P. D. James (2)


En "El País Semanal", dentro de los Relatos de verano, esta semana encontramos este UN TRABAJO A TIEMPO PARCIAL (Le siguió la pista durante toda una vida, sin prisa, ideando diferentes métodos para matarlo -y disfrutando con ello-. El protagonista de esta historia vive obsesionado con cumplir un juramento infantil: vengar el maltrato recibido a manos de un compañero de colegio. Un relato inédito en español que ‘El País Semanal’ ofrece en primicia a sus lectores).

Su autora es P.D. James (Oxford, 1920), una de las grandes autoras de novela policiaca. Trabajar durante 30 años en los servicios de seguridad británicos le ayudó a conocer a fondo los métodos policiales y crear a su personaje estrella, el detective Adam Dalgliesh. La gran mayoría de sus veinte novelas han sido adaptadas al cine o a la televisión. Su última obra es ‘The private patient’.
En la edición impresa, las ilustraciones son de EVA SOLANO.
La traducción es de News Clips.

Lo reproducimos en dos entregas.
SEGUNDA ENTREGA:

Tenía que planear cuidadosamente los meses anteriores a mi acción. Primero, era importante que Manston-Green no me viese, o al menos no tan de cerca como para reconocerme, y que nunca oyese ni siquiera mi nombre falso. Eso no fue difícil. Él sólo jugaba los fines de semana y por las tardes; yo elegí las mañanas de los miércoles. Incluso cuando nuestras visitas coincidían, el tenienge era demasiado importante para mirar a jugadores temporales no destacados a los que sólo se les permitía estar en el campo porque sus cuotas eran necesarias. También era importante no resultar ni remotamente interesante para otros miembros. Era necesario jugar mal, y, en las pocas ocasiones en que alguien accedió a ser mi compañero, jugué mal. Hacía falta cierta habilidad para ello: tengo muy buena puntería por naturaleza. Tenía preparada mi historia. Tenía una madre anciana y enferma que vivía en el vecindario y le hacía ocasionales visitas para cumplir. Me embarcaba en aburridas descripciones de los síntomas y el pronóstico y veía cómo la mirada de mis compañeros se desenfocaba mientras se iban alejando. Procuraba que mis apariciones fuesen poco frecuentes; no quería convertirme en objeto de cotilleos y curiosidad, ni aunque ambos fueran despectivos. Tenía que ser demasiado anónimo para que me considerasen siquiera el pesado del club.
Primero, necesitaba una llave de la sede del club. Para un cerrajero eso no era difícil. Observando con atención, descubrí que había tres personas que tenían llaves: Manston-Green, el secretario del club, Bill Caraway, y el jugador profesional Alistair McFee. A la de McFee era a la que podía echar mano con más facilidad. La guardaba en el bolsillo de su chaqueta, que invariablemente colgaba en la puerta de su oficina. Esperé el momento propicio hasta que, una mañana de miércoles en que estaba ocupado en el primer green con un alumno especialmente exigente, saqué la llave del bolsillo con las manos enguantadas y, encerrándome en los aseos, saqué un molde. En mi siguiente visita, probé la llave a escondidas. Funcionaba.
Entonces inicié la segunda parte de mi campaña. Por la noche, solo en mi oficina de Londres y con los guantes puestos, recortaba palabras de los periódicos nacionales y las pegaba en una hoja de papel para escribir como el que se vende en cualquier papelería. Los mensajes, que enviaba dos veces a la semana, contenían pequeñas variaciones en las palabras, pero el mismo veneno intencionado. ¿Por qué te has casado con esa puta? ¿No sabes que se acuesta con otro? ¿Estás ciego, o qué? ¿No ves en lo que anda metida Shirley May? No me gusta ver cómo engañan a un hombre decente. Deberías vigilar a tu mujer.
Tuvieron su efecto. En posteriores visitas al club de golf, cuando, desde una distancia prudencial, les vi juntos, supe que mi cuidadosamente calculada estrategia estaba funcionando. Tenían discusiones en público. Los miembros del club empezaron a alejarse de ellos cuando estaban juntos. El tenienge estaba nervioso; y lo mismo, claro está, le pasaba a ella. No le daba a ese matrimonio más de dos meses. Lo que significaba que no podía perder el tiempo.
Fijé la fecha exacta para dos semanas más tarde. Solamente hacía falta una cosa. Me aseguré de comprar unos nuevos palos de golf que fuesen de la misma marca que los suyos, un derroche necesario. Sustituí mi driver por su driver, manejándolo siempre con guantes. Eran sus huellas las que quería, no las mías. Me aseguré de que mis mensajes finales llegasen la mañana del día elegido; el de él por correo y el de ella por debajo de la puerta cuando, mirando, le vi alejarse en su coche hacia el trabajo. El de ella decía: Si quieres saber quién manda estas notas, reúnete conmigo en la sede del club a las nueve de esta noche. Quema esta nota. Un amigo. El de él decía lo mismo, pero le citaba 10 minutos más tarde.
Por supuesto, me daba cuenta de que era posible que ninguno acudiese. Ése era un riesgo que corría. Pero si no iban, yo no estaría en peligro. Simplemente significaría que tendría que encontrar otra forma de matar a Manston-Green. Esperaba que no fuese necesario. Mi plan era tan perfecto… El horror que había planeado para él me producía una satisfacción maravillosa.
No les aburriré con los detalles; no son necesarios. Tenía mi llave de la sede del club y estaba esperándola con el driver de su marido en la mano. Como he dicho, tengo buena puntería. Sólo necesité dos golpes para matarla, y tres más para dejarle la cara hecha papilla. Tiré el driver, salí fuera y cerré la puerta. Había una cabina de teléfono al final del callejón. Cuando pregunté por la policía, me pasaron inmediatamente y sin ningún problema. Simulé otra voz, aunque no era estrictamente necesario. Se convirtió en la voz confundida, chillona y aterrorizada de un hombre mayor.
“Acabo de pasar por el club de golf. He oído gritos dentro de la sede del club. Una mujer. Creo que alguien la está matando”.
“¿Y su nombre y dirección, señor?”.
“No, no. No quiero mezclarme en esto. No tiene nada que ver conmigo. Sólo he pensado que debía avisarles”. Y, con las manos enguantadas, colgué.
Naturalmente, vinieron. Llegaron justo a tiempo de ver a Manston-Green inclinado sobre el cuerpo de su esposa. Eso no podría haberlo planeado. Imaginaba que podrían llegar tarde pero que, aun así, tendrían el palo de golf con la sangre y el pelo enmarañado y apelmazado, las huellas, la prueba de las peleas. Pero no llegaron tarde; llegaron justo a tiempo.
Me resistí a la tentación de ir al juicio. Era irritante tener que privarse de ese placer, pero pensé que era lo prudente. La prensa tomaba fotografías de la multitud y, aunque las posibilidades de ser reconocido eran infinitesimales, ¿por qué arriesgarse? Y pensé que sería sensato seguir yendo de vez en cuando al club de golf, aunque menos frecuentemente. Todas las conversaciones giraban en torno al asesinato, pero nadie se molestaba en incluirme. Tomaba mis solitarias clases y me marchaba. Él apeló, por supuesto, y para mí aquel fue un día de preocupación. Pero la apelación no sirvió de nada, y yo sabía que el final estaba claro.
Sólo transcurrieron tres semanas entre la sentencia y la ejecución, y probablemente fueron las más felices de mi vida, no en el sentido de una alegría exultante, sino en el de saberme en paz por primera vez desde que empecé en el St. Chad. La semana anterior a la ejecución estuve con él en espíritu en aquella celda de condenado a lo largo de cada minuto de cada hora. Yo sabía lo que pasaría la mañana en que él saldría de este mundo y de mi mente. Me imaginaba la llegada del verdugo el día anterior para cumplir con los requisitos del Ministerio del Interior: la caída de una bolsa de arena en presencia del gobernador para asegurarse de que no habría contratiempos y de que la longitud de la caída era la correcta. Estaba con él cuando escudriñaba a través de la mirilla de la puerta de la celda del condenado, una celda situada a tan sólo un par de metros de la cámara de ejecución. Es una muerte compasiva si no se ejecuta mal, y sabía que Manston-Green probablemente moriría con menos dolor que yo. El sufrimiento estaba en las semanas anteriores, y nadie podía experimentar verdaderamente ese horror excepto él. En mi imaginación viví su última noche, las inquietas vueltas en la cama, la tonificante luz del espantoso día, el desayuno que no sería capaz de comerse, la torpe amabilidad de los guardias siempre alerta. Estaba con el verdugo en mi imaginación cuando sujetaba los brazos de Manston-Green. Formaba parte de esa pequeña procesión que atravesó la espantosa puerta, en presencia del pálido gobernador de la cárcel, el capellán con los ojos fijos en el libro de oraciones que sostenían las temblorosas manos.
Es una muerte rápida, tan sólo unos 20 segundos desde el momento en que se atan los brazos hasta la caída en sí. Pero habría un momento en que podría ver el patíbulo, la soga colgando exactamente a la altura de su pecho antes de que le colocaran la capucha blanca. Me sentía exultante al pensar en esos pocos segundos.¨

****

Como de costumbre, fui a la cárcel el día antes de la ejecución. Había cosas que hacer, instrucciones que seguir. Me saludaban educadamente, pero no era bienvenido. Sabía que se sentían contaminados cuando me estrechaban la mano. Y cada prisionero de cada celda sabía que yo estaba allí. Ya había el esperado alboroto, voces que gritaban, utensilios que golpeaban las puertas de las celdas. Una pequeña multitud de manifestantes o mirones morbosos ya se concentraba fuera de la entrada de la cárcel. Soy un artesano meticuloso, como lo fue mi padre antes que yo. Tengo mucha experiencia en mi trabajo a tiempo parcial. Y pienso que me reconoció. Oh, sí, me reconoció. Lo vi en sus ojos ese segundo antes de deslizar la capucha blanca sobre su cabeza y tirar de la palanca. Cayó como una piedra y la soga se tensó y estremeció. Por fin había cumplido la misión de mi vida y, a partir de ese momento, estaría en paz. Había matado a Keith Manston-Green.


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